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Concordia » Cadena Entrerriana
Fecha: 08/06/2025 16:49
A la escuela N.º 474 de El Tolar, donde concurren 10 alumnos, no se llega en auto. No hay camino asfaltado ni señal de celular. Para entrar en contacto con esta comunidad indígena del departamento de Belén, en la provincia de Catamarca, hay que dejar atrás todo lo conocido. Desde el paraje más cercano con acceso vehicular, llamado El Durazno, el trayecto es a caballo, caminando o en mula. El recorrido atraviesa ríos, montaña, piedras y viento, durante unas ocho horas. Y al llegar, se está más cerca del cielo que del resto del mundo. “Estamos a 3.200 metros sobre el nivel del mar. El viento pega fuerte, no hay árboles que lo frenen, y en invierno llegamos a tener hasta 16 grados bajo cero”, describe Pablo Alejandro Cruz Alancay, director de esta institución, que además da clases a los grados que le tocan. Tiene 28 años y desde abril de 2023 vive lo que llama una “travesía educativa”. El Tolar es una comunidad aislada. No tiene camino consolidado, ni energía eléctrica estable, ni agua corriente segura. La escuela, sin embargo, funciona como un verdadero faro. Allí no solo se enseña: se cocina, se refugia, se comunica. Es el único lugar con acceso a internet, gracias a una donación comunitaria del servicio Starlink, que los docentes y vecinos pagan entre todos para que siga activo. Aulas de puertas abiertas “La escuela es el corazón de la comunidad. Cuando alguien necesita comunicarse, pedir un medicamento o hacer una gestión, viene acá. Por eso soñamos con que esté en condiciones: por los chicos, por los docentes, por toda la comunidad indígena de El Tolar”, señala el director, que también es maestro. La fachada de la escuela, a 3.200 metros sobre el nivel del mar, donde en invierno se llega a temperaturas de hasta 16 grados bajo cero. (Foto: gentileza Pablo Alejandro Cruz Alancay) La institución cuenta con nivel inicial y primario. Los chicos desayunan, almuerzan y meriendan allí. Algunos viven cerca y caminan dos kilómetros por el cauce del río cada día. Otros, dependiendo del clima, se albergan durante la semana. En total, trabajan dos maestras de grado, una docente de nivel inicial y personal de servicio general. También viajan profesores especiales de tecnología, inglés y plástica. Todos llegan tras una exigente travesía física y emocional. “Salimos los lunes a las seis de la mañana desde El Durazno. En vehículo hasta ahí, y luego a caballo. Si hay viento, calor o el río está crecido, puede tardar más. Llegamos a las dos de la tarde, con suerte”, cuenta Pablo. Ese día comienza la actividad. La jornada arranca a las 8 con el izamiento de la bandera y termina pasadas las 16.30. El día a día sin los servicios básicos Desde 1990 la escuela no ha tenido trabajos significativos para su mantenimiento. El techo es de cartón prensado, sostenido por piedras para evitar que el viento lo arranque. La calefacción es inexistente: cuando hay leña, se enciende una salamandra. Cuando no, los chicos soportan el frío tal como pueden. La tola, un monte bajo y escaso, apenas sirve para calentar algo de agua o cocinar. “En invierno el río se congela y no hay de dónde sacar agua ni para bañarse, ni para limpiar la escuela o el albergue, ni para cocinar. Y en verano las crecientes nos aíslan, porque el caudal del río sube muchísimo”, señala el director. La institución cuenta con nivel inicial y primario. Los chicos desayunan, almuerzan y meriendan allí. Algunos, depende el clima y la distancia, se quedan incluso a dormir. (Foto: gentileza Pablo Alejandro Cruz Alancay) No hay energía eléctrica estable. Los paneles solares ayudan, pero las baterías se agotan. En la actualidad, no cuentan con luz eléctrica real. Tampoco hay servicios de telefonía móvil. Solo internet satelital, pagado a pulmón, que se transformó en un bien comunitario. “Una señora donó la antena de Starlink. Nosotros la sostenemos entre todos, docentes y vecinos. Es de libre acceso, porque entendemos que la comunicación es un derecho básico. Pero ojalá alguien pudiera ayudarnos a pagar ese servicio mes a mes”, se esperanza. La escuela funciona durante tres semanas corridas. Luego, una semana de “reabastecimiento”: docentes y personal bajan a la ciudad para aprovisionarse. Llevan en mulas todo lo necesario: alimentos, útiles escolares, insumos personales, medicamentos. En tropillas de entre 5 y 30 burros, recorren los 28 kilómetros de montaña para abastecerse. “Soñamos con un secundario” El pedido es claro, y lleva años. Desde 2019, la comunidad reclama la construcción del camino que permita el acceso a El Tolar en vehículos. Una promesa aún incumplida, que cambiaría radicalmente la vida de todos. “Es la única comunidad del departamento Belén donde la escuela no tiene acceso vehicular. Todo es a pie, a caballo o en burro. Hoy el municipio de Puerta de Corral Quemado, Vialidad Provincial y el gobierno están trabajando en una huella. Tiene avances. Esperamos que no se detenga”, señala. El camino no solo permitiría un acceso más seguro y rápido. También facilitaría el ingreso de médicos, la asistencia social, y –fundamentalmente– abriría una puerta al derecho a estudiar. Porque hoy, en El Tolar, los chicos terminan sexto grado… y no hay más. “Acá culmina la primaria. No hay posibilidad de seguir estudiando. Por eso también soñamos con un secundario. Hay más de 20 jóvenes en la comunidad que merecen formarse, tener opciones. Hacer algo el día de mañana”, explica. Pablo Cruz no oculta su emoción cuando habla de El Tolar. Aprendió a respetar la vida en comunidad, a comprender otras lógicas, a escuchar con paciencia. “Muchos hablan de El Tolar. Pero pocos llegan. Solo quienes padecen el calor, el frío, el cansancio de las caminatas, pueden dar fe de cómo vive la gente acá. Y cuando llegan, se van transformados”, asegura. El sueño de los docentes y de la comunidad de El Tolar es abrir una secundaria para que los chicos no abandonen los estudios. (Foto: gentileza Pablo Alejandro Cruz Alancay) Las historias abundan. Cada día, cada trayecto, cada encuentro, deja enseñanzas. Hay una sabiduría silenciosa, hospitalaria, que resiste al olvido del Estado. “La gente recibe bien a todos, sin importar color político ni religión. Acá -reflexiona- uno aprende a valorar otras cosas. Cambia la perspectiva. Vuelve transformado. En una sociedad golpeada como la nuestra, este lugar tiene mucho para enseñar”. Los chicos ríen, aprenden, juegan, pese a todas las dificultades. La escuela no es solo un edificio: es la representación de un deseo profundo. El de vivir con dignidad, con acceso, con derechos. “No pedimos mucho. Que el edificio esté en condiciones. Tener luz, agua potable, un techo digno. Que las paredes estén pintadas. Todo eso influye, no solo en el ánimo de los docentes, sino sobre todo en los chicos. Que puedan aprender en un lugar lindo, seguro, que los contenga”, explica el director. El pedido es simple, y al mismo tiempo, inmenso. Porque detrás de cada necesidad, hay un derecho vulnerado. Y detrás de cada derecho, una vida. En El Tolar, la educación es resistencia. Y la esperanza viaja en mula, esquiva los ríos crecidos, sobrevive al frío y al viento. Pero está. Y sigue. El pueblo olvidado entre las montañas que resiste con dignidad A 3.200 metros sobre el nivel del mar, escondido entre cerros que parecen tocar el cielo, El Tolar sobrevive. Es una de las 38 comunidades indígenas de Catamarca, pero también una de las más olvidadas por los gobiernos. A 450 kilómetros de la capital provincial y a más de ocho horas a caballo del pueblo más cercano, no tiene camino, ni servicios básicos, ni derechos garantizados. Noventa personas habitan este rincón del departamento Belén, dividido en dos sectores: por un lado, la histórica Escuela 474 rodeada por apenas cuatro viviendas en un radio de 400 metros; y a tres kilómetros de allí, una pequeña zona llamada “El Barrio”, compuesta por ocho casas de adobe sin columnas, al borde del derrumbe. Los chicos ríen, aprenden y juegan, pese a todas las dificultades y carencias. (Foto: gentileza Pablo Alejandro Cruz Alancay) La precariedad atraviesa cada rincón de la comunidad. El agua, entubada con mangueras desde el río El Tolar, no tiene presión ni potabilidad. Solo la escuela cuenta con gas en garrafa, aunque se sigue utilizando una cocina a leña. La energía llegó hace más de 15 años con un programa, pero hoy los paneles solares están rotos o las baterías (que duran un tiempo) están agotadas. El resultado: oscuridad y frío en las noches de altura. La escuelita, a la que asisten 10 niños, contando los dos de Nivel Inicial, refleja el abandono con crudeza. Las cañerías son antiguas, los techos tienen chapas deterioradas que se llueven cada vez que cae agua y los chicos tienen dos aulas. Los baños, con sistemas sanitarios de hace más de 60 años, están inservibles. El portero improvisa reparaciones como puede, pero no alcanza. Ninguna familia del pueblo tiene baño: sólo letrinas, con las consecuencias sanitarias que eso implica. Sobrevivir aquí es un acto cotidiano de dignidad. La tierra no es fértil, pero algunas familias logran cultivar hortalizas de estación en sectores abonados. El resto se dedica a la cría de cabras, ovejas y llamas. Las mujeres hilan, tejen, y venden sus artesanías cuando pueden bajar a Belén, una travesía que no siempre es posible. La mayoría recibe becas o son empleados municipales con sueldos muy bajos. Con eso compran fideos, arroz y algunos víveres. La comunidad de El Tolar no pide lujo ni caridad, sino presencia del Estado: caminos, agua potable, servicios de salud, baños dignos y una escuela segura. Pide lo que le corresponde: vivir con dignidad, aún entre las montañas más remotas. Porque como toda comunidad originaria, guarda saberes, historias y una cultura viva que merece ser respetada. Y porque nadie, en pleno siglo XXI, debería ser invisible.
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