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» Misionesparatodos
Fecha: 08/06/2025 11:32
La crisis salarial entre los residentes del Garrahan y el gobierno nacional evidencian la realidad del sistema de la salud pública en Argentina- La provincia que más deudas tiene con el hospital pediátrico- El contraste con la atención en sanitaria en Misiones- ¿Milei es cruel o un emergente de la sociedad que lo votó?- Victoria Villarruel, la que mira en silencio- El peronismo comenzó a juntarse: que no los una solo el espanto El conflicto que atraviesa el Hospital Garrahan no es un hecho aislado ni un episodio de realismo mágico: es el síntoma de una enfermedad estructural que arrastra el sistema de salud pública argentino y que se agravó con las políticas de ajuste, irresponsables y crueles, del actual gobierno nacional. Pero si bien la administración de Javier Milei puede y debe ser señalada por su falta de sensibilidad y su modelo de recorte fiscal sin anestesia, hay otros actores que también deben rendir cuentas, aunque intenten disimular su responsabilidad con declaraciones que buscan desviar la responsabilidad hacia una sola dirección. Desde diciembre de 2023, los trabajadores del Garrahan —símbolo de la atención pediátrica de alta complejidad en el país— vienen denunciando una pérdida salarial real cercana al 50%. Los médicos residentes, cuyas remuneraciones están por debajo de la línea de pobreza, vienen encabezado las protestas en defensa de sus derechos y de la salud de los más chicos. Mientras tanto, el Gobierno nacional ofreció un aumento que, aunque elevado en los números, resultabinsuficiente en lo estructural: gran parte es no remunerativa, no suma aportes ni aguinaldo ybse diluye con la inflación. Para hablar del Garrahan, hay que sumar al análisis también su esquema de financiamiento: 80% Nación, 20% Ciudad de Buenos Aires. Y hay que decirlo con todas las letras: el gobierno nacional ajustó —sí, lo hizo— y recortó las transferencias al hospital en un 7,2% real para 2025. Pero hay otra verdad incómoda que pocos quieren señalar: el Instituto de Obra Médico Asistencial (IOMA), la obra social de la provincia de Buenos Aires, le debe al Garrahan más de 4.000 millones de pesos. Es decir, el gobierno de Axel Kicillof consume servicios que no paga. Y eso también desfinancia. Mientras tanto, el mismo gobierno provincial que no cancela sus deudas con un hospital que atiende a miles de niños bonaerenses, invierte millones en publicidad en medios nacionales y locales. Una paradoja cruel: hay plata para propaganda política, pero no para salud. La comparación con otras provincias expone aún más esa contradicción. Misiones, por ejemplo, con un presupuesto mucho más acotado, logró consolidar un sistema de salud pública descentralizado, con hospitales de alta complejidad en las zonas norte y centro y en el sur, con el Hospital Escuela de Agudos en Posadas, equipado con tecnología de última generación, que garantiza la atención gratuita a todos los ciudadanos, sin importar su cobertura ni procedencia. La clave: una administración precisa de los recursos, planificación sanitaria y una decisión política clara de priorizar la salud por encima del marketing. En este escenario, hay un par de preguntas que se imponen, incómodas pero necesarias: ¿es Javier Milei el único responsable? ¿O estamos frente a una clase política —en algunos casos con discursos progresistas— que antepone la estética electoral al deber elemental de gobernar para los más vulnerables? El conflicto del Garrahan, con niños como principales víctimas colaterales, no puede ser reducido a una puja entre gremios y gobierno, ni explicado solo por el ajuste libertario. Es una radiografía amarga de la hipocresía de muchos gobernantes que se indignan frente a las cámaras mientras incumplen sus propias obligaciones. Además se puede sumar otro condimento: la esquizofrenia electoral en algunos distritos, que reciben por un sin número de beneficios, entre otros subvenciones irreales para sostener el consumo de servicios como la luz, el gas, el transporte público y terminaron por votar a alguien que, de movida, anunció que iría en contra de eso. La otra pregunta, tal vez la más incómoda, interpela de frente a la responsabilidad colectiva: ¿el gobierno de Javier Milei es cruel por naturaleza o es simplemente el emergente de una sociedad que, harta y desencantada, votó con plena conciencia a un candidato cuya impronta autoritaria, despiadada y provocadora estaba a la vista de todos? No hay trampa ni sorpresa: Milei no ocultó su desprecio por el Estado, su intención de recortar derechos, su visión de la economía ni su narrativa de confrontación permanente. La pregunta, entonces, se corre del análisis del poder hacia el espejo de la sociedad: ¿qué nivel de sufrimiento está dispuesta a tolerar la Argentina con tal de castigar a su clase política, a sus pobres, a sus propios fantasmas? En este marco, resulta llamativo cómo ciertos sectores recurren selectivamente a figuras como el fallecido papa Francisco, cuya prédica de justicia social, defensa de los más humildes y crítica al capitalismo salvaje fue clara y constante. Muchos de los que hoy lo reivindican, lo ignoraban o incluso lo atacaban cuando el Papa señalaba las desigualdades y el descarte humano como pecados estructurales del sistema. Usar su figura como comodín, según el viento político de turno, revela no solo una hipocresía discursiva, sino también la profunda contradicción de una sociedad que oscila entre la misericordia y el sálvese quien pueda. Es también en esta visión donde se puede ubicar a los dirigentes que hoy forman parte de la oposición. Es evidente que por gestiones tan malas como las anteriores, entre ellas los últimos años de Cristina Fernández, la improvisada administración de Mauricio Macri y el pésimo gobierno de Alberto Fernández, fueron el caldo de cultivo para que el hartazgo colectivo hacia la clase política decantara en un gobierno como el actual. La salud pública no se sostiene con relatos. Se sostiene con recursos, con gestión, y sobre todo, con prioridades claras. Y cuando esas prioridades están en otro lado —en spots, en redes, en ambiciones personales—, los hospitales empiezan a enfermarse. Como el Garrahan. La Gioconda Mientras el gobierno de Javier Milei se embarca en una cruzada por consolidar un proyecto político de largo aliento —más cultural que económico, más simbólico que tangible— la realidad marca otra cosa: la desconfianza sigue latiendo con fuerza, incluso en sectores que dicen bancarlo. Bajó la inflación, sí, pero nadie invierte. Ni en la calle ni en los mercados. El relato épico libertario se desgasta frente a la falta de resultados concretos. A nivel internacional, el panorama es igual o peor: anuncios rimbombantes, promesas sobre el bidet, como cantaba Charly García, y cero materialización. Ni Elon Musk, supuesto aliado estelar y símbolo del capitalismo disruptivo, se animó todavía a poner un solo dólar en Argentina. Se fue del gobierno de Donald Trump y aún no volvió, ni siquiera con una promesa seria de inversión. En medio de ese escenario incierto, hay una figura que no grita ni aparece en TikTok, pero que observa como La Gioconda, también conocida como la Mona Lisa, una de las pinturas más famosas del mundo, pintada por Leonardo da Vinci entre 1503 y 1519: Victoria Villarruel. La vicepresidente transita el poder en silencio, casi en las sombras, padeciendo el síndrome de todos los compañeros de fórmula que llegaron a la cima sin que les dieran la manija. Al mejor estilo Scioli durante el gobierno de Néstor Kirchner, Villarruel agacha la cabeza, acompaña en público, pero guarda sus cartas. Su actitud no es casual ni ingenua. Pareciera más bien la de alguien que se está preparando para el después. Como si supiera que este experimento libertario tiene fecha de vencimiento. Como si entendiera que Milei es un personaje que convive con el fracaso y que, en su lógica, siempre hay otro culpable a mano. Los gobernadores, actores clave en la nueva dinámica federal que intenta imponerse, deberían mirar con más atención a Villarruel. Porque si Milei sigue desgastándose solo, si la realidad termina por devorar al relato, la que no habla podría ser la que quede en pie. Y no sería la primera vez que en Argentina el silencio construya poder. La pulseada Axel Kicillof entendió antes que muchos que no hay 2025 ni 2027 posibles si el peronismo sigue desarticulado. Desde la reelección en la provincia de Buenos Aires, buscó construir algo más que una gestión eficiente: apostó a una narrativa que combine resistencia, territorialidad y futuro. Y si bien no lo dice abiertamente, su jugada es clara: quiere liderar la reconstrucción del movimiento desde la provincia más poblada del país. Por eso el acuerdo con Cristina Fernández de Kirchner no es menor. No solo porque ella sigue siendo una figura gravitante, sino porque sirve de reaseguro para enfrentar el avance de la nueva derecha, esa que se está ordenando detrás del pacto entre La Libertad Avanza y el PRO. La posible incorporación de un sector de la UCR a esa alianza multiplica las alertas en el peronismo, que teme perder no solo el control institucional del Conurbano, sino también la centralidad del relato popular. El punto débil del experimento libertario, aseguran los peronistas que se están reagrupando, es el propio Milei. La tesis que gana fuerza es que no se trata de un político inexperto, sino de alguien psicológicamente inestable. Sin embargo, esa idea —que se repite en sobremesas partidarias y se filtra en los discursos— podría ser un arma de doble filo. Porque sugerir que el presidente no está bien de la cabeza es, de algún modo, infantilizar al electorado que lo eligió por sobre todos ellos. Es negar la profundidad del rechazo que generaron las gestiones anteriores. Es no hacerse cargo de que fueron tantos los errores, la falta de respuestas y la desconexión con la realidad, que millones de personas optaron por lo desconocido, por lo radical, por lo que “al menos promete dinamitar todo”. Ahí está el verdadero desafío: no burlarse de Milei, ni esperar que se caiga solo. El peronismo no puede volver por el espanto, como ocurrió en 2019 mediante el Frente de Todos, necesita una razón sólida para ofrecer. Una alternativa que no sea volver al pasado, sino animarse a construir algo nuevo desde los cimientos. Si Kicillof quiere ser ese arquitecto, tiene que demostrar que no es solo el gobernador eficiente de Buenos Aires, sino también el dirigente capaz de articular a un peronismo que, tras haber tocado fondo, empieza a tomar conciencia de que el tiempo de la autocomplacencia se terminó. Por Sergio Fernández
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