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    Concordia » Diario Junio

    Fecha: 08/06/2025 10:40

    Cada día nos invade la sensación de vivir en un mundo en el que no se nos permite pensar, ni mucho menos decir lo que pensamos. Estamos, al igual que la gente, solo a recibir la información que, previa y deliberadamente, nos han hecho llegar. Tratan de impedir que esa información, esos datos suministrados, podamos transformarlos en información, conocimiento, saberes, culturas, etc. ¿Y qué es lo que mantiene ese estado actual de coacción que contribuye sobremanera a secuestrar la verdad? La desinformación brutal es producto de la desproporción total que existe mundialmente en la posesión de los medios de comunicación. La imposición del pensamiento único por los países «ricos», a través de sus altavoces mediáticos, determina la concepción de un único mundo posible. Por eso, la información, en contra de una genuina libertad de expresión, genera dogmas que se resumen en lo siguiente: «Lo que no está en los medios, tal cual los medios lo publican o declaman, no existe en el mundo». De esta manera, la información se convierte en fuente de intolerancia, de intransigencia. Con el pensamiento único se anula el pluralismo; por eso los jerarcas del discurso dominante no son ni comprensivos ni tolerantes con el disidente. Quizá se le permita su mera existencia, pero se le impide por todos los medios manifestar su opinión crítica al poder. A muchos medios y periodistas se los «manipula» como si fueran unos «ilusionistas», con conceptos que tergiversan el sentido de los vocablos para lograr una pérdida del significante de la opinión. La falta de veracidad en la información hace que la batalla entre las masas populares y las minorías ilustradas se dilucide en las pantallas de esta religión sin ateos que es la TV y los restantes espacios mediáticos, que operan como una cadena repetidora del único discurso permitido. Que pareciera que la imagen parece serlo todo: lo único y lo verdadero. La causa de la pérdida de la batalla cultural e informativa de los últimos tiempos comenzó el 12 de diciembre de 2015. Dos días después de la asunción de Macri, el ministro de Comunicaciones de la Argentina expresó: «Una ley del Congreso (por la Ley de Medios) no puede limitar la capacidad del Presidente. Es muy absurdo». Y luego agregó: «La Ley de Medios no va a subsistir en este gobierno». ¿Por qué era un problema la Ley de Medios para el gobierno de Macri? Porque una cosa es la realidad concreta y otra es la percepción que tienen los ciudadanos de esa realidad. Y es más fácil tergiversar la percepción que la realidad. Y Macri lo hizo. Drásticamente. Con un decreto de necesidad y urgencia, modificaron las leyes 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual y 27.078 de Argentina Digital. A partir de ese hecho fue muy fácil, con el dinero del Estado, «reclutar» a periodistas que tenían fama, pero no dinero, para defender una causa «noble» como era la enajenación del país a caballo de un neoliberalismo impiadoso y fugador de divisas. Así incorporó a Jorge Lanata, Joaquín «Amoral» Sola —acompañante del genocida Gral. Antonio Bussi en la campaña Operativo Independencia en Tucumán—, a Chiche Gelblung, defensor de la dictadura a través de la revista Gente, a Luis Majul, felpudo de todos los gobiernos de derecha, a Alfredo Leucowhit (Leuco), ex guerrillero del asalto a La Tablada, a todos los del Grupo Clarín y a algunos más. Clarín y La Nación fueron las espadas contra la persecución y defenestración de los líderes o dirigentes opositores. El diario de Magnetto, con las manos manchadas de sangre por Papel Prensa, extorsionaba a los diarios del interior: si no bajaban la línea del diario, les demoraban la entrega de las bobinas de papel para la impresión de los mismos. Se llegó así a conformar un pool de más de 350 medios en el país. ¿Cómo no iba a estar secuestrada la verdad periodística ante tanta concentración de medios? Un verdadero monopolio que condenó la OEA misma, cuando dice textualmente: «Los monopolios u oligopolios en la propiedad y control de los medios de comunicación deben estar sujetos a leyes antimonopólicas por cuanto conspiran contra la democracia al restringir la pluralidad y diversidad que asegura el pleno ejercicio del derecho a la información de los ciudadanos.» Pensar lo mismo, creer en lo mismo, son condiciones esenciales para que la internacional de los ricos lograra terminar de imponer su «modelo» a escala planetaria. Bajo esta filosofía, que los pueblos entren en conflicto con su propio ser, al punto de quebrarlos en su identidad, es una de las búsquedas de la prensa internacional. Viejo como el colonialismo, pero efectivo. Más sutil, con algún aspecto «progre», de tal manera que la imposición de la nueva prensa no necesita de derramamiento de sangre para tomar el poder. O sea, se trabaja con la sustracción de la realidad. O, para decirlo de otra manera, se trabaja con la «falsificación» de la noticia y de su interpretación. Por eso, en términos de poder, el periodismo de hoy —con las excepciones lógicas— ocupa el mismo lugar que ocuparon los militares. En la democracia moderna, el periodismo de hoy no solo informa con una narrativa falsa, sino que «modela» la opinión. Pero todo esto no es casual. Responde a la mundialización del gran capital —esto es, el fenómeno político conocido como «globalización»— que impusieron las corporaciones del supracapitalismo y que vienen intentando la eliminación del Estado-nación para organizar al planeta como una unidad de producción exclusiva. Pero para que esto suceda necesitan de la «complicidad manifiesta» de dirigentes cipayos, como lo fueron —con las excepciones conocidas— los últimos treinta años de nuestra penosa historia. El problema es que somos instrumentos de nuestros instrumentos. Porque habíamos sido sujetos de nuestra historia, y ahora solo somos objetos de la misma. ¡Hay que pensar en reescribirla! ¡Si no, seremos esclavos para siempre!

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