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  • Escultura misionera: el arte de dar forma a la materia

    » Elterritorio

    Fecha: 08/06/2025 10:02

    Entre referentes y nuevos exponentes, la escultura es un arte silencioso, atípica, que se erige a fuerza de formones, gubias y trabajo paciente que deja fuerte huella domingo 08 de junio de 2025 | 6:06hs. “Yo considero que la ciudad es un gran museo”, comienza diciendo Carlos Marcial, arquitecto y artista misionero. Y como destellos, a veces silenciosos, de ese gran museo, están las esculturas. Bustos, estatuas, homenajes a próceres, ideales personificados como humanos, fauna, formas abstractas que se cuelan en la cotidianeidad de nuestros pasos. “Yo les digo a mis alumnos: ‘levanten la vista, miren con qué sorpresa se encuentran en los espacios urbanos, desde un edificio en sí mismo”, alegó Marcial, destacando a la escultura como un acto creativo admirable, en estrecha relación con la arquitectura. En esa línea, remarcó la trayectoria de su amigo Juan Carlos Bellocchio, que más allá de combinar estas pasiones, dejó valioso precedente. Marcial, más dedicado a la pintura y el dibujo, hizo, a partir de la obra de Bellocchio Ñañuã -que simboliza el abrazo hermano entre Paraguay y Brasil y está emplazada en la plazoleta de avenida Quiroga y Costanera- una serie de ilustraciones y creaciones en acuarela, que acercará a la familia del recientemente fallecido artista. “Tuve la suerte de conocerlo, de compartir concursos, charlas, era un tipo muy sensible. Lo quise mucho a él y a su familia”, remarcó Marcial al tiempo que recordó la experiencia de artistas con visión social como Eduardo Ledantes y Juan Catalano, de maestros que hacen escuela como Canchi Quintana, sensibles como Silvana Kelm (página 9) y espectaculares como Gerónimo Rodríguez, entre algunos de los destacados en la provincia. Marcial, apasionado de la escultura, destaca a sus artistas. Foto: Marcelo Rodríguez Además, Marcial fue jurado en la reciente Bienal de Cainguás (página 8) que abrió una nueva ventana para los escultores emergentes “Ahí está el futuro de la escultura misionera. Vi cómo trabajaban. Con una entrega total. Nos costó muchísimo decidir al ganador entre ellos. Fue difícil porque todos tenían un nivel altísimo”, subrayó. Y entre piedras, maderas, gubias y amoladoras, la escultura se erige cada vez más en alto en Tierra Colorada. Una vida acusada a cincel Un poco carpintero, un poco herrero, pero siempre artista. Más allá del dibujo, del boceto, está la mano de obra, esa motosierra del bien con la que comienza concretando los primeros trazos. “Los escultores somos los obreros del arte”, refiere Eduardo Ledantes, al describir la profesión que ama y abraza. Madera, piedra, metal, mármol, yeso y hasta nieve cobran formas en sus manos. Y entre monumentos visibles y creaciones efímeras, su trayectoria de cinco décadas traspasa la forma, el sentido y el tiempo. La afición se despertó en sus primeros años de vida. Desde pequeño se perfiló cercano al dibujo y las pequeñas esculturas. Y dando cuenta de que ese tiempo es clave, recordó que a los nueve años, Anita Paz de Zamudio, le dio sus primeras herramientas en unos talleres sabáticos frente a la escuela 185 de Oberá, mucho antes de ser su profesora en el Montoya. Con su familia oriunda de Río Negro y parientes en Bahía Blanca que visitaba cada verano, las vacaciones se proponían ideales para buscar nuevos tesoros en otras tierras. Así, un año encontró unos moldes de goma que le vinieron perfectos para hacer sus primeras figuras en yeso, que luego ofrecía al paso, frente a su casa sobre la obereña avenida San Martín. De adolescente, seguía destacándose como el dibujante del curso, mientras en la otra división lo hacía Teresa Eichner, quien se convertiría luego en pintora, profesora de arte y en su compañera de vida desde hace más 47 años. En el 74 fue a estudiar bellas artes a La Plata, pero con la convulsión político social del momento, las universidades se convirtieron en trincheras y el llamado a hacer la conscripción lo alejó de las aulas. Al retomar sus estudios, ya en Misiones, se reencontró con Teresa. Ella se dedicó a la pintura. Él a la escultura, siempre compartieron el arte. A los 8 meses de reunirse en las aulas del Montoya se casaron y hoy siguen compartiendo vida y obra. “Me siento más cómodo haciendo las aristas en la piedra o en la madera que en arcilla”, reflejó. Prefiere enfrentarse al material duro. Egresado como bibliotecario, ejerció la profesión en el Poder Judicial por 44 años, algo que le permitió encontrar espacios para despuntar su pasión por la escultura. Ese ímpetu encontró su cauce en los simposios, concursos y encuentros con colegas. Viajó a Chaco, Santiago del Estero, Jujuy, Rosario, San Martín de los Andes, incluso Francia, donde junto a Canchi Quintana descollaron con el primer premio en talla sobre nieve compacta en el 2000. Participó como artista, como jurado, como colega en numerosas bienales de Chaco, meca de la escultura internacional. “Es donde más aprendés, donde más te llenás de pilas, como decía Teresa cuando me veía volver tan entusiasmado. Intercambiás conocimiento, conocés herramientas nuevas, te encontrás con gente querida. Al principio yo era el que preguntaba todo. Después los jóvenes venían a preguntarme a mí. Y ahí me di cuenta de que estaba en otra edad”, alegó cómicamente sobre el convertirse en el maestro. La de los Alpes franceses, sin embargo, fue una de las experiencias que lo marcó a fuego. “Con Canchi llevábamos todas las herramientas entre la ropa: palas planas, un serrucho especial...”, rememoró sobre la hazaña. El trabajo, con la nieve, duro, al aire libre, “fueron bloques de 4 metros por 4. Trabajábamos hasta las 3 de la mañana. Fue tremendo, una experiencia inolvidable”, destacó mostrando las increíbles fotos donde se lo ve a él sobre la enorme masa de nieve, serrucho en mano y a Canchi sobre la tierra, metido dentro del bloque de hielo, haciendo surcos para darle la forma ideada. Con ese impulso colectivo que celebra, en 2012 se unió a Coti Seró, con quien ya había trabajado en otras ocasiones, y armaron el Simposio de Esculturas Urbanas para Posadas. Como resultado eligieron 10 artistas y se emplazaron sus simbólicas obras en la ciudad. Nueve de esas piezas, son las que están en la plazoleta del Papa en la Costanera posadeña. La décima, que debería ser parte de la colección, se movió con venia del municipio, a un lugar medio recóndito, el mástil del barrio 25 de Mayo, sobre calle Herrera, por pedido de los vecinos. Eduardo conoce las calles por donde anda su obra, pero también los depósitos y los olvidos. Tras la polémica por el cambio de su obra Fuente de los Dorados en la plaza 9 de Julio, ahora también cree oportuno pasar por Candelaria y chequear el estado del busto de Belgrano, que hizo contrarreloj hace más de 10 años en ocasión de una visita de la presidenta Cristina Fernández. También fue parte de la restauración de la estatua de La Libertad de la plaza 9 de julio, el homenaje a la Mujer Mercosureña sobre Roque Perez y Buenos Aires, entre otros. Explicó que el trabajo de proyectos y maquetas es tanto o mayor que el que se materializa. Pero a pesar de todo, el vínculo con la materia es lo que permanece y lo sostiene. La comodidad del roce con la piedra y la madera, la materia prima que más elige. Tras la mesa de carpintero cargadísima de historia -heredada del padre carpintero de una querida profesora- guarda cientos de herramientas, hierros, maderas y más. En su garaje-taller, mientras su fiel mascota Odín salta alegremente, la quietud de la chacra 90 se interrumpe a fuerza de arte, ese que sí comienza con motosierra. “Acopio material. A veces la obra aparece desde ahí, muchas veces el material te sugiere algo”, explicó. Así nació, por ejemplo, Esperando justicia, una escultura hecha con hierro oxidado y una madera vieja que se exhibe en su hogar, cargado de obras suyas, de Teresa, de amigos, de colegas. “La justicia es bastante lenta, así que hice un péndulo y un reloj. El tiempo está ahí, como suspendido”, reflexionó. El arte como resistencia, como lo que permanece. Hoy, con más de cuatro décadas de recorrido, reconoce el peso de lo intangible y que lo suyo es la forma, nunca se sintió cómodo con el color. “Es una disciplina solitaria, de taller, de oficio. Lleva tiempo, experiencia, herramientas. Es costosa. Pero cuando la pasión es más fuerte que el sacrificio, entonces se impone. Y ahí estás dispuesto a dedicarle el tiempo que necesita”. Y a pesar del trabajo solitario, el amor este amor no sólo lo comparte con colegas lejanos, sino con Teresa y con un grupo de amigos unidos en el arte. Con ellos inauguraron hace poco en el estudio de Ernesto Engel, una muestra que expresó esa diversidad de visiones que se amalgaman en la pasión creativa. En esa obstinación silenciosa reside su arte. Puede suceder que el transeúnte pase todos los días desapercibido frente a él, o que lo incorpore como parte de su paisaje habitual, hasta que algo llame su atención. Es que no se mide en fotos ni likes. No se puede ostentar en reuniones o colgarse en livianas paredes. Se talla minuciosamente, se cincela, se pule, se palpa. Se descubren vetas ocultas y la fragilidad detrás de la dureza a fuerza de tacto, se arriesga a romperse, se suelta, se modela firmemente, a conciencia y temple, aunque sea para un instante fugaz de arte. Canchi y el constante empuje para hacerse valer Canchi Quintana emula la belleza de las esculturas con la de la vegetación misionera. Y en esa línea alza la voz en su defensa y promoción. “Me parece que hay un silencio que tapa la participación de la comunidad”, plantea. Durante trece años, Canchi y un grupo de escultores llevaron adelante en Leandro N. Alem uno de los proyectos más sólidos de arte público de la región: un museo a cielo abierto con más de 45 esculturas en madera nativa, hierro y piedra. Muchas de ellas nacieron en encuentros con artistas de Alemania, Turquía, Bélgica y Holanda, atraídos por un proyecto autogestivo. “El museo se llama Fabriciano Gómez y Humberto Gómez Lollo, porque ellos obtuvieron medalla de oro en Noruega, fueron referentes. Quedó un patrimonio increíble que hoy no se refleja”, lamenta. “Las esculturas están, pero no se habla de ellas. Ni siquiera en la promoción turística del municipio aparece mención al museo. Hace como ocho años que nadie habla del museo. Ese es un silencio muy raro”, insiste. La escultura ocupa espacio, exige lugar. Es cuerpo en diálogo con el territorio. “Yo creo que hay una dimensión que no se ve: lo profundo. Ese otro lado del arte. Yo soy un trabajador, no un melancólico. El arte es semilla, es parte de uno, es identidad”, dice. El valor del acervo escultórico misionero es, para Quintana, un capítulo poco narrado y recita nombres destacados. Pero lo que más le importa es el semillero. “Tiene que haber una camada de niños importante. Y eso empieza por la escuela. Si entrás a un jardín y ves dibujitos estereotipados, soles con sonrisa, nubes con carita, vamos mal. No está su evolución, su garabato”, mientras consideró fundamental que también el arte conviva con la gente en los espacios públicos. Por ese motivo remarcó la necesidad de dar la oportunidad a los artistas, a los creadores jóvenes y “seguir trabajando como resistencia a todo este modelo”, porque el arte no pide permiso, pero necesita ser visto. Compartí esta nota:

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