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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/06/2025 03:03
Para potenciar el rol de los equipos directivos, es necesario jerarquizar la carrera profesional, la formación y los salarios, sostiene Claudia Romero. (Foto: Rosa Lobos) Esta semana los resultados de la prueba Aprender de secundaria volvieron a alertar sobre los bajos niveles de aprendizaje que está logrando el sistema educativo, especialmente en Matemática pero también en Lengua. Claudia Romero, doctora en Educación y profesora de la Universidad Di Tella, acaba de publicar un libro que aporta una pista clave para la mejora escolar: profesionalizar a los equipos directivos –sostiene ella a partir de la evidencia internacional y de las investigaciones de su equipo– es una medida que tiene incidencia directa en la calidad educativa. En Liderazgo educativo para mejorar las escuelas (Aique), Romero destaca la capacidad transformadora de un liderazgo colaborativo y enfocado en los aprendizajes. El impacto de una buena conducción es aún mayor en las escuelas de sectores vulnerables, afirma la autora. Pero además, las prácticas de liderazgo que los chicos observan en la escuela construyen sus primeras nociones –no explícitas, pero vívidas– sobre el gobierno democrático de las instituciones: el buen liderazgo construye ciudadanía, sostiene Romero. Y advierte que, para potenciar este rol, es necesario jerarquizar la carrera profesional, la formación y los salarios de los equipos directivos. –En estos días se discutió mucho sobre los bajos niveles de aprendizaje a raíz de los resultados de Aprender. Aunque no esté en el aula, ¿un buen director incide sobre los aprendizajes de los estudiantes? –Diría que hay tres razones fundamentales por las que importa el liderazgo escolar. La primera es que las investigaciones muestran con claridad que el liderazgo escolar –en particular, el de los equipos directivos– incide de manera significativa en la mejora de los aprendizajes. Es decir, existe una fuerte asociación entre los buenos liderazgos y los logros educativos de los estudiantes. Por eso, el liderazgo directivo se considera un factor clave en la mejora de la calidad educativa. Entre los factores intraescolares –aquellos propios del sistema educativo, y no del contexto socioeconómico–, el liderazgo directivo aparece como el segundo en importancia, solo por detrás de la calidad docente. Muchas veces se piensa que los principales factores de mejora educativa son los libros, las computadoras o la infraestructura. Sin embargo, el que estadísticamente se correlaciona más con los aprendizajes, después de la docencia, es el que yo llamo el “factor director”. Aunque el directivo no enseña directamente, su influencia se ejerce de forma indirecta. Un buen liderazgo genera motivación en el equipo docente, garantiza ciertas condiciones institucionales –como la disponibilidad de materiales, el cumplimiento de horarios, el buen uso del tiempo– y permite que la enseñanza se desarrolle sin interrupciones. Además, observa, evalúa y acompaña la práctica pedagógica, y ofrece devoluciones pertinentes y herramientas concretas para que los docentes puedan mejorar. También promueve el trabajo colaborativo, la continuidad entre ciclos y una visión institucional de largo plazo sobre los aprendizajes. En segundo lugar, el “factor director” cobra una relevancia aún mayor en contextos de mayor vulnerabilidad social. En estos casos, un buen directivo se convierte en un agente de equidad, porque logra identificar las características del contexto, entender sus necesidades, y adaptar el funcionamiento de la escuela para que todos puedan aprender. Esa capacidad de “leer” el entorno, de construir vínculos con las familias y con la comunidad, es clave para abordar cuestiones como el ausentismo estudiantil, que muchas veces es un problema subestimado. –¿En qué sentido el estilo de conducción del equipo directivo en una escuela podría aportar a la formación de sociedades más democráticas? –Esta es una dimensión menos explorada, pero muy importante. El liderazgo escolar constituye el primer nivel de gobierno dentro del sistema educativo. Si pensamos en la gobernanza del sistema, sabemos que es multinivel: está la secretaría nacional, los ministerios provinciales, los gobiernos municipales, las supervisiones. Pero el nivel más cercano, el que está en contacto directo con la vida escolar, es el de los directores. El modo en que se gobierna una escuela –de forma más autoritaria o más colegiada, con decisiones centralizadas o distribuidas entre el equipo– transmite valores. Las escuelas son las primeras instituciones sociales a las que acceden los niños, y el modo en que allí se toman decisiones es una forma de enseñar, desde la práctica, cómo se organiza una sociedad. Una escuela que gobierna con participación, que decide en base a evidencia, que discute problemas de manera argumentada, está enseñando de forma implícita qué significa vivir en democracia. Por eso, cuando una escuela enseña sobre democracia pero no refleja esos valores en su organización cotidiana, está enviando un mensaje contradictorio. Desde esta perspectiva, formar liderazgos virtuosos también es una forma de construir ciudadanía. Yo creo que buena parte de la reconstrucción de los liderazgos virtuosos a nivel social comienza en la escuela. Romero dirige un grupo de investigación sobre liderazgo educativo y mejora escolar en la Universidad Di Tella. –En el libro marcás la diferencia entre mejora escolar e innovación, que muchas veces se asumen como sinónimos. ¿La mejora no requiere siempre “innovar”? –Efectivamente, después de varias décadas, hay una tendencia a dejar de hablar solo de “cambio educativo” para pasar a hablar de “mejora escolar”. ¿Por qué? Porque cambiar no garantiza necesariamente una mejora. Muchas veces se producen cambios superficiales, que son un “como si”. O se cambia para que todo siga igual. En el ámbito educativo, es habitual que se adopten nuevas terminologías que, en la práctica, no suponen transformaciones reales. Por ejemplo, cambiar la forma de calificar –pasar de notas numéricas a conceptuales– sin modificar el tipo de evaluación, ni el criterio de valoración, genera solo una ilusión de innovación. La mejora escolar es un proceso más complejo que la mera innovación. Implica un proceso, no es de un día para el otro. Supone que los cambios realizados sean sostenibles, evaluables y generen impacto positivo en los aprendizajes. Por ejemplo, un cambio en el currículum o en el enfoque didáctico necesita tiempo para que los docentes se apropien de él, lo lleven a la práctica, lo evalúen y lo ajusten. –¿Qué mecanismos pueden favorecer que las políticas definidas en los ministerios impacten en mejoras en las escuelas? –Tradicionalmente las políticas educativas se diseñaron con una lógica lineal: se identifica un problema, se formula una política y se espera que las escuelas la implementen tal como fue diseñada. Sin embargo, hace décadas que sabemos que este enfoque no funciona. Muchas reformas fracasan no por falta de voluntad política, sino porque no contemplan las condiciones reales del sistema educativo: las limitaciones de autonomía, la falta de formación de los directivos o los docentes, las condiciones materiales, la escasa participación de los actores involucrados. Hoy sabemos que para que una reforma tenga éxito, debe ser sostenible y debe estar acompañada por el desarrollo de liderazgos educativos a distintos niveles. Ya no basta con administrar recursos: se espera que los líderes escolares –directivos, supervisores, equipos técnicos– lideren los procesos pedagógicos, analicen datos, movilicen a sus comunidades, evalúen resultados. Y esto requiere formación específica. Por eso, hoy comprendemos que las políticas no se aplican de forma automática ni directa. Requieren de liderazgos que estén alineados y articulados entre sí para transformar los lineamientos generales en acciones concretas. Por ejemplo, el Plan Nacional de Alfabetización: se formula a nivel nacional, se adapta en cada provincia, pero lo que importa es lo que ocurre entre el papel y la práctica. Que algo esté escrito no quiere decir que vaya a suceder. Ahí es donde entra en juego el contexto. Lograr que todos los estudiantes aprendan a leer y escribir en los primeros grados no puede planificarse únicamente desde un escritorio. La diversidad del territorio exige reconocer que los directores escolares no se limitan a “aplicar” políticas, sino que las producen. La política educativa se concreta en el aquí y ahora de cada escuela. En "Liderazgo educativo para mejorar las escuelas", Romero sintetiza la investigación realizada por su equipo en los últimos diez años, junto con la evidencia internacional sobre el impacto de los buenos directores. –Ese rol “político” de los directivos requiere que tengan cierto nivel de autonomía. ¿Cuál es la situación hoy en el país? ¿Hay alguna jurisdicción que haya avanzado en “empoderar” más a los directores? –En educación, existe una autonomía de facto. Es decir, cuando uno observa lo que ocurre en las escuelas, encuentra que no hay dos iguales. Cada una se configura de manera diferente según su historia institucional, las características de los alumnos, del equipo docente y de la cultura escolar que se ha construido. En cada país, el margen formal de toma de decisiones que tiene una escuela depende directamente del modelo de Estado y de las políticas educativas. Por ejemplo, toda la investigación sobre liderazgo educativo en escuelas comenzó con fuerza en los países anglosajones como Estados Unidos, donde las instituciones tienen un mayor grado de autonomía. En ese contexto, tenía sentido pensar en el liderazgo como una herramienta clave de gestión y transformación escolar. En cambio, en sistemas más centralizados como el nuestro, hasta hace pocos años hablar de liderazgo educativo no tenía mucho sentido. Se entendía que las escuelas debían simplemente administrar el sistema, cumplir normativas y operar de forma más bien burocrática. Pero esto empezó a cambiar cuando se observaron diferencias significativas en los resultados de aprendizaje entre escuelas con poblaciones del mismo nivel socioeconómico. ¿Por qué unas logran mejores resultados que otras? Ahí comenzó a investigarse y a reconocerse el papel del “factor director”. Se suele creer que las escuelas de gestión privada tienen mayor autonomía que las públicas. Pero cuando se analiza en detalle, esa diferencia no siempre es tan grande. En las escuelas públicas los directores no eligen a los docentes con quienes van a trabajar, ni tampoco al equipo directivo. Pero sí eligen, mediante concurso, la escuela en la que quieren desempeñarse: eso ya es una forma de autonomía. En cambio, en el sector privado, los directores no eligen la escuela: es la institución la que los selecciona si considera que encajan con su proyecto institucional. Por supuesto, en la gestión pública el director debe trabajar con el equipo que le toca y con las condiciones disponibles. Aun así, se observan diferencias notables entre las formas de gestión y las culturas institucionales. Es decir, aunque formalmente no haya un marco normativo que habilite una gran autonomía, en la práctica hay directivos que logran construir estilos de gestión muy diversos. –¿Qué políticas podrían contribuir a fortalecer el liderazgo educativo de los equipos directivos? –Lo primero que quiero destacar es que el tema del liderazgo está ganando cada vez más peso. No solo está creciendo el interés desde el campo de la investigación, sino también desde las políticas educativas. En nuestro caso, desde el equipo venimos trabajando en esta línea desde hace más de diez años, investigando y formando directivos. Diría que el primer paso fundamental es poner el tema en agenda y reconocer la importancia del liderazgo educativo: por su impacto en la calidad, en la equidad y en la construcción de ciudadanía en sociedades democráticas. Una vez reconocida esta prioridad, el desafío siguiente es lograr la profesionalización del liderazgo. Para que tenga impacto en los aprendizajes, debe tener un fuerte componente pedagógico, debe tener el foco puesto en los aprendizajes. Ahora bien, cuando uno observa la normativa, los estatutos, o incluso analiza en qué usan su tiempo los directivos, encuentra que menos de una cuarta parte del tiempo se dedica a tareas pedagógicas. Lo administrativo predomina sobre lo pedagógico; lo urgente desplaza a lo importante. Y lo urgente son muchas veces cuestiones ajenas a lo educativo: responder un censo, resolver problemas edilicios, afrontar situaciones sociales complejas. Todo eso forma parte de la tarea directiva, pero si el tiempo destinado a mejorar la enseñanza es tan limitado, algo falla. Necesitamos directores más enfocados en la enseñanza. Otro aspecto importante es que en Argentina los directivos acceden al cargo muy tarde en su carrera profesional. Requieren muchos años de antigüedad docente, y una vez que acceden, en promedio permanecen tres años en el puesto antes de jubilarse. Esto significa que gran parte de la inversión en formación directiva se pierde rápidamente. Los estudios muestran que la antigüedad del director en una misma escuela es un factor vinculado a la mejora de aprendizajes. Por eso, es necesario que la carrera permita que los docentes accedan antes al rol directivo. Ser director no es simplemente un paso más dentro de la docencia, es otra función y requiere otra formación. El cargo directivo debería ser parte de una carrera atractiva, con desafíos y con incentivos reales. Aunque no esté en el aula, un buen director incide en los aprendizajes de los alumnos por medio del acompañamiento de los docentes y de su trabajo sobre el clima escolar. (Foto: Télam) –Hoy un director recibe múltiples demandas, incluso está expuesto judicialmente, por una diferencia salarial que no suele justificar ese nivel de responsabilidad. –Exacto. No hay gran diferencia salarial entre un cargo docente y uno directivo. La responsabilidad directiva es enorme, y tal como está formulado el estatuto, el director es responsable unipersonal de todo lo que sucede en la escuela. Esa exposición no se compensa con incentivos acordes. Además, sería importante permitir que el director pudiera formar su equipo de gestión, o al menos tener cierto margen para seleccionar a quienes lo acompañan más directamente. Eso se resolvería con algo tan básico como poder concursar por equipos. Eso ocurre en muchas organizaciones: si sos responsable de los resultados, al menos deberías poder elegir con quién trabajás. –¿El Estado está garantizando la formación necesaria para que los directores puedan desplegar un liderazgo transformador? –La formación es un punto clave. También es fundamental repensar los procesos de selección. Hoy lo que más pesa en un concurso es la antigüedad docente, pero se puede ser un excelente docente y no necesariamente un buen director, porque se requieren otras habilidades y competencias. En general, no hay políticas de desarrollo profesional específico para directivos. Existen algunos cursos para acceder al concurso, pero una vez que una persona accede al cargo, obtiene un nombramiento permanente. Profesionalizar el rol significa también ofrecer incentivos para que el director quiera seguir creciendo. En esa línea, es fundamental construir redes de directivos, especialmente entre escuelas que enfrentan desafíos similares, para que no tengan que trabajar en soledad. Aprender de otros, compartir estrategias, es algo muy valioso. También es crucial implementar políticas de acompañamiento a directores noveles. En cualquier profesión, los primeros tres años son críticos: es cuando uno termina de formarse en la práctica real del trabajo. Pero hoy, un directivo accede al cargo y muchas veces no tiene garantizado ningún tipo de acompañamiento. Ese seguimiento, por parte de supervisores o colegas con más experiencia, debería formar parte de un trayecto de formación que continúe incluso después de asumir el cargo. En síntesis, a ser director se aprende. El liderazgo educativo requiere de competencias específicas, pero esas competencias se pueden formar, desarrollar y fortalecer. Necesitamos directores cada vez más profesionales, porque se ha demostrado que la mejora de los aprendizajes depende de buenos liderazgos.
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