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» TN corrientes
Fecha: 07/06/2025 04:11
Sociedad Abrió en la hiperinflación del 89 y se transformó en un bodegón emblemático de San Telmo Viernes, 6 de junio de 2025 Manolo Fernández, inmigrante español, creó un restaurante que dejó huella en el barrio y hoy sigue vigente en manos de sus hijos Manolo se impone en una esquina típica de San Telmo, a pocas cuadras de Plaza Dorrego. El lugar tiene, a simple vista, todas las características del bodegón porteño: ventanales, paredes llenas de fotos, banderines y camisetas de fútbol, mesas de manteles blancos y pizarras anunciando los platos del día. Un paisaje en el que Sebastián y Gastón Fernández crecieron, mientras aprendían de su padre el oficio gastronómico. “Con mi hermano fuimos testigos de cómo se armaba este negocio desde cero. Éramos muy chicos, pero acompañábamos a mi papá y sin querer queriendo empezamos a entender mucho del trabajo, especialmente de todo lo que hay que laburar para sostener un lugar así”, recuerda Sebastián, mientras recibe proveedores y firma remitos. Viajemos en el tiempo: ¿quién fue Manolo? –Manolo era mi padre, un español de Asturias que solo sabía trabajar, incansablemente. Como empleado siempre estuvo en el rubro, usualmente en la cocina. Hasta que en 1989, en plena hiperinflación, se la jugó y abrió su propio boliche. –¿Por qué en San Telmo? Hoy el restaurante parece estar en un lugar ideal para un bodegón: una esquina, un barrio tradicional… –Sí, pero la verdad es que fue un poco casualidad. Aunque ahora seamos parte del entorno y el bodegón se nutra del ambiente del barrio, la realidad es que Manolo buscó el local acá probablemente por el acceso. Vivíamos en zona sur, la cercanía con la estación Constitución facilitaba la llegada. Lo que te puedo decir es que una vez acá, a mi papá nunca se le ocurrió irse para otro lado. De hecho pasamos por cuatro o cinco locales, y todos por la zona. En el actual local nos instalamos en 2006, y él falleció en 2007. Fue en el que menos trabajó, pero para ese entonces nosotros ya lo trabajábamos a la par de él y el restaurante tenía un nombre formado. –¿Cómo fue pasar de ser dos nenes que pasaban el rato viendo a su papá trabajar, a hacerse cargo del negocio? –Difícil a veces, pero muy natural también. Cuando él abrió se ocupaba de todo. Lo veíamos en la cocina, en la caja, atendiendo, conversando, recibiendo mercadería. Tenía ayudantes, pero era muy informal el asunto. Nosotros, de hecho, siendo adolescentes, veníamos, dábamos una mano, era parte de la vida familiar. Cuando crecimos y empezamos a ocuparnos, tuvimos varios encontronazos. Él era un animal de trabajo, le gustaba llegar tempranísimo y no le representaba un problema, al contrario, irse bien tarde. Por dar un solo ejemplo, tenía de amigo y cliente a Caloi. Quizás ya estaba cerrando, pero Caloi lo llamaba con ganas de comer algo rico y Manolo prendía las hornallas de nuevo. Esas movidas lo entusiasmaban. Nosotros pretendíamos organizar la cosa un poco más. –¿Dónde marcaban la diferencia? –Él siempre quería ver el salón lleno, darle el gusto a todos. Despachaba porciones inmensas, exageradas. No le importaba la rentabilidad del plato. En su forma de ver el negocio lo fundamental era que el cliente pasara un rato largo en la mesa, que volviera seguido. El tema es que, ya trabajando acá, nosotros nos encargábamos de las cuestiones operativas y administrativas. A la hora de pagar los sueldos nos volvíamos locos y él seguía contento conversando en las mesas [risas]. No vamos a mentir: la última palabra era la suya. Como el César, te subía o te bajaba el pulgar y se hacía lo que él decía. –Y cuando fallece, ¿la idea de continuar se replanteó? –Tuvimos que pensarlo bien. Nosotros estudiábamos, estábamos armando nuestras familias. El ritmo que llevaba mi papá era insostenible. Conversamos con mis hermanas menores y finalmente decidimos intentarlo, pero a nuestra manera. Empezamos a poner las cosas “en regla”, a volverlas menos informales, respetar horarios, roles. –Ahí corrían el riesgo de diluir la propuesta original… –Sí. Ese fue el desafío. La gastronomía estaba cambiando, porque cambia todo el tiempo, y hay consumidores más exigentes, pero teníamos que ser leales a la propuesta porque en definitiva la clientela que recibimos fue la que armó él. –¿Los apoyaron? –Hubo de todo.Todavía hoy nos cruzamos con antiguos clientes que nos saludan, se paran a charlar, pero desde que murió Manolo no volvieron a comer. Les toca alguna fibra sensible, melancólica. Muy porteña. Y están los que no dejaron de venir ni una semana. –Se encuentran en una zona de mucho turismo internacional y bien tanguero, aunque ahora no esté pasando su mejor momento. –Hay una merma del turismo internacional y se siente, pero no nos afecta como a otros negocios, porque Manolo no nació para el turista. La verdad es que siempre nos manejamos con una clientela muy familiar, de la zona. Se suma en la semana la gente que trabaja cerca, o la pareja que fue al teatro. Hay que admitir que con el turista que aparece hacemos una diferencia, porque suelen querer el vino más caro, o probar muchos platos, pero el grueso son las familias que vienen ya con la tercera o cuarta generación, a buscar lo mismo que buscaba el abuelo hace veinte años. O los amigos que juegan al fútbol cerca y terminan la noche acá. –Se ve mucha gente joven en el salón, ¿salieron a buscar ese público? –No directamente. En general la gente joven está más interesada en la gastronomía, pero hoy creo que se lo atribuyo a la relación precio/calidad. Vienen grupos de chicos muy chicos, universitarios y también escolares. Si lo pensás, el ticket promedio se asemeja al de una casa de comidas rápidas. Acá encuentran comida casera, se pueden quedar más tiempo y la zona es accesible. –Hablemos de esa comida casera, entonces. ¿Cuál es la especialidad? –Acá el fuerte siempre fueron las milanesas. En 2017, de hecho, fuimos finalistas de un concurso que buscaba la mejor milanesa de la ciudad, y eso nos dio más visibilidad entre la gente que quiere comer generoso y casero. Aprovechamos ese empujón para reforzar ese plato. Ya no son tan abundantes como cuando las servía mi viejo [risas], pero son muy ricas. Y de la cocina de mi papá también continuamos con los arroces. Lo que sumamos como innovación son los risottos, pero no dejamos de lado las cazuelas y las preparaciones bien españolas del arroz, que siempre se buscan mucho. –¿Cómo es el equipo de trabajo? –Hoy en la gastronomía hay mucha rotación. Nosotros tenemos algunos empleados con bastante antigüedad, un par de ellos llegó a trabajar con Manolo. Pero armar equipo, especialmente en cocina, nos costó. Fue una de las dificultades. Ahora estamos contentos con la gente y con lo que proponen. Podemos sostener mucho del menú original y cada tanto sumar una novedad, implementar cosas que nos gustan. –¿Y entre hermanos? ¿Se reparten los roles? –Fuimos organizando, separando un poco las tareas, distribuyendo un poco los roles, porque si no era un desmadre. Todos hacíamos todo, pero después nadie hacía nada. En líneas generales, mi hermano se ocupa de cuestiones de mantenimiento, de ambientación del lugar, y yo estoy detrás de los pagos, del personal, de los asuntos administrativos. El horario de servicio lo repartimos. No estamos en la cocina, pero podemos decir que del viejo heredamos ese gusto por estar entre las mesas, conversar con los clientes o pasar el tiempo con nuestros amigos, porque solemos juntarnos acá. –¿Pensaron abrir en otro lado? –Tuvimos un par de intentos, todavía con mi papá. Abrimos en Palermo, hace algo más de diez años, pero no funcionó y antes de chocar el proyecto, lo levantamos. Teníamos otros costos y no era el mejor momento para nuestra propuesta. Ya cuando nos hicimos cargo de todo comprendimos que para seguir manteniendo el espíritu familiar, sin inversores, teníamos que concentrar la energía en algo concreto. Nos funciona. Descuidar esto para abrir otra cosa no tiene mucho sentido. La gastronomía va a seguir cambiando, eso es seguro. Pero queremos seguir acá, adaptándonos sin perder nuestra identidad. Viernes, 6 de junio de 2025
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