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  • La ley de la finitud y el falso dogma de la solvencia del príncipe: dignidad, justicia distributiva y el rol prudente del juez

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 06/06/2025 14:42

    (Imagen Ilustrativa Infobae) En los pasillos solemnes de las aulas universitarias e, inclusive, en los tribunales de justicia se cultiva —con disimulo o con fervor, según el caso— un dogma que resiste a la evidencia empírica y a la razón normativa: el de la solvencia incondicional del Estado. En efecto, se lo presenta al Estado, desde el más poderoso al más pobre, como una fuente inagotable de derechos, como si la sola voluntad de legislar, de gobernar o de sentenciar bastara para convertir anhelos legítimos en prestaciones realizables. Con contadas excepciones, como la del profesor Horacio Corti y otro minúsculo grupo de profesores, pocos han prestado debida atención a la relación entre el derecho presupuestario y el derecho constitucional. Justamente, no por casualidad, bajo ese manto de ignorancia, es recurrente que se dicten leyes sin respaldo presupuestario, se ordenen pagos imposibles, se prometan derechos sin costo, como si el príncipe republicano dispusiera de un cuerno de la abundancia cuya existencia jamás ha sido demostrada ni en la teoría económica ni en la experiencia constitucional. Verdaderamente, el jurista honesto —ese que no se limita a repetir fórmulas dogmáticas— no puede ignorar que los recursos públicos son, por su propia naturaleza, escasos. No se trata de un dato contable, sino de una verdad estructural del derecho público. En consecuencia, todo acto estatal que prescinde de esta condición esencial incurre en una imposibilidad jurídica de objeto. Así como el contrato civil sobre una cosa inexistente carece de validez, del mismo modo debe considerarse nulo —por impracticable e irreal— todo acto normativo, administrativo o judicial que ordene lo que no puede cumplirse materialmente. Ahora bien, ¿qué hacer cuando la necesidad se presenta con el rostro de la dignidad humana? ¿Acaso el reconocimiento de la finitud financiera puede erigirse en obstáculo para garantizar aquello que constituye el mínimo existencial del hombre en comunidad? Con toda seguridad, la respuesta exige un desplazamiento hermenéutico, ya que no se trata de negar el derecho, sino de comprenderlo desde su raíz moral y su límite político. En efecto, el ordenamiento no puede desentenderse de aquellas situaciones subjetivas que configuran la condición de una existencia digna. Alimentación, salud, educación, vivienda, acceso a justicia no son aspiraciones voluntaristas ni privilegios otorgados por gracia del poder, sino derechos fundamentales que el Estado debe tutelar conforme a su estructura constitucional. Sin embargo, a diferencia del formalismo textualista —que se complace en interpretar la ley como si fuera un oráculo ajeno a la realidad—, el derecho debe asumir la dignidad como principio sustantivo, pero no como automatismo prestacional. En rigor de verdad, tal reconocimiento exige siempre una lectura situada en la justicia distributiva, lo cual implica, por imperativo lógico, renunciamientos concretos: reasignaciones, postergaciones, prioridades. Ciertamente, no todo se puede al mismo tiempo, ni todo debe financiarse sin ponderar su impacto en el conjunto del sistema. Justicia Es en este escenario donde se vuelve insoslayable interrogar el rol de la judicatura. ¿Puede el juez —movido por una interpretación compasiva o por una voluntad reparadora— sustituir al legislador en la asignación de recursos? ¿Está legitimado para ordenar al Ejecutivo el cumplimiento de prestaciones sin considerar el impacto presupuestario? ¿Debe sentenciar con base en un “derecho sin gasto”, como si se tratara de un acto puramente moral? Desde la concepción que aquí sostenemos, la respuesta es claramente negativa. El juez no es gestor de políticas públicas, ni administrador del Tesoro, ni diseñador de partidas presupuestarias. Su rol, más bien, consiste en aplicar el derecho con prudencia, dentro del marco que establece la Constitución y con atención a los parámetros que impone el bien común. Sin embargo, ello no significa claudicar ante la escasez ni legitimar el abandono estatal. Por el contrario, simboliza que la justicia no puede disociarse del orden y del orden presupuestario que forma parte del entramado constitucional de un Estado republicano. Sucede que, en efecto, pretender lo contrario equivale a reeditar, por vía jurisprudencial, el absolutismo financiero que el derecho moderno vino a superar. Con todo, el juez tampoco puede abdicar de su responsabilidad de controlar que las decisiones políticas no se traduzcan en indiferencia estructural. Antes bien, debe velar porque el gasto público se oriente a la realización de los fines constitucionales, sancionar los desvíos groseros, señalar las omisiones ilegítimas, exigir motivaciones razonables. Pero no cabe duda alguna de que debe hacerlo con templanza y sin extralimitarse. El juez prudente no niega la dignidad ni ignora la escasez, sino que las conjuga con mesura, y evitando tanto el decisionismo mesiánico como la resignación cínica. Desde esta perspectiva, el activismo judicial que ordena prestaciones imposibles —sin base normativa clara, sin diálogo institucional y sin análisis del costo fiscal— constituye una forma sutil de violencia contra el principio republicano. Efectivamente, refleja una usurpación blanda de las competencias legislativas, que erosiona la legitimidad democrática bajo el disfraz de una justicia que ya no distribuye, sino que impone. Con toda seguridad, el derecho así concebido se vuelve venganza presupuestaria, no justicia constitucional. Por ello, en definitiva, resulta necesario reivindicar una teoría realista del gasto público, anclada en tres coordenadas: 1) la dignidad como horizonte ético, 2) la escasez como límite estructural y 3) la justicia distributiva como principio ordenador. Solamente a partir de esta tríada puede pensarse una praxis judicial que no caiga ni en el voluntarismo ni en el nihilismo, sino que actúe como garante de un derecho posible, eficaz y razonable. Ello resulta así, habida cuenta de que la función jurisdiccional no consiste en prometer lo que no puede cumplirse ni en administrar lo que no le ha sido encomendado. Su tarea es más honda, toda vez que se trata de discernir, con equilibrio y humildad, qué corresponde tutelar, cuándo corresponde exigir y cómo hacerlo sin desarmar el delicado equilibrio del sistema. En esa tensión —entre la necesidad y el límite, entre el derecho y la realidad— se juega la nobleza del oficio judicial, y no en la espectacularidad de la sentencia.

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