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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 05/06/2025 04:42
Un soldado egipcio muerto y un tanque egipcio derribado en el desierto del Sinaí, durante la Guerra de los Seis Días, en una postal del 6 de junio de 1967 (AP) Ese lunes por la mañana, cuando el cielo del desierto apenas comenzaba a despejarse, una nube de aviones israelíes rasgó el aire a baja altura. Volaban tan cerca del suelo que el radar egipcio no los detectó. En cuestión de minutos, la aviación de Egipto —considerada en aquel entonces una de las más poderosas del mundo árabe— quedó reducida a chatarra. El Estado de Israel, con apenas 19 años de existencia, había lanzado la operación militar más audaz de su corta historia, una que le cambiaría el destino y también el de toda la región. Comenzaba la Guerra de los Seis Días. Entre el 5 y el 10 de junio de 1967, el joven país no sólo se enfrentó a Egipto, Siria y Jordania, sino que les infligió una derrota fulminante, triplicó su territorio y redefinió el equilibrio geopolítico de Medio Oriente. En menos de una semana, pasó de temer por su existencia a convertirse en una potencia regional. Pero también inició un nuevo capítulo, más complejo, marcado por el dilema de administrar territorios conquistados, las tensiones con los palestinos y el juicio —casi siempre parcial— de la opinión pública mundial. Pasaron 58 años desde entonces. Hoy, mientras Israel libra una nueva guerra iniciada por el brutal ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023, las preguntas que dejó aquel conflicto relampagueante de 1967 cobran nueva vida. ¿Qué cambió desde entonces? ¿Qué permanece intacto? ¿Y por qué, a pesar de las victorias militares, Israel parece estar condenado a justificar su derecho a existir? Una fotografía del 7 de junio de 1967: tropas israelíes avanzan por el Sinaí, Egipto, durante la Guerra de los Seis Días (AP) El contexto: tensiones, amenazas y un conflicto en puerta A mediados de los años 60, la región era un polvorín. La Guerra de Independencia de 1948 había dejado heridas abiertas. Egipto, bajo el liderazgo carismático y panarabista de Gamal Abdel Nasser, lideraba la coalición árabe decidida a “lanzar a los judíos al mar”. Siria bombardeaba los kibutzim desde los Altos del Golán. Jordania administraba Jerusalén oriental, incluyendo la Ciudad Vieja, a la que los judíos tenían prohibido el acceso. La Franja de Gaza, mientras tanto, estaba bajo control egipcio, y Cisjordania, bajo dominio jordano. En mayo de 1967, Nasser pidió la retirada de las fuerzas de paz de la ONU en el Sinaí, remilitarizó la península y cerró el Estrecho de Tirán a los barcos israelíes, un acto considerado “casus belli” (causa de guerra). Las calles de Tel Aviv se llenaron de soldados que recibían flores de los civiles. Pero bajo esa euforia, había temor. Las radios árabes anunciaban un exterminio inminente. Siete países se alistaban para borrar a Israel del mapa. Era David contra una coalición de varios Goliat. La prensa internacional, en ese entonces, preveía una segunda Shoá. El entonces primer ministro Levi Eshkol, inicialmente dubitativo, terminó cediendo a la presión militar interna. El 5 de junio, el Estado judío se adelantó. La Fuerza Aérea israelí ejecutó la Operación Focus. Tropas israelíes en el Sinaí, en el marco de una guerra en la que vencieron a varios ejércitos árabes en menos de una semana (AP) Operación relámpago: la victoria en seis días A las 7:45 de la mañana, 183 aviones israelíes volaban a menos de 15 metros del suelo rumbo a Egipto. El 90% de la fuerza aérea egipcia fue destruida en tierra en pocas horas. La coordinación, precisión y audacia de la operación sorprendieron al mundo. A partir de ese momento, la guerra fue casi unilateral. Jordania se unió al conflicto el mismo día y fue repelida. Siria atacó desde el norte y sufrió el mismo destino. En seis días, Israel conquistó la Península del Sinaí y Gaza a Egipto, Cisjordania y Jerusalén Este a Jordania, y los Altos del Golán a Siria. Jerusalén fue reunificada. Por primera vez desde el año 70 d.C., cuando el ejército romano destruyó el Segundo Templo y expulsó a los judíos de Jerusalén, los hijos del pueblo de Israel pudieron volver a rezar libremente frente al Muro de los Lamentos. Casi dos mil años de exilio, dispersión, persecución y nostalgia por una ciudad perdida se condensaron en ese momento: hombres y mujeres abrazando piedras milenarias con lágrimas que no eran sólo de ese siglo, sino del alma de generaciones enteras. La reunificación de Jerusalén no fue sólo un movimiento militar; fue el cumplimiento de una promesa ancestral. El mundo, en un primer momento, quedó atónito. Luego, dividido. Para los israelíes fue un milagro moderno. Para los árabes, una humillación. Ante la euforia en las calles, el humorista Efraím Kishon escribió un libro satírico titulado Perdón por haber ganado. Era un compendio de caricaturas de la previa a la guerra que se volvieron proféticas. En ellas, se retrataban las amenazas árabes y el sentimiento de aislamiento internacional que acompañó a Israel incluso antes del primer disparo. Kishon anticipaba algo que 56 años más tarde volvería a repetirse: una sociedad que, aún cuando se defiende, debe justificarse ante el mundo. Esa tensión entre victoria militar y condena diplomática se convirtió en un patrón. Israel ganaba guerras, pero perdía el relato. La guerra duró apenas 144 horas pero aún no termina: el Estado judío amplió su poderío y se prolongó un conflicto con visa de eternidad La Resolución 242: el dilema de la paz por territorios Pocos meses después de la guerra, la ONU aprobó la Resolución 242, que establecía la retirada de Israel de los territorios conquistados a cambio de la paz. La fórmula parecía lógica, pero se estrelló contra la realidad. Los países árabes, reunidos en Jartum en septiembre de 1967, proclamaron los “tres no”: no al reconocimiento de Israel, no a la negociación y no a la paz. Israel comenzó entonces una ocupación incómoda. Por un lado, los territorios servían como cinturón de seguridad. Por otro, comenzaron a crecer los asentamientos, especialmente en Cisjordania, alimentando un conflicto que se prolongaría hasta hoy. Hasta ese momento, muchos judíos de la diáspora miraban a Israel con distancia o recelo. Pero la Guerra de los Seis Días cambió eso. La imagen de los paracaidistas llorando frente al Muro de los Lamentos electrizó al mundo judío. La identificación fue instantánea. Los aportes, la aliá, el sentimiento de unidad se multiplicaron. Israel se transformó, para muchos, en el nuevo centro espiritual del judaísmo contemporáneo. La Guerra de los Seis Días dejó en claro que la supervivencia de Israel dependía de su capacidad de defensa. Sin embargo, también mostró que la legitimidad internacional no se mide sólo por la justicia de una causa, sino por el relato que la acompaña. A partir de 1968, con el Mayo Francés y la expansión de las ideas de izquierda en Europa y América Latina, sectores que antes apoyaban a Israel comenzaron a abrazar la causa palestina, muchas veces sin distinguir entre pueblo y terrorismo, entre defensa y agresión. Organizaciones como la OLP ganaron espacio en la narrativa global, y con el tiempo, esa narrativa llegó a las universidades, los medios y las redes sociales. Israel pasó de ser el David fundacional a ser retratado como un Goliat moderno, incluso cuando seguía enfrentando ataques constantes.
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