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» Misionesopina
Fecha: 05/06/2025 02:46
Se dice en la jerga carcelaria que el asesino de niños es el que peor la pasa en prisión. No hace falta agregar nada. Quizás, el paso del tiempo haga que los convictos más “pesados” se olviden de él, o lo que queda de él; o sencillamente lo hagan de lado por la llegada de otros condenados de idéntica calaña. Pero allí dentro, para sus pares, son escoria, retazos de carne y hueso que deambulan como alma en pena. Este probablemente haya sido el caso de Diego Eduardo Méndez, quien, el miércoles 19 de enero de 2011, alrededor de las 10, en una casilla del asentamiento Los Trillitos, del barrio San Onofre, acabó con la vida de su propia hija, Agustina, de 5 años. Y lo hizo de la manera más atroz que se pueda imaginar: a golpes y hasta el último halo de oxígeno. ¿El motivo? Con su llanto lo privó de seguir durmiendo. Diego Eduardo Méndez Un hermano de la víctima, menor de edad como ella, huyó espantado por lo que vio. No se detuvo hasta llegar a la casa de su abuela, en el barrio A-4, donde en medio de un ataque de llanto relató el horror del que fue testigo. Presa de la desesperación, la mujer salió raudamente hacia el domicilio de su hija, pero se encontró con ella en el camino, cuando ésta bajaba del colectivo. Igualmente aterradas, reanudaron la marcha hasta llegar a destino. El escenario era dantesco. No había nada por hacer para salvar a la pequeña, cuyo cuerpo constituía, de alguna manera, el reflejo de la ferocidad del atacante. Cuentan, incluso, que el forense que debió efectuar el informe escrito de la autopsia no pudo evitar las lágrimas cuando escribía. Un crimen tan brutal e incomprensible como el motivo de su ejecución. Pero no fue casualidad. Méndez no trabajaba ni intentaba hacerlo; eso sí, se acostaba a altas horas de la madrugada, era adicto al consumo de bebidas alcohólicas y a las drogas. La que sí trabajaba era su pareja, madre de Agustina y sus dos hermanitos. Justamente, la mañana del hecho se ausentó de la casa para ir a comprar comestibles con los últimos pesos que le quedaban. Lamentablemente, la pequeña despertó antes de que regresara y comenzó a llorar. Ese fue el pecado que cometió. El informe forense estableció que la niña murió por los golpes y que, además, había sido estrangulada. NADA QUE FESTEJAR Casualidad del destino, el día del crimen coincidió con el cumpleaños del juez de la causa, Marcelo Cardozo. Y si en ese momento tenía en mente celebrarlo, cualquier opción o propuesta quedó en la nada a partir de la llamada que lo puso al tanto del espeluznante asesinato. Pero lo más increíble fue lo que ocurrió poco antes de esa llamada. Hubo otra comunicación, pero que informaba acerca de la demora de un hombre, en el puente Internacional Posadas-Encarnación, que intentó pasar a Paraguay sin documentaciones. El Juzgado, que aún desconocía acerca del crimen de Agustina, dispuso que el detenido fuera notificado de una causa por hurto en su contra y que se lo dejara en libertad, aunque que se le prohibiera abandonar el país. Después se conoció que ese hombre, que intentó pasar a Encarnación, no era otro que Diego Eduardo Méndez. Pero estaba suelto. Finalmente, tras horas de persecución y rastrillajes para determinar dónde podía encontrarse, la Policía lo cercó en una zona de malezas detrás del hospital Baliña. Cinco años después de la muerte de Agustina, y de una interminable batería de medidas recursivas de la defensa, Méndez acordó someterse a un juicio abreviado y por ende, a la condena de prisión perpetua. Algunos medios tuvieron palabras condescendientes para con él y citaron entre otras cosas su apego a la fe y a La Biblia; y hasta destacaron que “Méndez decidió no alejarse de la culpa firmando todas las actas de ese acuerdo” como si se tratara de un hombre nuevo, cambiado, por el simple hecho de haberse tatuado el nombre “Agustina” en el brazo. Por más acciones que haga o deje de hacer, el peso o el cargo de la consciencia no lo abandonarán en el camino hacia el último suspiro.
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