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» Elterritorio
Fecha: 04/06/2025 15:31
miércoles 04 de junio de 2025 | 6:00hs. Imposible no llorar con la película sobre Hackiko, el perro japonés que solía esperar a su amo en la estación de tren de Shibuya, y siguió haciéndolo durante una década después de la muerte del hombre (un profesor de la Universidad de Tokio interpretado por Richard Gere en la remake norteamericana). Conmovidos por tamaña lealtad, los vecinos de Shibuya levantaron una estatua del perro en la estación. Es más: cuando éste murió, en 1935, su cuerpo fue disecado y hoy se exhibe en el Museo de Ciencias Naturales de Tokio. Historias de incondicional fidelidad perruna como las de Hachiko hay unas cuantas. Desde Bobby, en Edimburgo, pasando por Canelo en Cádiz, Gaucho en Durazno (Uruguay) o Fido en Borgo San Lorenzo (Florencia, Italia), todas nos dejan con el alma despedazada. El derrotero que siguen estas mascotas es más o menos parecido: el amo muere en el hospital y el perro lo espera durante años en la puerta del nosocomio, o monta guardia día y noche sobre su tumba, o jamás abandona la habitación que perteneció a su dueño, y así, cada caso más desgarrador que el anterior. La historia del perro Fernando podría ser una más, con la diferencia de que Fernando nunca tuvo dueño. O sí: perteneció a todos los vecinos de Resistencia, que lo alimentaban, adoraban y hasta idolatraban como a ningún otro animal. Por empezar, Fernando tenía un extraordinario oído musical. Tanto es así que la leyenda dice que el can asistía a cuanto concierto, fiesta, tertulia o carnaval se celebrara en la ciudad. Sentado junto a la orquesta o los solistas, meneaba la cola en señal de aprobación si la función le agradaba. Pero guay si el cantante pifiaba una nota o el músico desafinaba un instrumento: este crítico riguroso soltaba gruñidos, aullidos y finalmente se retiraba de la sala. Entre las anécdotas que hasta el día de hoy circulan sobre sus andanzas se cuenta que Fernando era muy estricto en su rutina: dormía en la recepción del Hotel Colón, desayunaba café con leche en el despacho del gerente del Banco Nación, visitaba la peluquería contigua al Bar Japonés, almorzaba en El Madrileño, dormía la siesta en casa del doctor Reggiardo, cruzaba a la plaza a hostigar gatos y, en el Bar La Estrella, comía lo que le daban dueños y clientela. Este cuzco lanudo, blanco, nombrado aparentemente en honor al cantante de boleros Fernando Ortiz (a quien el perro acompañaba en sus ensayos) no tiene una sino tres estatuas en la capital del Chaco, una de ellas frente a la mismísima casa de gobierno. Y no sólo la BBC le ha dedicado un comentario al ilustre animal, sino que hasta libro hay sobre su vida: ‘Fernando’, un perro de verdad, de Hugo Ditaranto. Cuando murió, el 28 de mayo de 1963 (fue atropellado por un auto en la plaza), lo lloró toda Resistencia. El funeral se celebró en la vereda de El Fogón de los Arrieros, centro cultural por excelencia de la capital chaqueña, y se dice que fue el entierro más concurrido en la historia de la ciudad. “Fernando fue como un gorrión de cuatro patas, popular y amado -dijo alguna vez el escritor chaqueño Mempo Giardinelli- y acaso por eso mi madre decía que de no haber sido Resistencia una ciudad de morondanga, otra que Edith Piaf”.
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