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  • La vereda de enfrente

    » Sin Mordaza

    Fecha: 02/06/2025 14:27

    Me acuerdo de una noche lejana, cierto tiempo después de la tragedia de Malvinas, parado en una cola del cine Radar de Rosario. Poco a poco la censura dejaba proyectar películas postergadas durante casi una década. Aquel día estrenaban "Casanova", de Federico Fellini, y yo estaba solo, esperando entrar a la última sesión. Entre los espectadores de la función anterior que salían en masa de la sala se desprendió la figura teatral de Bigote. Se plantó, sin más, ante mí y con gesto inquisidor me preguntó dónde estaba trabajando. "En ninguna parte", le respondí y, como si fuera Cristóbal Colón señalándome un descubrimiento, estiró la punta del índice hacia un primer piso de una casa en la peatonal Córdoba, en la vereda de enfrente, ante la que estábamos parados. "Mañana te espero acá", me inquirió. Aquella era su agencia y unos meses después lo acompañaría al diario Rosario. Me acuerdo de que, por entonces, yo colaboraba con Lisandro Viale, el Gringo, líder santafesino del Partido Intransigente y compañero de fórmula del candidato nacional, Oscar Alende. Fue una de las primeras cosas que le dije a Bigote. Fuimos, entonces, por iniciativa suya, a la oficina de Viale y, sin más, le puso el diario a su disposición. El periódico era afín al entonces gobernador José María Vernet y lo financiaba la UOM, que conducía Lorenzo Miguel. A Bigote no le importó darle una página abierta a Viale. Como tampoco le importaban los marcos ideológicos de sus amigos Dante Nasurdi (cuadro local de Rogelio Frigerio), el Tapir, o Coco López, histórico dirigente comunista local, quienes también tenían su espacio en el diario. Bigote se confesaba peronista y en cierta forma nacionalista. Puede que, a su manera, lo haya sido pero siempre pensé que su modo de ser estaba más vinculado al credo de E. M. Forster: "Si tuviera que elegir entre traicionar a mi país o traicionar a un amigo, espero tener fuerza para traicionar a mi país". Me acuerdo de una tarde en Madrid. Le regalé un libro de Jaime Gil de Biedma, "Las personas del verbo". Se puso a revisar el poemario mientras yo me distraje conversando con Carmen, su mujer. De repente, leyó un par de versos en voz alta que después, al menos delante de mí, no dejaría de repetir cuando alguna circunstancia lo alentaba: "Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde". Me acuerdo de otra tarde en Madrid. Bigote y Carmen volvían de Praga. Me contó la discusión con un chamarilero que le hablaba, sin éxito, en checo. Decía que en medio de los trastos que se acumulaban en el local, había un cesto lleno de paraguas y bastones. Uno en particular le atrajo: un bastón de ébano con la empuñadura de resina. Del canasto colgaba un cartel con la indicación del precio: 45 euros. No se entendían con el vendedor, aseguraba Bigote, enredados en una transacción que debería haber sido relativamente sencilla. Pero, después de mucha paciencia, se dio cuenta de que el precio era por todo el lote y no por cada uno de los objetos. No encontró la manera de comprar el bastón solo, se quejó conmigo esa tarde del verano madrileño, y antes de pedir más botellas de agua con gas y otro plato con queso, remató: "El colmo de un argentino es fracasar en un mercado paralelo". Me acuerdo que Hugo Diz sostenía que fue él quien me presentó a Bigote. Era una posibilidad: en una ciudad chica la intimidad entre amigos es más cotidiana que en una capital y los encuentros y desentendimientos se camuflan de manera fácil en la memoria. Hugo, como secretario del sindicato de prensa, fue quien encabezaba las manifestaciones y las huelgas contra Bigote y los demás dueños del diario. El dinero de la UOM no solía llegar a tiempo. Un día no llegó más pero el conflicto nunca rompió la relación entre los dos poetas, al punto de que el único velatorio al que Bigote asistió en su vida fue el de Hugo. Otra vez E. M. Forster. Me acuerdo una vez más de Madrid (una y otra vez Madrid). Llegó, contaba, a Barajas por primera vez como periodista de la revista Gente en 1973, acompañando un viaje oficial del ex presidente Alejandro Agustín Lanusse. En España, entonces, vivía y oprimía Francisco Franco. Se hizo amigo de un viejo periodista republicano que lo llevó a Vallecas, el barrio rojo, y al Puente de los Franceses donde se bautizaron las Brigadas Internacionales que vinieron a defender a la República. Cuando le presenté a Cayo Lara, que fue coordinador general de Izquierda Unida y de quien se hizo amigo, le recitó: "Puente de los Franceses, Puente de los Franceses / mamita mía nadie te pasa, nadie te pasa". Fue en Vallecas, precisamente, donde sin saberlo, en noviembre del año pasado, nos despedimos para siempre. Me acuerdo que me pidió un prólogo para su último libro de poemas, "Nada se transforma". Cuando recibí el libro vi que junto a mi breve introducción había otras. Quique Pesoa, Néstor Zapata, Jorge Cánepa, Paula Alzugaray y una misteriosa Grissel. Entonces no supe qué sentido darle a esa multitud. Ahora, como el libro es del año pasado, tan cercano al final, pienso en aquel cuento de Gabriel García Márquez en el que el narrador llega feliz a su propio entierro, entre risas y bromas, en compañía de sus amigos; cuando acaba la ceremonia en el cementerio, los amigos se van y él, finalmente, entiende que la muerte es eso: quedarte solo, sin tus amigos. Ese puñado de prólogos es, de algún modo, un manotazo a la vida. Me acuerdo que vivía al abrigo de las conversaciones que mantuvo en largas entrevistas con Raúl González Tuñón y con Jorge Luis Borges. Siempre alguna circunstancia era útil para remorar algún detalle de aquellos encuentros. "La vereda de enfrente", el título del programa radial que lo acompañó durante media vida, es testimonio de su fervor por Borges. El problema es que, ahora, es él quien cruzó hacia esa vereda ausente y a mí se me hace cuento que se haya ido allí.

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