03/06/2025 01:43
03/06/2025 01:42
03/06/2025 01:42
03/06/2025 01:39
03/06/2025 01:39
03/06/2025 01:38
03/06/2025 01:37
03/06/2025 01:37
03/06/2025 01:36
03/06/2025 01:35
» El litoral Corrientes
Fecha: 01/06/2025 11:52
El escándalo $Libra, el Paka Paka libertario, la jueza ególatra que quiso ser actriz, los ataques a la prensa, la suba del dólar, la isla africana, la crisis del Hospital Garrahan, las empanadas de Darín. Tanto tema para elegir en la víspera como tanta necesidad de escapar hacia algún texto que recupere la esencia del relato con fines lúdicoespirituales como el que a continuación sigue. La necesidad de salir por Talcahuano (como el personaje de Francella en “El Secreto de sus Ojos”) asaltó a quien esto escribe el sábado por la mañana, cuando una estampita del Gauchito Gil apareció a los pies de un eucalipto, semienterrada en el barro pero misteriosamente íntegra. Fue otro minimilagro del más popular de los santos paganos, como aquella vez que mi Chevy Malibú del año 1978 se quedó sin una luz trasera a la salida de Mercedes, en una noche tan oscura que los dientes de mi compañero se volvieron fosforescentes. Lo noté cuando Luis comenzó a sonreír con una mueca de sorpresa que todavía se aparece en mis recuerdos como lo que fue: una prueba de fe capaz de apagar para siempre el escepticismo que hasta entonces me definía como un desapegado de las creencias acientíficas de las abuelas, desde el curarse el empacho con una cinta hasta eliminar contracturas con un pedazo de azufre. ¿Quieren saber qué pasó? Luis Romero, uno de los más avezados fotógrafos con los que tuve la suerte trabajar en la trinchera periodística, introdujo una lámpara incandescente de 12 voltios, literalmente rota, en el desarticulado faro trasero izquierdo del Chevrolet turquesa boreal con el devorábamos kilómetros en esos tiempos. Y ¡Zas! La luz resucitó, contra todo cálculo y contra toda lógica. “Pero Luis, esto es imposible”, alcancé a decirle, mientras nos mirábamos debajo de la tapa del baúl, sabedores de que habíamos compartido un instante mágico, pequeño y fugaz, pero que marcó el inicio de una travesía en la que terminaríamos volando entre los espinillos, tras abandonar el asfalto sin haber advertido que la ruta 123 se terminaba en un corte transversal terraplenado y trunco. Una auténtica trampa mortal. Era el año 1996 y transcurría un septiembre extrañamente fresco. Habíamos estado cuatro días en el Pay Ubre como enviados especiales de EL LITORAL, para cubrir la exposición agroganadera organizada por la Sociedad Rural, acontecimiento que reflejamos a través de un suplemento exclusivo que coronaría comunicacionalmente el evento, organizado con todos los brillos por un experto de la talla de Pepe Fernández Affur. De Pepe nos despedimos al atardecer de ese domingo paralizante, en el que todo se había detenido en el predio ferial. La ciudad iniciaba el letargo característico de las viejas urbes atadas la dinámica pastoril del siglo XIX. El motor de seis cilindros arrancó sin problemas. Primera, segunda y a llenar el tanque en la estación de servicio Shell que todavía está en la misma esquina. La boca de llenado, como en todos los Chevy producidos en los años 70 por General Motors Argentina, estaba oculta en medio del paragolpes trasero, debajo de la patente practicable. Fue gracias a ese rito de bajar el portaplaca para que el playero hiciera lo suyo que observamos un destello extraño en el faro de la “sinistra”. La luz de posición había perdido fuerza y ensayamos una reparación de emergencia, pues nos esperaban tres horas en las neblinosas rutas de los esteros. La idea era revisar el foquito, pero estaba tan agarrado que al hacer fuerza desvinculé el culote metálico de la burbuja de vidrio que aísla los filamentos iridiscentes. Y no solo eso. También rompí un par de fijaciones del portalámpara, cuya base de baquelita salió volando, partida en dos. “Nos quedamos sin una luz”, anoticié a Luis, quien preguntó dónde comprar el repuesto. “Imposible un domingo a la noche señor”, respondió el vendedor de nafta, brazos en jarra. De inmediato recordé que en el santuario del Gauchito Gil, a ocho kilómetros, había un vendedor de velas que se movilizaba en un Chevy borravino bastante destartalado. Aceleramos y llegamos a eso de las 21. El muchacho estaba levantando campamento. Guardaba su mercadería cuando lo abordé para negociar. “Te compro tu portalámpara y tu foco por 50 pesos. Mañana vos comprás todo por 20 y ganás 30”, intenté convencerlo. Pero no hubo caso. “No puedo señor, el auto es de mi mamá y se va enojar si le sacamos una parte”. Y con esa frase subió, cerró la puerta y se marchó. Quedamos a la buena de Dios. Las luces traseras de los automóviles diseñados en la década del 60 eran minimalistas. Y el Chevy hacía honor a la tendencia de achicar las ópticas por razones estéticas. Una sola luz trasera operativa representaba un peligro en cualquier lugar, pero entre las cañadas era como hacerse invisible. “No podemos viajar así, dejame ver”, me pidió Luis. Yo había intentado una decena de veces hacer funcionar aquellos despojos. Esa lamparita estaba dislocada y los conectores bailaban en el interior del culatín de chapa. Todo roto. Pero aún así volvimos a abrir el portamaletas y el pulso firme de mi compañero hizo el resto: el foco encendió como una llamarada de energía en el primer intento. Algo por lo que nadie hubiera apostado, ocurrió ante nuestras miradas atónitas. Para festejar, fuimos a pronunciar una oración de agradecimiento a la cruz del Gauchito y, en el bodegón del fondo, comimos unos sanguches de fiambre. Nos hicimos a la ruta. El asfalto de aquel tiempo tenía tantos badenes, depresiones y sinuosidades que había que manejar en serio, con un nivel de concentración total. Era mi auto el Chevy. Un capricho que me permitía beber el viento a 130, con ventanillas bajas y la música de Creedence Clearwater Revival. Sin aire acondicionado pero con estilo. El problema era que en la noches frías y húmedas como las de aquel septiembre del 96, los vidrios se empañaban más de la cuenta, motivo por el cual resultaba procedente acelerar de modo tal que las ventilaciones recibieran suficiente flujo como para mejorar la visibilidad delantera. Le comenté a Luis que después de Chavarría teníamos que pisarlo más. “Por mí no hay problemas”, me autorizó. Era la medianoche y no se veía un alma. A la altura del Batel, íbamos a 150 kilómetros por hora, con el motor girando a 3.500 revoluciones por minuto. El Chevy se pegaba a la carpeta asfáltica y doblaba como sobre rieles. Una maravilla de la ingeniería americana, sin lugar a dudas. De eso hablábamos cuando la ruta se terminó y pasamos a levitar en velocidad lanzada. Luis se calló abruptamente y se agarró del techo. Fueron unos instantes. Posiblemente menos de un segundo, pero el terror ante la posibilidad de hacernos trizas en el aterrizaje se apoderó de nosotros hasta que la trompa del auto comenzó a levantar polvareda en lo que era, por suerte, la traza de tierra del camino a Desmochado. Como mi viejo me enseñó, decidí no frenar. Simplemente solté el acelerado con la cuarta marcha engranada para que el freno motor hiciera su trabajo y así pudimos mantener la trayectoria. A los costados, el aromal. Habíamos viajado unos 200 metros sin control, entre arbustos duros como la piedra, pero el Chevy se detuvo incólume. No sufrió ni siquiera un rasguño. ¿Nosotros? Asustados pero ilesos. Dimos la vuelta y volvimos al pavimento de lo que años más tarde iba a ser el famoso empalme de Cuatro Bocas entre las rutas 12 y 123. Agarramos por la 12 y llegamos a destino a eso de las 3 de la madrugada. Cuando dejé a Luis en su casa, él miró las luces traseras y constató que funcionaban a la perfección. Aquel viaje de regreso a Corrientes se grabó en nuestras cortezas cerebrales bajo la forma de esas manifestaciones sobrecogedoras que suelen atestiguar los fieles al santo de los pobres cada 8 de enero. Desde entonces, nos declaramos devotos de Gil y en mi billetera va por la vida una estampita del matrero asesinado por ayudar a los humildes que desertó para no matar a sus hermanos paraguayos en la infame Triple Alianza. ¿No me creen? Si no lo hacen, deberían. Y no precisamente porque cientos de miles de devotos corroboren los atributos milagreros del Gaucho, sino porque su santidad inorgánica es capaz de filtrarse en los momentos más inverosímiles para acariciar con la invisibilidad de lo inexplicable situaciones insolubles que, de pronto, se solucionan.
Ver noticia original