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» TN corrientes
Fecha: 29/05/2025 06:43
Mundo Lo sacrificó todo para llegar a EE. UU. y, con el gobierno de Trump, decidió irse Miércoles, 28 de mayo de 2025 Yessica Rojas, madre venezolana, lo arriesgó todo para buscar un futuro mejor para sus dos hijos en EE.UU.. Esta primavera, abandonaron Missouri porque ella temía perderlos. Yessica Rojas, madre venezolana, lo arriesgó todo para buscar un futuro mejor para sus dos hijos en Estados Unidos. Esta primavera, se marcharon de Missouri porque temía perderlos. Para Yessica Rojas, la elección estaba clara. Tras pasar menos de dos años en Missouri, ella y sus dos hijos tuvieron que marcharse. Rojas dijo que el motivo eran las historias sobre madres venezolanas como ella que se habían hecho virales en las redes sociales. Se enteró de que las habían deportado a Venezuela mientras las autoridades estadounidenses retenían a sus hijos. Se enteró de que las habían deportado a Venezuela mientras las autoridades estadounidenses retenían a sus hijos. Se enteró de que las habían deportado a Venezuela mientras las autoridades estadounidenses retenían a sus hijos. “Ya no vale la pena”, dijo Rojas, de 29 años, para explicar su decisión de abandonar Estados Unidos. Las historias no solo son rumores: este año, una niña venezolana de 2 años a la que su familia llamaba Antonella estuvo en un centro de acogida mientras su madre era deportada a Venezuela y su padre a una prisión de El Salvador (desde entonces, Antonella ya se reunió con su familia). Rojas se fue de Branson, Misouri, esa misma semana. Situaciones como esta han conmocionado a las comunidades de migrantes, logrando lo que las advertencias del gobierno de Donald Trump —e incluso la promesa de dar 1000 dólares a quienes estuvieran dispuestos a “autodeportarse”— no pudieron lograr por sí mismas: han persuadido a algunos padres migrantes a marcharse de Estados Unidos. No está claro cuántas personas han abandonado su vida estadounidense desde que el presidente Trump inició su segundo mandato. Un vuelo reciente transportaba a unas 65 personas que decidieron irse a Colombia y Honduras, según el gobierno de Trump, y han surgido historias individuales de migrantes que se han marchado voluntariamente por todo el país. Tricia McLaughlin, vocera del Departamento de Seguridad Nacional, dijo en un comunicado la semana pasada: “Es una elección fácil: irte voluntariamente y recibir un cheque de 1000 dólares o quedarte y esperar a que te multen con 1000 dólares diarios, te detengan y te deporten sin posibilidad de regresar”. Y añadió: “Animamos a todos los padres, que están aquí ilegalmente, a que tomen el control de su salida a través de la aplicación CBP Home”. Recorrido Rojas abandonó su país de origen, Venezuela, hace dos años y dijo que primero pasó una temporada viviendo en Colombia. Recogió a su hijo y a su hija en el verano de 2023 y se dirigió a Misouri, después de que los tres cruzaran la frontera entre Estados Unidos y México y se entregaran a las autoridades para solicitar asilo. Se fueron a Branson porque un amigo se había establecido allí. Aclimatarse a la pequeña ciudad de Ozark no fue fácil, dijo Rojas. Pero poco a poco encontró su camino, descubriendo tiendas de segunda mano para comprar ropa de invierno y encontrando los dos trabajos que le permitían comprar helados para su hija, dijo. Pero desde el inicio del año 2025 comenzaron a implementarse las nuevas políticas migratorias de Trump, que en su opinión parecían estar enfocadas especialmente en los venezolanos. La historia de Antonella se hizo viral en TikTok y en grupos de WhatsApp. Rojas dijo que la amenaza de perder a sus hijos —Kenyerly, de 8 años, y Yessiel, de 3— la carcomía, e inmediatamente empezó a temer por ellos. Le preguntó a un abogado sobre la posibilidad de pedir ayuda al gobierno estadounidense para abandonar el país, que las autoridades han descrito como “la opción más segura para los extranjeros ilegales”. Pero Rojas dijo que al final estaba demasiado asustada como para tener cualquier tipo de contacto con las autoridades. En lugar de eso, se marchó de manera discreta avisando con poca antelación en sus trabajos en un restaurante y como servicio doméstico, y sin darle muchas explicaciones a los profesores de sus hijos en la escuela. Vendió el Chevrolet gris usado que compró por 800 dólares para no tener que ir caminando al trabajo. “Tuve que meter mis cosas y arrancar otra vez”, dijo. La familia partió a finales de abril. Durante las semanas siguientes, Rojas y sus hijos tomaron micros a Texas y a la frontera estadounidense, donde dos años antes habían pasado cinco días en un centro de detención, durmiendo bajo mantas de aluminio y comiendo burritos congelados que hicieron que Yessiel, quien todavía era un bebé, se enfermara. En Texas, “el bus iba lleno de venezolanos”, dijo Rojas. “Decían que preferían irse que pasarlo mal allá”, dijo. Y, refiriéndose a los funcionarios estadounidenses, agregó: “Es que nos tienen catalogados de criminales”. En México, la familia emprendió más viajes largos en autobús: de Monterrey a Ciudad de México y luego a Tuxtla, cerca de la frontera sur del país, donde el hermano de Rojas y su familia se reunieron con ella. Luego viajaron más al sur, y finalmente embarcaron en Panamá para un viaje de ocho horas por la costa del Caribe hasta el borde de la temible selva que atravesaron en su travesía hacia el norte: el Tapón del Darién. Por el camino, conocieron a otras familias como la suya: con madres solteras que se fueron de Estados Unidos, aterrorizadas por la posibilidad quedar separadas de sus hijos. Estas madres también eran venezolanas; muchas huyeron años antes de su país, devastado por la crisis, y tuvieron hijos e hijas en otros países. Esto se sumaba a su temor de que, si eran expulsadas de Estados Unidos, sus hijos fueran retenidos por las autoridades migratorias o enviados a otro lugar. Este mes, en la ciudad portuaria panameña de Puerto Obaldía, al borde del Tapón del Darién, Rojas sacó su teléfono y encontró una foto: era de ella, Kenyerly y Yessiel mientras se preparaban para cruzar el Darién en julio de 2023. “Eran chiquitos”, dijo. Ahora trataba de prepararlos para lo que les esperaba. No tendrían que pasar una semana en la selva, cruzando ríos caudalosos, caminando hasta el anochecer en el lodo. No sería una carrera a través de la frontera estadounidense para llegar a un nuevo país con un idioma desconocido. Pero tendrían que enfrentarse a los anaqueles vacíos, a una vida sin helados ni otros pequeños lujos que podían permitirse en Estados Unidos. Rojas admitió que ella misma no estaba preparada para lo que podría encontrarse en Venezuela: los disturbios de los que había huido se convirtieron en una crisis humanitaria a gran escala, con precios por las nubes y la escasez habitual de productos básicos y medicinas. “Va a ser un cambio drástico”, dijo. “No sabemos cómo va a estar la cosa”. Sin embargo, trató de entusiasmar a los niños, recordándoles lo felices que se pondrían sus abuelos al verlos. En Puerto Obaldía, su hijo corría en círculos a su alrededor, jugando con otros niños que acababan de bajar del barco en el diminuto pueblo de la selva. “Let’s go!”, gritaba una y otra vez, en inglés. “¡Vamos!”. La semana pasada, Rojas llegó por fin a Venezuela. En una llamada telefónica, dijo que estaba agradecida por haber llegado sana y salva a la ciudad de Mérida, aunque los precios de los alimentos eran altos y el viaje de regreso le había costado todo lo que había ahorrado: más de 2000 dólares. más de 2000 dólares. Temía tener poco que mostrar, luego de todas sus luchas. Pero tenía a su hijo y a su hija. Annie Correal reporta desde Estados Unidos y América Latina para el Times. Miércoles, 28 de mayo de 2025
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