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  • Un nuevo papelón de la Justicia argentina, esta vez, ante los ojos del mundo : ADN21

    Parana » Adn21

    Fecha: 28/05/2025 06:44

    El apartamiento de una de las juezas del juicio por la muerte de Maradona se inscribe en una larga lista de procesos fallidos Si se hubiese tratado del último capítulo de la miniserie de seis capítulos que, bajo el título de “Justicia Divina”, promete desarrollar, en clave de no ficción, las alternativas del juicio por la muerte de Diego Armando Maradona, la crítica, posiblemente, hubiese cuestionado a los guionistas por buscar un golpe de efecto inverosímil en la narrativa. Pero lo cierto es que lo que pasó este martes en los Tribunales de San Isidro es, tristemente, real. Y ocurrió a la vista de todo el planeta. La Justicia argentina sumó un nuevo episodio de descrédito. Una jueza de un tribunal, de forma reservada, acepta ser la figura de una docuserie que se desarrolla a través del pasar de las audiencias del juicio en el que siete profesionales de la salud están sentados en el banquillo de los acusados por su presunta responsabilidad, por acción u omisión, en el fallecimiento de un hombre cuyo nombre enciende pasiones y recuerdos en todo el mundo. Lo hace a espaldas de sus dos colegas que, sentados en el estrado con ella, ignoran que también son involuntarios protagonistas de la filmación. Lo mismo los abogados, los imputados, los familiares, los periodistas que, tras haber tramitado los correspondientes permisos, se sientan en el fondo de la sala para escribir sobre lo que sucede en cada jornada. La existencia de ese documental, con el que sus realizadores, naturalmente, esperan obtener jugosas ganancias –quizás lo consigan, incluso con el juicio inesperadamente trunco, porque todo esto les ha dado publicidad gratuita– es, desde hace semanas, un secreto a voces. Pero lo que hizo estallar el escándalo fueron, en rigor, determinadas actitudes de la jueza en las audiencias; aparentes sobreactuaciones, como con las preguntas a la psiquiatra Agustina Cosachov o al abogado-empresario Víctor Stinfale, que hicieron dudar a aquellos que habían escuchado de la grabación, pero no habían dimensionado sus efectos. No es la primera vez que una actuación o sobreactuación hiere de muerte un proceso penal. Entre los recuerdos bochornosos destaca, por ejemplo, el primer juicio por el asesinato de María Soledad Morales en Catamarca. Aquel de los careos espontáneos e interminables, propiciados por la televisación en vivo y en directo del debate, convertido en una suerte de reality show. Ese juicio se desbarató cuando las cámaras revelaron que uno de los jueces le indicaba a una colega, a través de señas y gestos, lo que debía votar ante cada incidencia del debate. Esa vez fue necesario hacer un nuevo juicio; la vez siguiente ya no hubo televisación en vivo. La Argentina tiene una larga tradición de procesos que, extendidos más allá de lo imaginable, terminan en la nada. Más de veinte años esperaron una respuesta de la Justicia los familiares de las 74 víctimas de la trágica caída del DC9 de Austral en Fray Bentos, Uruguay. Esperaban las condenas de directivos de la empresa que nada habían hecho por asegurar la seguridad operativa de los servicios aéreos, y las de los funcionarios estatales que debían controlar que lo hicieran y no lo hicieron. Se fueron con las manos vacías. Igual les sucedió a los deudos de los muertos por la tragedia de LAPA en el Aeroparque, en 1999; el paso del tiempo benefició a los imputados. Las prescripciones, producto de la mora judicial, socavan la pretensión de justicia de las víctimas. Lo mismo les pasó a los familiares de los 85 muertos por el atentado explosivo contra la sede de la AMIA, en 1994. Pasaron un juicio declarado nulo después de tres años de audiencias, con los 22 acusados absueltos, y un proceso que sigue abierto y del que derivaron, tangencialmente, las destituciones de un juez federal (Juan José Galeano), dos fiscales (Eamon Mullen y José Barbaccia) y, años después, el asesinato del fiscal a cargo de la etapa internacional del caso (Alberto Nisman) y la imputación por traición a la patria contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner por el Memorándum de Entendimiento con Irán. Ni hablar del atentado a la embajada de Israel de 1992: ese ni siquiera llegó a la etapa de debate, y ya nadie espera que eso suceda. La lista podría ser eterna, y abarca todo tipo de delitos: tanto los de sangre –como el crimen impune de Nora Dalmasso en Córdoba– como los de guante blanco, en especial, los de casos de corrupción política. Pero entre tanto dislate, quizás convenga traer del arcón de los recuerdos otro caso conmocionante que se desarrolló en los Tribunales de San Isidro: el del asesinato de María Marta García Belsunce. Un crimen en un barrio cerrado, una investigación mal encarada desde el minuto cero, y una sucesión de fallos que cambiaba carátulas, acusaciones, condenaba y luego absolvía. Una causa en la que la familia de la víctima quedó en el centro de las sospechas, en la que el viudo pasó años en la cárcel acusado del homicidio, hasta que la Corte lo absolvió, y un nuevo juicio, veinte años después, terminó primero con la absolución de otro sospechoso y, más tarde, con su condena a la pena máxima. Decisiones judiciales que se escurren entre los dedos de la sociedad como barro, tal vez.

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