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  • Entre el duelo y la justicia: el relato de una mujer hindú que ilumina las raíces del conflicto entre India y Pakistán

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 24/05/2025 08:34

    Un hombre cachemir enmascarado, con la cabeza cubierta de alambre de púas, participa en una protesta contra India. (REUTERS/Danish Ismail) Hoy se cumplen dos semanas desde que el gobierno de Narendra Modi lanzó la Operación Sindoor, una ofensiva militar india que busca convertir el duelo por la masacre en Cachemira en un mandato de justicia. El nombre elegido – sindoor – no es un detalle menor. Este polvo rojo, que las mujeres hindúes aplican en la frente al casarse y retiran al enviudar, evoca al esposo asesinado, a la viudez como una herida colectiva, transformando la operación en un deber percibido como necesario, moral y emocionalmente inevitable. El mensaje que quiso transmitir Operación Sindoor es claro: los ataques no fueron contra individuos, sino contra la identidad india, su religión, sus símbolos y su historia. En este contexto, el dolor privado se convierte en una cuestión del Estado, y la respuesta militar en un acto de reafirmación patriótica. En un breve pero intenso lapso de 25 minutos, el Ejército indio lanzó 24 ataques de precisión contra nueve presuntas infraestructuras de terroristas que habrían causado la muerte de alrededor de 100 militantes. Según el gobierno de Pakistán, al menos 26 personas murieron y otras 46 resultaron heridas en los bombardeos, que alcanzaron también zonas civiles, incluida una mezquita. Las autoridades pakistaníes prometieron tomar represalias. Manifestantes gritan consignas mientras queman una efigie con una imagen de Narendra Modi durante una protesta antiindia tras los ataques militares de India contra Pakistán, en Hyderabad, Pakistán, el 7 de mayo de 2025. (REUTERS/Yasir Rajput) Ambos lados operan bajo la misma convicción de legítima defensa. “Hubo un ataque terrorista de la otra parte, y respondimos. Eso es precisamente lo que está haciendo el gobierno; respondiendo”, expresó Nidhi, una hindú nacida en Jammu, capital de la región de Jammu y Cachemira, donde el atentado contra turistas dejó al menos 26 muertos a finales de abril. “Es triste, muy triste. Pero, sinceramente, creo que también, es lo que hay que hacer”, comentó, refiriéndose a la ofensiva india. “El verdadero principio de la no violencia empieza con autodefensa. No podemos quedarnos callados y dejar que hagan lo que quieran y se salgan con la suya”. Nidhi, quien emigró a Argentina en 1999 tras la guerra de Kargil, el último conflicto armado entre ambos países en Cachemira, elogió la gestión de la administración de Modi: “Estoy muy orgullosa de cómo están manejando la situación esta vez. Mi respeto hacia ellos, mis respetos. Me quito el sombrero”, afirmó, expresando sentirse “muy afortunada y bendecida” por haber nacido hindú. En la India, y especialmente en Jammu y Cachemira, la religión no es un aspecto de la vida que uno se cuestione. Se nace prácticamente religioso, y dependiendo el lado de la Línea de Control al que pertenezcas, se dictan tus creencias y opiniones ante el conflicto. Miembros del partido gobernante de la India, Bharatiya Janata Party (BJP), sostienen pancartas que dicen "Pakistán es un país terrorista" durante una protesta por el ataque a turistas, en Srinagar, el 23 de abril de 2025. (REUTERS/Stringer) La combinación de narrativas de autodefensa, junto con un orgullo nacional y religioso entrelazado, ha alimentado el conflicto entre estas dos potencias nucleares desde la partición del subcontinente en 1947, cuando, tras independizarse del dominio británico, se crearon dos Estados: Pakistán, de mayoría musulmana, e India, con predominio hindú. Pero la intolerancia religiosa entre ambos no nació en 1947; fue el resultado de décadas de colonialismo británico, marcado por una política deliberada de “divide y reinarás” que avivó las divisiones religiosas y sociales, y que culminó en una independencia traumática. Cuando finalmente se anunció la partición, ese legado de tensiones acumuladas estalló con fuerza. Un clima de miedo, resentimiento y odio se apoderó de musulmanes e hindúes. Milicias de ambos lados perpetraron actos de violencia sistemática, dejando entre uno y dos millones de muertos. “Cuando mi papá tenía nueve años, presenció cómo le cortaron las cabezas a un grupo de sijes. Estaba en la oficina de su tío, se asomó a la ventana, y vio cómo los decapitaron por tener puesto el turbante”, comentó con pesar Dimple, descendiente de hindúes que fueron testigos de la violencia de 1947 en Sind, una región que hoy forma parte de Pakistán. Detalló que, aquellos que lograban escapar a tiempo, se cortaban el pelo largo para no ser identificados como sijes, traicionando así una de las prácticas más sagradas de su religión. Renunciar a la fe significaba tener más posibilidades de sobrevivir. En esta foto de archivo del 9 de noviembre de 1947, tropas sijs indias toman posiciones en la carretera de Baramula para alejar al enemigo de la capital de Cachemira, Srinagar. (AP Photo/Max Desfor, Archivo) Tras la creación de las nuevas fronteras, más de 15 millones emprendieron un éxodo desesperado, intentando ubicarse del “lado correcto” según su religión: hindúes y sijes que vivían en el territorio asignado a Pakistán emigraron hacia India, mientras que musulmanes del lado indio emprendieron su camino hacia el país vecino. “Mi abuela escondió sus anillos en la masa de harina cuando emigró. Sabía que nunca más volvería a su hogar, así que se llevó todo lo que pudo”, relató Dimple. “Sabía que, si se quedaba, sería la próxima decapitada”. Su familia terminó en un campo de refugiados, donde la misma harina en la que ocultaron sus valiosas pertenencias se convirtió en uno de los pocos alimentos disponibles para sobrevivir. La semilla de esa inseguridad religiosa y del odio comunitario se sembró en ese entonces, y nunca más se borró. Desde aquel momento, Jammu —conocida antes como “la ciudad de los templos” y considerada un destino “muy pacífico”— se transformó en escenario de tres guerras, incontables operaciones encubiertas y atentados terroristas. “Había toques de queda, se producían bombardeos y, a veces, los colegios cerraban durante muchos días”, recordó Nidhi, quien pasó toda su infancia en la ciudad. “Nunca sabías qué iba a pasar. Esa ansiedad y ese terror… eran inevitables, estaban siempre en el aire”. Cuando todo se desbordaba, la oración era lo único que estaba al alcance. “Intentábamos sacar lo mejor de la situación. Empezábamos a rezar, a consolarnos entre todos”, compartió. Irónicamente, la misma religión que fue explotada para dividir y que actuó como motor de la discordia, también se convirtió en un puente hacia el consuelo espiritual y la resiliencia emocional. Musulmanes cachemires rezan las oraciones del viernes en una carretera mientras un miembro de seguridad hace guardia, en Srinagar, el 2 de mayo de 2025. (REUTERS/Adnan Abidi) Con la reciente escalada del conflicto, se ha registrado un aumento en los crímenes de odio contra musulmanes, en un patrón que recuerda a los episodios de violencia sectaria ocurridos tras la partición del subcontinente. Según un testimonio recogido por BBC, Shaukat Ali relató entre lágrimas: “Me golpearon con un palo, me patearon en la cara”, dijo mientras mostraba las heridas en su cabeza y en la zona de las costillas. El grupo que lo atacó en el estado nororiental de Assam, en India, también lo obligó, a pesar de ser un musulmán devoto, a comer carne de cerdo, forzándolo a masticarla y tragarla. “Ya no tengo razones para vivir”, confesó, quebrado emocionalmente. “Fue un ataque contra toda mi fe”. A pesar de la creciente violencia, la esperanza de un futuro más prometedor permanece viva. Al ser cuestionada sobre la posibilidad de paz, Nidhi respondió con convicción: “Absolutamente sí. Se han tomado medidas, así que esperemos que sí. Todos rezamos por la paz, todos rezamos por la paz”. Una paz que, sin embargo, parece depositar más esperanza en la acción militar que en una verdadera reconciliación religiosa entre ambos países.

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