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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/05/2025 04:41
Bonnie y Clyde se convirtieron en un leyenda del Sur de Estados Unidos por su raid delictivo El amor entre Bonnie Parker y Clyde Barrow, esta célebre pareja de ladrones y asesinos norteamericanos que operó durante dos años en los tiempos de la Gran Depresión dio origen a películas, literatura y, cómo no, su correspondiente serie en Netflix -aunque está fuera del catálogo en la Argentina-. Entre tantas duplas de criminales, su juventud y peligrosa historia de amor los elevó de categoría y la muerte acribillados por ráfagas de balas contra su auto, los terminó por convertir en una leyenda que perdura hasta nuestros días. Bonnie Elizabeth Parker llegó a este mundo en 1910 en Rowena, Texas. A los cuatro años, perdió a su padre, un albañil que trabajaba largas jornadas para mantener a su familia. Tras el entierro, su madre empacó lo poco que tenían y se trasladó a Dallas con sus hijos. Allí, la niña encontró un refugio inesperado en la literatura. Escribía poemas con una seriedad inusual para su edad. En uno de sus cuadernos escolares todavía se leía: “Cuando muera, no llores por mí. Ya no me dolerá nada.” No alcanzó a completar el secundario. En la escuela conoció a Roy Thornton, con quien huyó de su casa y se casó a los 16 años. El matrimonio fue un infierno breve: golpes, traiciones y, finalmente, la cárcel. Roy fue condenado por asesinato y ella lo abandonó. Tramitó el divorcio y consiguió un empleo como camarera. Aún llevaba tatuado su nombre en el muslo cuando conoció al próximo y último hombre de su vida. Clyde Barrow nació en 1909, en el condado de Ellis, Texas, en el seno de una familia de campesinos de una pobreza extrema. A los 17 años ya robaba pollos y coches junto a su hermano mayor Buck. Lo hacía, según repitió después ante la policía, porque en su casa “nunca había comida y el viento se filtraba por los agujeros del techo”. Las detenciones se volvieron rutina. Para los 21 ya había sido encarcelado dos veces. Nadie en Dallas pensaba que llegaría a viejo. Las fotografías más famosas de la dupla fueron tomadas por ellos mismos y fueron encontradas sin revelar por la policía El 5 de enero de 1930, los dos se cruzaron en la cocina de una casa prestada. Clyde estaba apoyado contra el marco de la puerta. Bonnie, vestida con uniforme de moza, sostenía una taza de café. Se miraron durante unos segundos demasiado largos. La chispa fue inmediata y total. Esa noche, Bonnie le mostró algunos de sus versos. Clyde habló de encontrar trabajo honesto. “No me gusta robar”, dijo. “Es solo que no sé hacer otra cosa.” Durante los siguientes meses, Bonnie le enviaría cartas casi a diario mientras él cumplía una nueva condena. Cuando supo que lo habían enviado a la granja penitenciaria de Eastham, uno de los presidios más brutales de Texas, le hizo llegar una pistola escondida en un paquete de ropa. Clyde intentó fugarse, pero fue recapturado y sometido a los peores abusos que podía ofrecer el sistema carcelario. Un día, en las duchas, un recluso se le acercó. Nadie oyó gritos. Nadie intervino. Cuando encontraron el cuerpo del agresor, tenía el cráneo destrozado con una tubería. Clyde nunca fue acusado: otro preso, que cumplía cadena perpetua, se atribuyó el crimen a cambio de una caja de cigarrillos y protección. Se trató del primer homicidio de Clyde. Lo peor estaba por venir. Agotado por los trabajos forzados, pidió a un compañero que le amputara dos dedos del pie para evitar seguir cargando ladrillos bajo el sol. Un mes después, su madre consiguió un indulto que ya había sido aprobado, pero que él desconocía. Al salir rengueaba. Nunca más caminaría sin dolor. Bonnie lo estaba esperando. En la puerta de la cárcel, con un vestido de flores y los poemas en el bolso. Crímenes, fugas y una cámara olvidada En febrero de 1932, ya libres y enamorados, Bonnie y Clyde iniciaron su raid delictivo. Robaron su primer negocio de barrio y escaparon en un coche robado. El amor fue el motor y la fuga, su rutina. Dormían en la ruta, robaban comida. Las estaciones de servicio eran su blanco favorito, seguidas por tiendas de barrio y bancos rurales mal custodiados. Además de robar y matar, a Bonnie y Clyde se les daba bien posar para las fotos Poco a poco fueron sumando compañeros a la aventura delictiva. Algunos, ocasionales; otros, constantes, como Raymond Hamilton, W.D. Jones y más adelante el hermano mayor de Clyde, Buck Barrow, recién salido de prisión, junto a su esposa Blanche. Viajaban siempre armados, a bordo de autos rápidos, casi siempre robados, y con un arsenal que incluía fusiles automáticos BAR, excedente del ejército. Pero no eran Al Capone. Nunca lo fueron. Los golpes que daban eran pequeños, mal planeados y arriesgados. La recaudación diaria de una estación de servicio apenas alcanzaba para comer y seguir la huida. Robaban sin estructura de crimen organizado. Y sin embargo, en cuestión de meses, se convirtieron en enemigos públicos nacionales. Hubo un momento puntual en el que se ganan esa fama. No se había dado por los robos ni asesinatos —aunque se les atribuye la muerte de al menos nueve policías—, sino en un hecho accidental ocurrido en abril de 1933, en la ciudad de Joplin, Missouri. Estaban en un hotel de mala muerte, se cree que estaba sobre un garaje o taller mecánico, con el plan de esconderse unas semanas. Pero una denuncia anónima alertó a la policía. Al llegar los oficiales y rodearlos, Bonnie, Clyde, Buck y Blanche abrieron fuego. Huyeron a los tiros, dejando atrás un tendal de cadáveres, armas... y una cámara de fotos Kodak olvidada sobre la mesa. Cuando la policía reveló el rollo, las imágenes causaron sensación. Allí estaban: Clyde con un puro entre los dientes y el fusil apuntando al lente; Bonnie, de pie sobre el capó del coche, con una pistola en la cintura y una sonrisa ladeada; ambos abrazados, jóvenes, delgados, radiantes. Eran, para el público, los criminales más fotogénicos de América. El efecto fue inmediato: la prensa los bautizó “los Romeo y Julieta del crimen”. Los diarios publicaron sus retratos y los poemas que Bonnie había dejado escritos. La sociedad, lejos de sentir rechazo, romantizó a los criminales quienes habían matado a numerosos policías y habían dejado detrás familias destruidas. Sin embargo, habían despertado una extraña fascinación. Cuando Bonnie y Clyde necesitaban un coche, emboscaban al conductor, lo obligaban a manejar hasta cruzar de estado y luego lo liberaban con unos dólares en el bolsillo para que pudiera regresar. Uno de esos rehenes contaría después: “Me trataron mejor que mi patrón”. Otro dijo: “Parecían enamorados. Nunca sentí miedo”. Los medios de comunicación hicieron el resto. Los transformó en leyenda. La caza: traición, emboscada y una lluvia de plomo Para comienzos de 1934, Bonnie y Clyde ya eran un dolor de cabeza para el Estado. El número de policías muertos, los atracos interjurisdiccionales y la humillación pública de las fuerzas de seguridad forzaron a las autoridades a tomar una decisión drástica. En marzo, el Departamento de Policía de Texas le encargó la misión a Frank Hamer, ex Ranger, veterano de más de mil tiroteos, conocido por su dureza y astucia. Hamer no improvisó ni perdió tiempo. Durante semanas estudió los patrones de huida de la pareja, los trayectos entre robos, sus puntos de reabastecimiento, y el rol central de sus cómplices itinerantes. Uno de ellos era Henry Methvin, joven criminal de Louisiana, con historial de robos y asesinatos. Había sido arrestado y Hamer encontró la llave en su padre, un hombre hastiado, dispuesto a negociar la libertad de su hijo a cambio de entregar a los fugitivos. El ex Ranger Frank Hamer logró que el padre de un convicto los entregara El trato fue claro: si el padre ayudaba a ubicar a Bonnie y Clyde, su hijo recibiría inmunidad por los crímenes cometidos en Texas. La operación, planeada con precisión milimétrica, iba a desarrollarse en las afueras de Bienville Parish, en el norte rural de Louisiana. La familia Methvin informó que la pareja pasaría por allí el 23 de mayo, camino a la granja de los Methvin. La emboscada se preparó con precisión. Seis hombres —Hamer, su viejo compañero Manny Gault, y cuatro agentes de Louisiana— tomaron posiciones en una curva poco transitada de la Ruta 154. La espera duró dos días. Ocultos entre los arbustos, sin comida ni descanso, discutieron qué hacer si los fugitivos se detenían. Dos agentes propusieron ofrecerles rendición. Hamer fue tajante: “Si los dejamos hablar, matan a uno de nosotros”. Se decidió que no habría advertencia. Ni tregua. El 23 de mayo, poco después de las nueve de la mañana, el Ford Deluxe V8 —robado la tarde anterior— apareció entre los árboles. Se detuvo junto a una camioneta estacionada como anzuelo. Clyde estaba al volante. Bonnie a su lado. Hamer alzó la mano para dar la orden. Pero antes de que su voz rompiera el silencio, Prentiss Oakley, uno de los agentes, disparó sin aviso. Un solo movimiento. Un solo disparo. Clyde recibió un tiro en la cabeza y murió en el acto. El pie se soltó del embrague. El auto comenzó a avanzar lentamente. El Ford Deluxe V8 quedó todo perforado Los demás abrieron fuego de inmediato. En 16 segundos, descargaron 167 proyectiles. Las ráfagas convirtieron al vehículo en un colador. “Parecía un tambor de hojalata después de una tormenta de granizo”, declararía uno de los oficiales. Bonnie recibió 57 impactos. Alcanzó a gritar. Un alarido que, según los testigos, heló la sangre. Estaba herida, pero viva. Hamer se acercó, levantó el rifle y le disparó dos veces más a quemarropa. Luego diría: “Odio reventarle la cabeza a una mujer. Pero si no era ella, éramos nosotros.” Sangre, trofeos y un velorio de masas El estruendo de los disparos atrajo a los vecinos más cercanos. En menos de una hora, la ruta rural de Bienville Parish se llenó de curiosos. La policía no tuvo tiempo ni capacidad para acordonar la escena. Los cuerpos seguían dentro del coche, los vidrios hechos trizas, los casquillos aún humeantes sobre el asfalto. La multitud se agolpó alrededor del Ford Deluxe, empujada por el morbo, el mito y la promesa de llevarse un pedazo de historia. No hubo respeto. No eran tiempos de cintas amarillas ni perímetros preservados. Algunos se limitaron a mirar; otros entraron en acción. Un joven arrancó una de las balas del piso y la guardó como recuerdo. Una mujer cortó un mechón del cabello de Bonnie, lo envolvió en un pañuelo y lo escondió en el corpiño. Otro, más decidido, intentó rebanar una de las orejas de Clyde. Iba con un cuchillo de caza y un frasco con formol en el bolsillo. La policía disparó al aire para contener a la turba. Cuando finalmente retiraron los cuerpos, ya no eran cuerpos. Eran reliquias. Bonnie tenía 23 años. Clyde, 24. El informe forense contabilizó 57 heridas de bala en ella y 51 en él. Sus rostros, desfigurados. El vestido de Bonnie estaba empapado en sangre hasta la cintura. Aún llevaba los labios pintados. El impacto fue inmediato. Al día siguiente, la noticia cubrió todas las portadas del país. El funeral fue un evento masivo. Más de 20.000 personas desfilaron frente a los ataúdes. Algunas llegaron desde otros estados. Era 1934: sin televisión, sin redes, para presenciar algo había que estar ahí. Un hombre en silla de ruedas lloró frente al féretro y declaró que Bonnie le había perdonado la vida una vez en una ruta secundaria. Una mujer arrojó un ramo de rosas y gritó: “Te amaba, Clyde”. Había terminado la cacería. Empezaba el culto. Cine, poemas y la eternidad del mito La balacera que terminó con la vida de Bonnie Parker y Clyde Barrow no le puso un punto final a su historia. Desde aquel 23 de mayo de 1934, la pareja dejó de ser un problema policial para convertirse en un fenómeno cultural. La brutalidad de su ejecución —sin juicio, sin advertencia, con más de 160 disparos— no disuadió al público. Lo fascinó. En los días posteriores, los noticieros proyectaron en los cines de todo Estados Unidos las imágenes del auto acribillado y los cuerpos sin vida, filmados en el lugar del crimen por uno de los policías. La sala se llenaba antes de que comenzara la película principal. "Son jóvenes. Están enamorados. Y matan gente", publicitaba el afiche de la película sobre la vida de Bonnie y Clyde Los poemas de Bonnie, las cartas de amor que envió a Clyde desde la cárcel, las fotografías recuperadas de la cámara olvidada en Missouri y los testimonios de sus rehenes humanizaron a los criminales y profundizaron su magnetismo. El cine y la literatura hicieron el resto. Décadas después, Arthur Penn dirigió “Bonnie and Clyde” (1967), con Warren Beatty y Faye Dunaway. La película transformó a la pareja en símbolo de rebelión, y su estética marcó un antes y un después en Hollywood. Siguieron libros, documentales, biografías, canciones. Serge Gainsbourg y Brigitte Bardot les dedicaron una balada. En 2019, Netflix estrenó The Highwaymen, sobre los policías que los persiguieron. Cuando la policía divulgó sus cartas, los versos que ella escribía sabían cuál sería su trágico destino: “Algún día moriré con Clyde al lado, y será hermoso aunque estemos ensangrentados.”
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