20/05/2025 01:47
20/05/2025 01:46
20/05/2025 01:41
20/05/2025 01:41
20/05/2025 01:32
20/05/2025 01:31
20/05/2025 01:30
20/05/2025 01:30
20/05/2025 01:30
20/05/2025 01:30
» Diario Cordoba
Fecha: 20/05/2025 00:13
Ya habían dado las diez, y quedaba todavía un rato para las once, cuando Joaquín Sabina entonó la que es quizá su canción más popular dentro de un cancionero tan archipopular que da miedo. Esa ranchera en la que pasan las horas mientras transcurre una noche de idilio con todos los elementos del romanticismo y la sensualidad más transitados, los que todo el mundo ha vivido o querría vivir: el pueblo con mar, las olas, la luna, los cuerpos desnudos. Fue el momento de desborde definitivo del primero de los conciertos que el cantante ofrecerá en Madrid como parte de la que se supone que es, esta vez sí, su gira de despedida. Aunque dentro no se veía, la luna encontró al público en pie, con las manos alzadas y la felicidad en la cara. Si alguien dudaba de que Sabina conquistaría otra vez su ciudad, estaba equivocado. La canción lo ponía fácil, porque a muchos de los espectadores reunidos en el Movistar Arena les han dado los diez, los veinte, los treinta e incluso los cuarenta años enamorados de Sabina, quizá el cantante y el poeta que mejor ha sabido enganchar a un país, a todo un idioma, a través de unas letras que casi nunca son sublimes, pero tampoco lo necesitan. Porque de lo que se trata es de agarrar las tripas de la gente y de hacerlas sentir como si fueran propias. Fue la canción que cerró la parte principal del concierto, antes de la propina. Se habían visto lágrimas por la despedida pero también muchas ganas de fiesta, sentimientos encontrados que agarrotaban y a la vez liberaban a una masa en comunión absoluta con quien oficiaba la misa. No todos los días se le dice adiós a un mito. La curiosidad por ver en qué condiciones se presentaba Sabina, el rey de todos los vicios que durante décadas ignoró su salud para entregarse al disfrute, en realidad no era tal, porque que apenas le queda voz es algo sabido. Nunca ha sido Sabina un intérprete de chorro, ni de entonaciones portentosas. A él, poeta de la calle con carisma a prueba de bomba, le ha sobrado siempre con llegar a cantar lo justo para que funcionen esas crónicas golfas, ese romanticismo añejo, que destilan sus canciones. Y aun así, sabiendo que el cuerpo del ídolo ya solo funciona a medio gas, este ha sido capaz de programar en Madrid ocho Movistar Arenas. Que no son los diez Metropolitanos de Bad Bunny, pero que acabarán sumando unos 120.000 espectadores, porque seguro que los llenará todos. Y eso, sin estar ya de moda. Incluso pasado, que dirán algunos. El balance de un clásico Lo primero que habría de sonar en una noche tremendamente emotiva estaba grabado: las luces se apagaron y empezaron los compases de Un último vals, la última canción que ha escrito, publicada hace apenas unos meses, y en la que un Sabina gastado le canta a su final como músico y casi al fin de su vida, hablando abiertamente de enfermedad y de funerales. El vídeo que Fernando León de Aranoa hizo para la canción traía a las pantallas a amigos como Serrat, Leiva, Ricardo Darín o Jorge Drexler. Fue un buen calentamiento, porque cuando Sabina salió al escenario, traje oscuro y sombrero blanco, se desató ese júbilo gratuito que uno tiene guardado para los seres más queridos, a los que se les permite y se les celebra todo. Él se sentó en un taburete, cruzó las piernas y dedicó la primera canción a la ciudad que le recibía. Sabina nació en Úbeda por equivocación, porque en realidad es más castizo que el chotis. Cantó Yo me bajo en Atocha, que en el estribillo sigue "yo me quedo en Madrid". La voz aguantaba, rasposa y con esfuerzo. “¡Por fin en Madrid!” dijo emocionado y con tono tembloroso. “La ciudad no donde nací, pero sí donde elegí vivir y a la que le debo todo lo que soy, incluidas mis canciones". El cantante ha dedicado una parte de su discografía más tardía, la de los últimos años, a hacer canciones de balance y despedida, y esas fueron las que sonaron en el inicio: el fin de fiesta de Lágrimas de mármol, o el himno a la autodesmitificación que es Lo niego todo. Acompañándole, un conjunto de siete músicos precisos, que arropaban al líder sin llegar a taparle, porque no hacía falta ocultar nada. Se hacía extraño no ver a Pancho Varona, su socio de siempre con el que las cosas no han terminado todo lo bien que deberían. Hechas las paces con uno mismo, Mentiras piadosas sumergía el antiguo Palacio de los deportes en uno de los clásicos rocanroles del artista y ponía a algunos a bailar. No era fácil: tocaba vencer el pudor de ser los primeros en levantarse de las sillas, porque las entradas de pista eran esta vez sentadas. Cosas de la edad, quizá, la del artista y la de su público, aunque no eran pocos los jóvenes presentes. La audiencia de esta noche sabiniana podría ser una muestra representativa de la población de España, con los progres esperables, sí, pero también cayetanos, algún moderno fluido y un sector con abono para las corridas de San Isidro. Calle melancolía, una de esas ”viejas canciones que he desempolvado para esta gira”, se la dedicó a mujeres importantes en su vida como Isabel Oliart y Mónica Carrillo. Da igual que el tema tenga 45 años, mayores y jóvenes se desgañitaban cantándola y otra vez tenía sabor a despedida ese final que dice "en la escalera me siento a silbar mi melodía". Pero no había espacio para ponerse demasiado triste, porque enseguida volvía la fiesta: fue arrancarse con los primeros versos de 19 días y 500 noches y el público, las 15.000 personas que podía haber en un Movistar Arena con todo vendido en su formato más amplio, se pusieron en pie para grabar con el móvil mientras bailaban. Porque aquello había que disfrutarlo, sí, pero también guardarlo en una memoria de silicio, no sea que la propia falle. Se acordó Sabina de la poesía: Quién me ha robado el mes de abril, con el recinto en modo karaoke, fue para el editor Chus Visor y los escritores Luis García Montero y Benjamín Prado, con el escenario teñido del rojo con motivos vegetales que proyectaban las pantallas. Aguantaba muy bien el tipo el cantante, todavía animal escénico aunque las enfermedades y accidentes le hayan mermado. Con miradas frecuentes a una pantalla en la que lee las letras y los discursos, la voz siempre limitada, pero con un pulso todavía firme para lucir su repertorio y congraciarse con un público que ya venía convencido de casa. El poeta de los vicios y las pasiones inagotables, el que apenas debió de dormir hasta los 60, hoy en día se cansa, y cuando lo hace, cede el testigo a Mara Barros, corista, para que despache con efectividad una ranchera como Camas vacías, y después al guitarrista Jaime Arsúa para que haga lo propio con ese trallazo de rock que es Pacto entre caballeros, el himno canalla por antonomasia. Luego volvió al escenario un Sabina más juvenil, en camisa de lunares y bombín negro, se proyectaron unas bonitas ilustraciones de Ana Juán en las pantallas y a ella le dedicó Peces de ciudad, una de esas lentas que todo el mundo siente como suyas. “No te vayas maestro”, le gritaban desde el público, “¡Viva México!”, decía otro ante las reiteradas menciones del artista a la que siempre fue su segunda tierra. Se apareció entonces el fantasma de Chavela Vargas, “mi Chavelita”, aquí en forma de verbena de verano al ritmo de El bulevar de los sueños rotos. Se veía otra vez de fondo, en las pantallas, al Sabina joven. Otra vez lágrimas. En la traca final, unas cuantas rancheras rodeando a Y nos dieron las diez, más ajustes de cuentas con la vida como Tan joven y tan viejo y para rematar, otro rockandroll, Princesa, que se trata de irse alegres y todavía quedan unos cuantos bolos por delante. Saltaban hasta los de 70. Lloraban los de 19. La primera prueba de Sabina en su plaza estaba superada, y para lo que muchos esperaban, con nota.
Ver noticia original