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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 19/05/2025 04:59
Primero fueron las pulperías, tomadas por la gente como lugar de reunión Había para todos los gustos. Estaban aquellos que iban los que sostenían al virrey, en otros se reunían los jóvenes que buscaban orientar la política hacia nuevos vientos y los concurridos por gente un tanto mayor. Había para elegir donde ir a tomar un café, hacer política o matar el tiempo en esa chata aldea que era la Buenos Aires colonial. Antiguamente, se iba a tomar a las pulperías. Lo que estaba a la orden del día era la sangría, que era vino carlón con azúcar, agua o algún jugo de frutas; también el café, que curiosamente se servía en jarros metálicos con tapa y con bombilla. Pero a las pulperías iba gente de toda calaña, y en algunas no era recomendable entrar. Fue el español quien impuso en estas tierras los florecientes negocios de la fonda, el café y la chocolatería, negocios que continuaron sus hijos y los hijos de éstos. Así se veía Buenos Aires, según el plano que dibujó el ingeniero Giannini en 1805. Era una pequeña ciudad donde los ámbitos de sociabilidad se concentraban en las famosas tertulias (Fuente: Los planos más antiguos de Buenos Aires 1580-1880,de A. Taullard) Los cafés serían el lugar de encuentro preferido de los porteños pertenecientes a la llamada elite. No se servía almuerzo, se iba a tomar algo, a leer, a discutir, a jugar a las cartas, ponerse al día con los chismes que daban vueltas por la ciudad o, directamente, ver pasar el tiempo sin hacer nada o, de pronto, presenciar alguna pelea entre parroquianos. Para todos los gustos Uno de los primeros cafés con los que contó en la Buenos Aires colonial fue el De los Catalanes, que abrió el 2 de enero de 1799 en la actual esquina de San Martín y Perón, en el microcentro porteño. Fue abierto por el italiano Miguel Delfino y cuando murió, pasó a manos de otro compatriota, un italiano simpático llamado Francisco Migoni y estaba ubicado en cruz con la mansión de los Escalada. Se concurría a los bares a tomar y a enterarse de las noticias y los chismes que circulaban por la ciudad Era un amplio local por el que se ingresaba por la ochava, con un gran patio, que además contaba con un toldo para los que esperaban el carruaje los días de lluvia. En sus mesas se reunían los que estaban en contra del virrey. La especialidad del lugar era el café con leche servido en grandes tazones, con una medida de azúcar. El mozo traía en el medio del plato una medida de azúcar y encima la taza. El parroquiano daba vuelta el plato, y cuando el azúcar quedaba en la taza, le servían el café y la leche hasta desbordar el recipiente y volcar algo en el plato. La bebida iba acompañada con tostadas untadas por una generosa capa de manteca y rociada con azúcar. También se podía tomar té, chocolate -acompañado de un vaso de agua- candial y horchata, “y alguna copita”, al decir de Wilde. Cerró en 1873. Durante los 46 días en que gobernó Buenos Aires, William Carr Beresford solía consumir lo que cocinaba el francés Aignasse Sin embargo, para ir al café más concurrido, saliendo del De los Catalanes, se debía cruzar en diagonal el barrial que solía ser lo que hoy conocemos como la Plaza de Mayo, era ir al Café de Marco, también conocido como Café de Mallcos o simplemente Café del Colegio, porque estaba en la esquina de Bolívar y Alsina, frente al Real Colegio de San Carlos, hoy Colegio Nacional de Buenos Aires. Además de promocionarse como confitería y botillería, tenía una atracción muy especial: contaba con dos mesas de billar, lo que convocaba a gente joven. Antiguamente conocido como “truque”, el primero en introducir el billar -entonces se escribía con “v”- en Buenos Aires fue Simón de Valdés, en el siglo XVII. Valdés, quien por un tiempo fue tesorero de la Hacienda Real, su verdadera fuente de ingresos era el contrabando y el comercio de esclavos. El Café de Marco disponía de un salón para tertulias. Se servía café, chocolate, vinos españoles, anís y sangría. Lo bueno que como contaba con un sótano, en verano servían bebidas frescas que se conservaban allí. Bernardo de Monteagudo era uno de los que solía arengar a los morenistas en el Café de Marco En su momento, reunía a partidarios del rey Fernando VII. Con la puja entre morenistas y saavedristas, el café se transformó en un reducto de los primeros. El Deán Gregorio Funes, abierto aliado de Saavedra, aseguró que lo frecuentaban “muchachos perdidos sin obligaciones”. Cerró en 1871. Musiú Raymund Un caso aparte era el De la Comedia. Abierto en la que hoy es la esquina de Reconquista y Perón en 1804, lo manejaba el francés Raymund Aignasse. Había llegado al país en 1790, y fue uno de los organizadores del banquete en honor al virrey Olaguer y Feliú, realizado el 12 de marzo de 1799 en la Chacarita de los Colegiales. El menú que ideó fue para hacerse notar: dos pavos grandes, diez pavitas, 22 pollos, 19 gallinas, 37 pichones de codorniz, además de bacalao, anchoas, pejerreyes, morcillas, salchichas y dulces. "Muchachos perdidos sin obligaciones", decía el Deán Gregorio Funes de la juventud que iba a los cafés a hacer política Aignasse brindaba un servicio único, algo similar a ese servicio tan requerido como es el “catering”: si una familia recibía invitados a comer, él no solo preparaba el menú, sino también llevaba lo necesario para armar la mesa con manteles y vajilla. De reconocida fama por sus habilidades culinarias, hizo que las familias enviasen a sus esclavos cocineros a tomar lecciones con él. El café de ese francés también disponía de una mesa de billar y, a través de una puerta, se comunicaba con el Coliseo Provisional de Buenos Aires, también llamado Teatro de la Comedia, donde su director de orquesta era el catalán Blas Parera, quien le puso música al himno argentino. Cuando los ingleses se apoderaron de Buenos Aires, fue Aignasse el que, habitualmente, le mandaba la comida al general William Carr Beresford, gobernador de Buenos Aires durante la ocupación. Allí se preparó la última cena para los condenados a muerte por el Motín de las Trenzas: gallina hervida, puchero de garbanzos, vino carlón, yerba y tabaco fue lo último que consumieron la decena de hombres que terminaron arcabuceados y sus cuerpos colgados en la plaza del Fuerte. Un capítulo aparte eran los mozos de los cafés. Atendían en mangas de camisa, con ropa sucia y fumando. Los que trabajaban en las fondas eran aún peores, ya que lo hacían en chancletas, sin medias y era costumbre la de intervenir en las conversaciones de los parroquianos. El De la Victoria, que abrió por 1820 en laque hoy es la esquina de Hipólito Yrigoyen y Bolívar, era el más caro, concurrido por gente de mayor poder adquisitivo y atendido por su dueño, el francés Lagarde. Las costumbres y modales de sus habitués hacían que no fuera el ambiente predilecto de la juventud. Su salón estaba decorado como un lugar aristocrático, con grandes espejos. Su especialidad eran los dulces caseros y cafés. Cerró en 1879. Había cafés y fondas para todos los gustos. Estaban aquellos donde concurrían las personas de mejor posición económica y aquellos frecuentados por gauchos y carreros Por 1825 abrió, donde nacía la calle Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) el café Dos Amigos, propiedad del italiano Victorio Furno. Fue de corta existencia, como el De Keen, en la actual 25 de mayo, entre Mitre y Perón. Por su parte Miguel Ferreyra, dueño del Café del Plata, ubicado sobre la calle que hoy se llama Rivadavia, presumía de haber sido el pionero en la fabricación de helados en Buenos Aires. Hubo otros cafés, como el de Domingo Alcayaga, que tenía una cancha de bolos o el de Agustín Rocha, que con la ruleta que instaló fue el imán de la gente de las afueras. Fondas En la que ahora es la esquina de Hipólito Yrigoyen y Defensa, funcionó la Fonda de la Catalana: allí la especialidad era el mondongo a la catalana. El local era atendido por una atractiva mujer que sabía cómo preparar deliciosos platos españoles. Por 1822 abrió, en la actual esquina de Rivadavia y 25 de mayo, La fonda de Faunch, más conocida como “El hotel inglés”. Levantado por James Faunch y su esposa Mary Morley, ya conocían el negocio al haberlo desarrollado en Londres. La calidad del servicio y de las comidas lo convirtieron en el epicentro de los encuentros sociales de la colectividad inglesa y además se transformó en uno de los mejores alojamientos de la ciudad. Los británicos lo adoptaron para realizar sus celebraciones y le festejaban el cumpleaños al rey Jorge IV. Por su parte los escoceses se reunían en la festividad de San Andrés, su santo patrono y los norteamericanos -que solían hospedarse en el hotel de la señora de Thorn- organizaban banquetes para los 4 de julio. Cinco años mas tarde se mudaron a la calle hoy llamada San Martín, frente a la Catedral y cuando Faunch falleció a comienzos de 1828, el negocio lo continuó su viuda, quien se casaría con su asistente. Finalmente en 1832 lo cerraron y el mobiliario y enseres fueron rematados. La pareja viajó a Europa y al año, cuando regresaban, su barco naufragó cerca del Río de la Plata y ambos murieron ahogados. El hotel sería comprado por el imprentero John Beech, pero ya nunca recuperaría el esplendor de antaño. Si uno quería comer algo rápido, al paso, convenía ir a la Fonda de los Tres Reyes, en la esquina que hoy forman 25 de mayo y Rivadavia. Atendido por Juan Bonfiglio, su hija era la mesera, una chica de mucho carácter y que no perdía la oportunidad, durante la ocupación británica, de increpar a los criollos por no haber hecho lo suficiente para echar a los ingleses en 1806. Esa fonda no era para clientes exigentes: lo que más salía eran los huevos con panceta o carne bien cocida. También solían reunirse los conjurados que participaron del famoso motín de Alzaga. Enfrente, sobre la vereda del Banco Nación, estaba la Posada del Sol, muy económica, usada por los gauchos y carreros que venían del interior. Había fondas peores, como la De la Ratona, en la calle Cangallo , donde todo estaba sucio. Manteles rotos, engrasados, con lamparones de vino y con los cubiertos más ordinarios que se pudieran encontrar. El menú estaba compuesto de sopa, puchero, carbonada con zapallo, asado, guiso de carnero, porotos, mondongo, albóndigas, bacalao y ensalada de lechuga. De postre, orejones, membrillo, pasas, nueces y un queso ordinario. Firma, tomada de documentos coloniales, de Pedro José Marco, el primer dueño del famoso café situado frente a la iglesia de San Ignacio (Caras y Caretas) Frente al Mercado del Centro, en donde hoy se cruzan Diagonal Sur y Perú, se encontraba el Hotel de José Smith, un hombre de color que se esmeraba con los platos criollos e ingleses, especialmente en los bifes que preparaba. Los miembros de la Asociación de Mayo lo tomaron como reducto, durante el rosismo. Hubo más locales, algunos mejores, otros peores, donde se mataba el tiempo en esa chata aldea que era Buenos Aires. Fuentes: Buenos Aires setenta años atrás, de José A. Wilde; Historia de la vida privada en la Argentina. De la colonia a 1870; Los cafés de Buenos Aires, de Jorge A. Bossio
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