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» Diario Cordoba
Fecha: 19/05/2025 01:34
Habitamos un mundo que siempre va con prisa. Esta prisa se manifiesta de diversas formas. Una de ellas es el modo y, sobre todo, el ‘tempo’ con el que nos comunicamos unos con otros. Y es que la mensajería instantánea nos ha vuelto, a este respecto, terriblemente impacientes, filtrando nuestros contactos y desactivando de ese modo los encuentros que más allá del móvil podría depararnos el azar. Dentro de este círculo restringido tampoco toleramos ya las esperas: es por eso, a causa de la prisa, por lo que maltratamos la sintaxis y la ortografía y recurrimos a esos atajos que son los emoticones. Todo esto nos ha dejado inermes frente al clásico pelmazo que -lento, muy lento- nos represa de golpe en la calle y nos empantana en una cháchara interminable que además no nos interesa. Es como el pitido agónico del antiguo módem: algo que nos llega de un mundo ya extinto y a pedales, y que desearíamos enterrar para siempre. Traigo aquí un recuerdo de aquel mundo. Los años sesenta tocaban a su fin. Nadie en su sano juicio podría haber imaginado lo que sería un wasap. En ese tiempo ya borroso había ocasiones en las que me veía obligado a acompañar a mi madre a hacer sus compras. A veces se detenía para charlar por la calle con alguna conocida. Aquello me desesperaba. Me agachaba sobre el suelo en un intento por mostrarle, sin palabras, todo mi descontento. Casi me arrastraba por la acera. Un paisaje también nervioso se revolvía allí debajo: hormigas furiosas, palitos encrespados, hojas inquietas, la boca desencajada de una alcantarilla. Pero mi madre seguía hablando. Ella no me veía. O si me veía, no atendía a mis requerimientos. Me vencía la impaciencia. Sólo ahora me pregunto si ese malestar que yo experimentaba no sería compartido también por ella, que en aquellos tiempos analógicos no podía pasar tan fácilmente de pantalla. Nos cansa la prosa de esas conversaciones que ahora llamamos «presenciales» y que no pueden silenciarse mediante un clic. Nos fatiga su discurrir lento y monótono, su cadencia previsible. Tienen lugar estas charlas en un mundo poblado por personas de carne y hueso, no por avatares o asistentes virtuales que confirman nuestros prejuicios y halagan nuestro ego. Por personas que reaccionan al calor (o al frío) de nuestra mirada o a ese moscardón que se ha puesto a revolotear por encima de nosotros, personas que se posicionan ante nuestros silencios o se abren paso entre nuestros titubeos. A veces se enfadan con nosotros, o rebaten lo que les decimos. Pero lo más habitual es que se consuman (y nos consuman) en largas parrafadas que nos aburren mortalmente. Y es que, como descubrió el célebre personaje de Moliere, hablamos en prosa. Pero vivimos también en ella. Salvo por la presencia casual de alguna cumbre aislada, nuestra vida discurre por una llanura árida y, sí, también prosaica. La prisa nos confunde con el señuelo de que hay algo nuevo allí donde nos lleva, pero al final siempre volvemos al mismo sitio. Transitamos así de la prosa a la prisa y de la prisa otra vez a la prosa. Las personas que nos encontramos parecen simples obstáculos que es preciso sortear. Es ante ellos que nos come la prisa. Pero, ¿no podría suceder que lo que de verdad importa se encuentre justamente allí, entre esas charlas insulsas, en esos encuentros desprovistos de sustancia? ¿Por qué huimos con tanta presteza de ese trozo crudo de prosa que es cualquier comunicación cotidiana? ¿Nos estaremos perdiendo algo con tanta prisa? *Escritor
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