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» Misionesopina
Fecha: 18/05/2025 20:50
Por Luis Huls* Este domingo 18 de mayo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires vivió un hecho histórico: la elección con menor participación ciudadana desde la vuelta de la democracia. En la capital más rica del país, donde no faltan trenes, colectivos ni asfalto; donde las plataformas digitales funcionan con precisión suiza y el delivery de sushi llega antes que una ambulancia en el interior profundo… apenas la mitad del padrón se molestó en ir a votar. Ni llovía, ni hacía frío, ni había piquetes. Simplemente, a la mitad de los porteños no le importó. Y eso dice mucho. En paralelo, el promedio de concurrencia en las otras cuatro provincias donde también hubo elecciones anteriores fue de un 55%. Bastante pobre. Y si seguimos esa tendencia, en Misiones, donde el promedio histórico roza el 73%, podríamos tener este 8 de junio una elección desangelada, sin épica ni esperanza. ¿Y si llueve? Peor. Acá no hay subte, hay caminos de tierra, picadas, barro y en algunos casos hay caminata para llegar a algunas escuelas rurales. Y sin embargo, el problema no es el clima. Es el hartazgo, no solo en Misiones sino en todo el país. Porque hay algo que está roto. Y no es nuevo. La casta política se viene desgastando a fuerza de promesas huecas y traiciones sistemáticas. Pero el colmo del desencanto llegó con el gobierno libertario. Ese que se presentó como el vengador de los desilusionados, el Robin Hood anarco que venía a dinamitar la casta y convertirnos en potencia mundial. Muchos que estaban desencantados no se dieron cuenta que era un mal chiste y le creyeron. Hoy están doblemente desilusionados: ni dinamita ni potencia. Solo ajuste, cinismo y motosierra para los de abajo. Por eso, el desencanto ahora es doble. Hablando del resultado, algo que dijo hace poco el periodista Damián Cunale es que a La Libertad Avanza le sirve la victoria en CABA como símbolo. No por los votos, sino por el relato. El gobierno necesita mostrar que se le puede ganar a las "estructuras de poder enquistadas", por los votos pero enquistadas, como la Renovación en Misiones, el PRO en la Capital y Gildo Insfrán en Formosa. Podrán usar el triunfo de CABA como relato pero hay dos problemas, uno es que LLA de Misiones no está haciendo campaña porque no quieren ganarle a la Renovación; y el otro hay que decirlo con todas las letras: CABA no es Argentina. Es una burbuja. Un país aparte. Allí gobierna el PRO hace 18 años, y al parecer, les encanta. Porque se creen diferentes. Y lo son: son porteños. Volviendo a nuestra tierra colorada, la antesala del 8 de junio se parece más a un zapping de TikTok que a una campaña electoral. Propuestas hay pocas. Discursos, menos. Lo que hay es una confusión generalizada. La gente que vota a la Renovación, en general, quiere que todo siga como está. Y el que vota en contra, lo hace por hartazgo, por bronca, por ideología o simplemente por cambiar algo. Pero no sabe bien qué ni con quién. Y ahí aparece el problema real: la oposición está más dividida que nunca. Todos peleando por el segundo lugar, peleando por el carguito, para salvar su quintita, sin pensar en un proyecto colectivo de poder. Mientras eso siga así, seguirán siendo cebollitas. ¿Se acuerdan del programa infantil? Bueno, eso: simpáticos, esforzados, pero siempre saliendo segundos. Hoy hay sublemas libertarios que no se diferencian entre sí, sublemas renovadores que se pisan la campaña, y hasta sublemas sin ideología ni propuestas. El ejemplo más random: Ramón Amarilla. Un ex policía preso por organizar una revuelta social, que logró meterse en la campaña pidiendo aumento de sueldo y no se sabe si es de derecha, de izquierda, libertario, renovador o qué. Lo único claro es que si entra, va a ser uno más de los 40 diputados. Y sin acuerdos con la Renovación, no va a lograr cambiar nada. Y si algo sabemos, es que la Renovación no pierde tiempo: acuerda, absorbe, seduce y devora. No quiero ser políticamente incorrecto pero la cruda verdad es que ni dan ganas de votar. Pero hay que hacerlo. No porque vaya a cambiar algo o todo. La verdad es que no va a cambiar nada. El 9 de junio todos los que votamos nos levantaremos temprano y tendremos que ir nuevamente a trabajar, a estudiar y seguir la vida como antes. Pero hay que votar porque la democracia no se sostiene sola. Porque hubo generaciones que dieron la vida por ese derecho. Y porque si no votamos, después no podemos quejarnos cuando los que tienen más plata, más estructura o más trampas terminan ganando. Desencantados o ilusionados, escépticos o militantes, fanáticos o resignados: hay que ir a votar. Porque si no, los que sí lo hacen —aunque sea por el bolsón, el cargo o el favor— seguirán decidiendo por todos. Y así, las estructuras seguirán enquistadas. Por el voto de la gente… o por la indiferencia de los demás.
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