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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 10/05/2025 06:50
La política contemporánea ha mutado desde el debate ideológico al dominio del espectáculo o la teatralización. Este desplazamiento no implica la total desaparición de las ideologías, sino su subordinación a una lógica mediática donde la imagen, el impacto y la inmediatez priman sobre la coherencia doctrinaria o el compromiso programático. Pero la cuestión respecto del fin de las ideologías en política, no es nuevo. En 1960, Daniel Bell sostenía que las ideologías habían agotado su fuerza como motores de transformación social. En El Fin de la Ideología, Bell afirmó que el progreso técnico y el consenso social del Estado de Bienestar desplazaban el conflicto ideológico clásico. Más tarde, Francis Fukuyama radicalizará esta tesis en El Fin de la Historia y El Último Hombre, argumentando que el modelo liberal-democrático había triunfado de manera definitiva tras la caída del Muro de Berlín, agotando la historia como lucha de ideologías. No obstante, ambas posturas han sido criticadas por simplificar la complejidad del campo ideológico, particularmente por Ernesto Laclau, quien sostuvo en La Razón Populista que el terreno ideológico nunca desaparece, sólo muta sus formas de articulación. Más allá de estos debates, en la práctica, la vacancia dejada por la retirada de los discursos ideológicos tradicionales ha sido progresivamente ocupada por la lógica del espectáculo como forma dominante. Guy Debord lo anticipó en 1967 cuando escribió La Sociedad del Espectáculo, donde denunció el mundo invertido donde lo verdadero es un momento de lo falso. Así, la política comenzó a construirse no sobre fundamentos racionales, sino como una narrativa visual diseñada para el consumo inmediato. En esta lógica, el político se convierte en una figura performativa, dejando de ser el representante de una ideología para ser el protagonista de una puesta en escena. A decir de Jean Baudrillard, un simulacro, donde la política es una serie de signos que simulan realidad sin contenido sustantivo, cuya vacuidad programática y falta de dirección ideológica es disimulada por una hiperactividad mediática. Sus principales consecuencias son la banalización y el cinismo. La primera, porque el consenso visual, propio del régimen estético contemporáneo, neutraliza el disenso, haciendo que la mayoría de las posiciones parezcan intercambiables y triviales, transformando la política en un entretenimiento donde lo importante no es qué se dice, sino cómo se representa. El cinismo, según Peter Sloterdijk en su Crítica de la Razón Cínica, es figurado por el ciudadano quien ya no cree en las narrativas políticas, pero participa igual, sabiendo que es una representación. Esta falsa lucidez, sustituye el compromiso ideológico por la emocionalidad mediática generando un modelo de ciudadano que no participa desde la comprensión, sino desde la identificación afectiva o el rechazo visceral, reemplazando el voto informado por el rating como métrica de éxito. Es decir, la política ya no elabora doctrina, produce impacto, razón por la cual toma impulso el personalismo, la polarización emocional y el cortoplacismo, en una sociedad que busca ser entretenida más que persuadida. Así, el político, en lugar de argumentar, contrastar fuentes, entender los fundamentos de una ley o su técnica legislativa, prioriza “habilidades blandas” sin anclaje epistémico. Esta tendencia se refleja en las elecciones legislativas de CABA donde muchos candidatos con cierta formación o trayectoria política, elijen una performance actoral. Manuel Adorni edificó su candidatura sobre una imagen sostenida en frases mordaces, conferencias de prensa con tono de stand-up y confrontaciones digitales que priorizan el sarcasmo sobre el análisis. Su retórica no expone políticas ni planes legislativos, sino memes. Es un vocero performer que genera agenda desde el antagonismo inmediato y el efecto viral, más que desde la argumentación jurídica o normativa, construcción de consensos o reformas estructurales. Ramiro Marra, youtuber devenido legislador, hace campaña con reacciones emocionales y diagnósticos simplificados de alta circulación, donde el contenido económico o jurídico cede paso al entretenimiento indignado. Pretende suplir con espontaneidad audiovisual y slogans efectistas la ausencia de resultados en su actual gestión legislativa, falta de densidad programática y de profundidad técnica. Su perfil no es de legislador, sino de influencer político sin programa. Caruso Lombardi lleva al extremo la espectacularidad. Sin trayectoria ni formación afín, transforma el proceso electoral en una extensión de la tribuna futbolística. Sus referencias al sentido común barrial apuntan más al efecto identitario que a la planificación institucional. No interpela a ciudadanos, sino a hinchadas, repitiendo fórmulas de denuncia e indignación que poco tienen que ver con la gestión legislativa. Rodríguez Larreta, pese a su experiencia, optó por el efecto verbal, el distanciamiento polémico del PRO y una narrativa de redención personal. El perfil técnico-administrativo que lo caracterizó se diluye en una estrategia que privilegia el rebranding emocional buscando reinventarse a través del marketing personal antes que del contenido. Leandro Santoro, pese a su formación teórica, dejó de argumentar desde principios doctrinarios del radicalismo o del kirchnerismo, según su origen o actualidad, estructurando su comunicación como reacción binaria a la derecha con gestos y lemas dramáticos, sin proponer reformas sistémicas o debates institucionales de fondo. Su saturada presencia mediática con intervenciones de tono apocalíptico desdibuja su potencial como figura deliberativa, presentándose más como ariete mediático que como legislador en políticas públicas. Silvia Lospennato construyó su candidatura en torno a causas nobles y sensibles que garantizan simpatía pública inmediata, pero en clave de espectacularidad discursiva y no de gestión legislativa. Su recurrencia a frases virales, imágenes simbólicas y apelaciones sentimentales desplazó toda propuesta concreta o fundamentación jurídica. Los candidatos de izquierda priorizan un activismo de exposición simbólica, centrado en exaltar protestas maximalistas, denuncias escénicas, sin respeto republicano ni apertura democrática ni viabilidad parlamentaria. Sus marchas, actos y discursos radicalizados tienen impacto simbólico, rara vez traducidos en estrategias legislativas. Lucille Levy, presentándose como rostro joven de la renovación cae en contradicciones. Apela a una narrativa generacional de romper con las mismas caras de siempre, pero desde un espacio liderado por Martín Lousteau, figura central de la política tradicional, exministro de economía de Cristina Kirchner, aliado coyuntural del PRO y referente de un radicalismo ambiguo. Levy reclama autenticidad desde la escenografía de la novedad, pero carece de proyecto doctrinario propio apoyándose en una figura que ha oscilado entre posiciones antagónicas y conductas contradictorias. Su campaña, centrada en un espectáculo juvenilizado, está más preocupada por capitalizar frustraciones generacionales que por traducirlas en leyes o políticas públicas consistentes. En este escenario, la figura de Yamil Santoro aparece como una excepción destacable. Formado en derecho, con experiencia y logros comprobados en gestión y políticas públicas, más un discurso que articula libertades individuales, defensa del republicanismo con eficiencia estatal, Yamil se posiciona como referente de una nueva generación de políticos que, aprovechando las estrategias comunicacionales, no renuncia al rigor argumentativo ni al compromiso con el contenido. Su perfil convoca a recuperar el lugar de la política como racionalidad pública, no como espectáculo. Sus intervenciones están centradas en un informe de gestión con producción legislativa verificable, donde en un año ha redactado y presentado más proyectos de ley relevantes para el porteño, que otros en cuatro. Gozando de una formación y representación sólida y responsable, su estilo argumentativo y deliberativo representa al político ilustrado distanciándose de la simulación que domina el escenario político actual. Su candidatura garantiza la posibilidad del discurso consistente, la formación técnica y el debate informado, revindicando la política como orientación de la acción colectiva hacia el bien común, sin que el espectáculo diluya esa referencia en favor del impacto inmediato. Figuras como la de Yamil Santoro demuestran que aún es posible una praxis política racional y basada en principios. Apostar por ello con nuestro voto no es un gesto nostálgico, sino una urgente necesidad de recuperar la razón y el compromiso con lo público, como brújula ética de la política.
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