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Parana » Ahora
Fecha: 09/05/2025 08:51
Buscadores, eso éramos. Buscábamos en los nidos, en las cajas de hojas, en las pilas de fotos viejas, en las alacenas, en el cajón de lápices, en las herramientas, en el montoncito de piedras que sobraban de una construcción fallida. Mamá tenía moldecitos de metal para cortar masas finas, formas de estrellas, corazones, rectangulitos. Preparaba la mezcla de manteca batida con azúcar, huevo, leche tibia, medía la proporción de harina, agregaba el polvo de hornear de una lata diminuta. La balanza sobre la mesa y su cara afilada contra los números. La veía tapar el bollo como si le subiera una manta a un recién nacido sobre la espalda. Usaba siempre un bowl enlozado blanco con bordes negros y un ramo pintado de flores celestes. El bowl se tambaleaba igual que una hamaca o una cuna. Después me entregaba uno de sus palos de amasar, repartía indicaciones que terminaban con “como quieras”, me entregaba la libertad para formar cosas nuevas. Cociné desde niña mirando la masa y lo que podía transformar con ella. “Cualquiera que escribe es un buscador, mirás la página en blanco y estás buscando. Nunca dejamos de hacerlo. Creo que esto es una bendición. Quiero decir, tener setenta y ocho años y seguir mirando, mirando…esto me sorprende” dice Louise Glück No sé cuándo empezó pero nunca dejé de hacerlo, mirar, buscar qué ver, traducirlo en letras que encerraba con candados. No me gustaba que leyeran. Me gustaba traducir un recorte de la vida. En la alquimia del lenguaje y la memoria, las cosas se transformaban. Había una profundidad nueva, existía la atmósfera, existía el sonido de lo que hubiese tenido que haber dicho: eso era. Tenía chances. En la fugacidad del presente, la hoja y la birome me daban otra oportunidad. Quizás era lenta, quizás sabía que si intervenía con palabras terminaba llorando ahogada sin poder decir. Me emocionaba y me ponía colorada de la vergüenza. Aún hoy siento pudor y me da bronca sentir que la cara se enrojece. Y después me tomo de la mano, me arrimo a mi falda y acaricio la curva del pelo brillante que se entibia con el sol y la palma de mi mano. Quizás los otros que buscaban conmigo encontraron animales y se hicieron veterinarios, quizás palpan las hojas de sus sembrados, quizás reconocen en las palabras la inutilidad de escribirlas todas y hacen con su cuerpo, empujan y arrean, señalan con las manos levantadas como carteles de tránsito. La masa que sobraba de los recortes se pegaba encima y formaba un montoncito. Podía formar cuerpos, guirnaldas de cuerpos y comerlas, ponerles sonrisas y caras caídas. En la vereda mi madre barría las hojas de los fresnos y las apilaba. Nos esperaba antes de meterla en bolsas. Decía “salten” y desparramábamos de nuevo lo que había juntado. No se enojaba nunca, esperaba que nos cansáramos y volvía a levantar la pila. Sigo buscando y encontrando sus gestos mientras camino por las calles amarillas, mientras reparto ingredientes entre otros niños curiosos.
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