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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/05/2025 04:41
Miguel de Cervantes, autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha La historia no siempre avisa cuando está a punto de cambiar. A veces lo hace en voz baja, sin testigos ilustres ni celebraciones. Como aquel 9 de mayo de 1605, cuando un libro titulado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha apareció en las calles de Madrid. El nombre de su autor —Miguel de Cervantes Saavedra— no era nuevo, pero tampoco reverenciado. Había sido soldado, prisionero y recaudador de impuestos. Su vida estaba más marcada por la penuria que por el reconocimiento. No sabía que con esa novela iba a fundar la narrativa moderna y a regalarle al idioma español su obra más universal. Ese día, sin que nadie lo advirtiera, el mundo conoció al caballero que perdió el juicio de tanto leer libros de caballería, que confundió molinos con gigantes, que vio en una labradora a una dama idealizada y que se lanzó a reparar agravios y enfrentar injusticias junto a un escudero de mirada terrenal. Alonso Quijano, rebautizado como Don Quijote, y Sancho Panza nacían para convertirse en inmortales. Una España en transición Para entender la magnitud de lo que ocurrió ese mayo de 1605, hay que mirar la España de la época. El imperio vivía un momento de desgaste: se habían perdido los Países Bajos, la economía sufría los efectos de la inflación y de las guerras, y la censura vigilaba cada línea impresa. La Contrarreforma imponía un tono severo, y la literatura circulaba bajo el ojo atento de la Inquisición. Miguel de Cervantes fue herido en la batalla de Lepanto Miguel de Cervantes tenía 57 años. Había sido herido en la batalla de Lepanto, donde una bala le dejó inútil la mano izquierda —por eso lo apodarían “el manco de Lepanto”—, había pasado cinco años preso en Argel tras ser capturado por corsarios, y su vida posterior fue errante, plagada de oficios burocráticos, deudas y estancias en prisión por problemas ajenos. No era un autor célebre ni respetado. Algunos historiadores sostienen que Cervantes era descendiente de judíos conversos, una condición que, en la España del siglo XVI, significaba llevar en la sangre una marca de sospecha. Su padre, Rodrigo, tenía un oficio común entre conversos —cirujano-barbero—, y los rastros familiares apuntan a linajes que, alguna generación atrás, practicaron el judaísmo. En tiempos donde la “limpieza de sangre” era moneda política y religiosa, Cervantes jamás aludió directamente a ese origen. Pero el hecho de haber vivido al margen del poder, su empatía hacia los perseguidos y una vida plagada de dificultades podrían tener raíces en ese pasado silenciado. El Quijote nació en ese contexto: no como la obra consagratoria de un escritor exitoso, sino como una novela audaz escrita por alguien que ya había vivido mucho y que se animaba a reírse de los géneros consagrados, en particular de las novelas de caballería que durante décadas habían dominado la literatura. Una novela que rompía con todo El Quijote desobedecía los moldes. En lugar de héroes sin fisuras y relatos lineales, presentaba a un protagonista delirante y entrañable, una crítica irónica de la sociedad y una estructura que incluía relatos dentro de relatos. No proponía una moral clara ni una enseñanza cerrada, sino una mirada compleja y contradictoria del mundo. El Quijote dibujado por Miguel Rep El libro se presentaba como una “historia verdadera” que Cervantes habría encontrado en un manuscrito árabe del historiador ficticio Cide Hamete Benengeli. Un morisco lo habría traducido. Ese juego —la historia dentro de la historia, el autor que cede la palabra, la ironía sobre la autoría misma— era algo inédito. Cervantes no se limitaba a contar una historia: jugaba con los mecanismos de la narración, con la idea misma de qué es ficción y qué es verdad. ¿Quién cuenta lo que leemos? ¿Quién puede narrar? También el humor del libro era distinto. No se basaba en chistes fáciles, sino en el lenguaje, el absurdo y los contrastes entre el idealismo del caballero y la crudeza del mundo real. Nos reímos de Don Quijote, pero también nos conmueve. Hay en él una humanidad tan profunda que, aunque desvaríe, se vuelve admirable. Es ridículo y heroico a la vez. Sancho Panza, con su pragmatismo y su ternura, es su cable a tierra y también el espejo del lector. La primera edición fue publicada en Madrid por el editor Francisco de Robles, e impresa por Juan de la Cuesta. El colofón indica que fue finalizada el 20 de diciembre de 1604, pero el libro recién empezó a circular a comienzos de 1605. El 9 de mayo de ese año se registró oficialmente su venta en la feria de libros de Valladolid, entonces capital del reino. Esa es la fecha que se toma como el inicio de su vida pública. La obra tuvo un éxito inmediato. En pocos meses se hicieron ediciones no autorizadas en Lisboa y Zaragoza. En 1608 ya estaba traducida al inglés. En 1612 circulaba por toda Europa. Cervantes, sin embargo, no recibió ganancias por ese éxito. Como era habitual en la época, el editor se quedaba con los beneficios. Los derechos de autor todavía no existían. Registro de la defunción de Miguel de Cervantes, escrito en 1616 El autor murió sin saber la revolución que había creado Aunque Cervantes escribió en el prólogo que su novela era una “invectiva contra los libros de caballería”, El Quijote no se limita a la parodia. Es una obra total. En ella conviven el diálogo filosófico, la crítica social, el relato popular, la poesía, la aventura y el drama. Muchos la consideran la primera novela moderna porque sus personajes tienen profundidad, porque evolucionan, porque los géneros se cruzan y porque no hay un narrador absoluto que lo controle todo. El caballero andante, que comienza como objeto de burla, se transforma en símbolo del idealismo, de la lucha contra el desencanto. Y Sancho, que parecía un simple criado, revela una sabiduría terrenal que equilibra la locura de su amo. Esa pareja quedó para siempre en la historia de la literatura como una metáfora de las contradicciones humanas: el deseo y el límite, el sueño y la realidad. Cervantes publicó la segunda parte de El Quijote en 1615, diez años después de la primera. Lo hizo en parte para responder a una versión apócrifa que circulaba bajo el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. Esa segunda parte es aún más profunda, más autorreflexiva, más melancólica. Los personajes ya saben que son célebres, que hay un libro sobre ellos. Es, otra vez, un juego literario adelantado a su tiempo. Miguel de Cervantes murió el 22 de abril de 1616, sin imaginar la dimensión que alcanzaría su obra. No fue hasta mucho después que El Quijote empezó a ser reconocido como una cumbre de la literatura universal. Hoy, más de cuatro siglos después, es el libro más traducido después de la Biblia. Se estudia, se cita, se reinterpreta. Pero sobre todo, se sigue leyendo. Restos de la tumba de Miguel de Cervantes (Reuters) Una obra que no envejece ¿Por qué El Quijote sigue vigente? Quizás porque habla de lo más humano: el deseo de cambiar el mundo, la capacidad de soñar incluso cuando todo parece perdido, la tensión entre la imaginación y la realidad. Porque su humor no envejece. Porque su tristeza sigue siendo actual. Porque su lenguaje, lejos de ser sólo barroco, tiene momentos de sencillez, de belleza pura. También porque cada lector encuentra algo distinto: una sátira, una tragedia, una novela de aventuras, una filosofía, una historia de amistad. El Quijote no es un libro: es muchos libros dentro de uno. Y como los clásicos verdaderos, no se agota nunca. Aquel 9 de mayo de 1605 pasó casi inadvertido. Se registró la venta de un libro. Pero ese día, sin que el mundo lo supiera, la literatura dio un paso gigantesco hacia lo que sería.
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