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Parana » Ahora
Fecha: 08/05/2025 19:51
El origen * Como si fuera viejo desde el origen o como si nunca creciera de tan nueva, la geografía empolvada de los pueblos sin río que lo atraviese, sin un charco, sin un lago parece haber nacido como un potro entre el heno. Primero un metal ensartado en la panza de la tierra, después el adobe. Alguien clavaba cosas y levantaba paredes. Los hombres como pájaros con sus casas hechas de barro. Las manos contra las manos, los pies igual que garras. Los ojos unas pezuñas enterradas en la arcilla. Me dijeron que Chigaco era un pozo y que por eso se inundaba el puentecito cuando llovía, los demás días estaba seco con el rasguño de una línea de agua hecha sarro. Los bordes del único puente que separaba el pozo que era el pueblo de las otras ramas de la ruta que llevaban y traían autos fugaces. Los bordes hundidos con yuyales, algunas bolsas de arpillera con más porquerías para contener la ilusión de un canal abierto en las zanjas. Si el charco se llenaba con lluvia, salíamos a mojar las botas o a pescar sapos con la vista encendida. Éramos niños y luciérnagas, una fosforescencia con ganas de iluminar los pozos. Los días secos nos volvían cabras alocadas con ganas de trepar árboles, con gestos de búsqueda siempre, saltábamos por las cornisas de casas que medían apenas más que las cabezas de los hombres altos. Habrán sido montañas los troncos caídos, habrán sido mares los alambres que atravesábamos para encontrar toros y el miedo a ser tragados por un tiburón entre el monte. Sabíamos que los jabalíes se cazaban de noche y que el fuego se encendía de día. El humo duraba como niebla en un cuadro. Nunca existieron búfalos, no hubo más que comadrejas en nuestra basura, bichos sucios con la mirada alumbrada por linternas de pilas inmensas, linternas pesadas como tubos de acero guardadas en la mesa de luz de las madres, los ojos encendidos como otros bichos verdes que buscaban saber qué éramos nosotros con nuestra curiosidad y con la escolta de mujeronas que nos quitaban las pelusas del temor. Eran mujeres y ladraban voces, acurrucaban niños como si en el pecho les crecieran plumas, cacareaban a los animales malos. Todo se expandía lento: los días eran largos, las siestas duraban inviernos enteros, las cáscaras de las mandarinas brillaban como un atardecer que no cerrada el estómago nunca. Hacían falta pocas cosas: la campana de una iglesia, la hilera de bancos para acomodar al pueblo, los árboles en una manzana que ensombrecían la tarde, hamacas de cadenas herrumbradas que se escucharan a lo lejos. No sabíamos que una música inmensa duraría la vida y atravesaría todos los tiempos. Los viejos quizás no eran viejos, sino que eran jóvenes adultos de cuarenta años que ya tenían joroba, ya tenían muelas vaciadas en la boca, ya tenían callos en la lengua y las rodillas flojas. Un chavalengo, un desgarbado, la renga más puta del pueblo. Los agujeros se mostraban en los alaridos que les pegaban a los caballos, en los llamados a los gurises que escapaban de la escuela, en las discusiones en las mesas, en los aplausos de festejos en los que estaban todos: la fiesta patronal, la cena del club, la quinceañera hija del intendente. Todos en el velorio y en la cancha, todos en el paso fúnebre hasta el cementerio raleado de cruces y de mármol. La muerte también se inauguraba con cada muerto. Había tres monjas como las tres estrellas de la noche, decíamos la del medio es la mía, decíamos refranes, no hay mal que por bien no venga, rezábamos sin fe, montábamos cortezas como si arriáramos barriletes y creíamos que sostener un vuelo nos daba altura en los cuerpos. Mis padres eran como los padres de todos, las mujeres eran como todas las mujeres, los chicos iguales entre sí, los borrachos chupaban lo que chupaban todos los borrachos, los puteríos se sabían siempre, las versiones se unificaban como un estribillo. Las casas estaban apenas separadas por una baldosa que empezaba distinta: la vereda aparecía para nosotros como una cordillera que caminábamos en ojotas, en patas, con alpargatas para ensayar el gato en el salón de la escuela a la tarde. Lentas vinieron también las máquinas con asfalto, apisonaron más la brosa que los camiones que dormían unos pocos días en el pueblo, camiones como elefantes blancos con rosarios enredados en los espejos, con cobijas atrás de los asientos. Los municipales arrojaron un vómito negro y pegotearon los bordes de las calles. El camión regador dejó de formar escamas en el lomo de la avenida. Antes habíamos jugado a caminar encima de la cola de un dragón, el agua y sus gotas secas imprimían la piel de animales que creíamos conocer en secreto: yararás, cururús, mulitas, caranchos, toritos diminutos que metíamos en los bolsillos, bichos bolitas entre los cuadernos. La lengua del pueblo se decía rapidito y en voz baja, las cabezas se giraban rápido y éramos lechuzas en las misas, nos tomábamos asistencia por encima del hombro, nos relojeábamos en la fila de la confesión, tomábamos el tiempo: el que demoraba mucho seguro que pecaba mucho, el que pasaba rápido por la oreja del cura seguro que escondía cosas. Nos dábamos la paz: un beso con los que no podíamos ni ver, un abrazo con los que nos gustaban para otra cosa, la mano siempre de la madre que rezaba por nuestro bien, por el trabajo que pagaba poco, por el marido que volvía solo de vez en cuando a la casa, el rezo de la madre era interminable y abarcaba rocas de un abismo que jamás veríamos. Los árboles siempre fueron inmensos, aún arrancados parecían buques y humeaban en lengua de pájaro. Traían loros desde antes que el verde existiera como color en las piedras preciosas. Los primeros árboles y loros que Adán gomereó andaban sueltos como las pelusas. Los loros hamacaban al viento con su griterío. Una vieja aparecía siempre más vieja que el pueblo y rajaba en dos el cielo, decía ya corté la tormenta. Y la voz de la mujer permanecía seca. No se quebraba nunca por ningún rayo.
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