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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/05/2025 04:34
Harry Truman fue un hombre común que tomó decisiones que cambiaron el curso de la historia (Credit Image: © Globe Photos/ZUMAPRESS.com) Era un tipo tosco, rudo, un poco temperamental. Los analistas de entonces creían que la vicepresidencia de Estados Unidos era un saco que, tal vez, le quedaba muy grande. Por eso, el presidente Franklin D. Roosevelt, que desde 1932 ocupaba la Casa Blanca y en abril de 1945 dirigía los esfuerzos finales de Estados Unidos contra la Alemania de Adolf Hitler y, en el Pacífico, contra el imperio japonés, jamás le informó sobre algún asunto oficial; es más, el vicepresidente Harry S. Truman ni siquiera había puesto sus pies en el “war room”, la sala de situación de la Casa Blanca donde se seguía la guerra paso a paso. En abril de 1945, el dúo presidencial llevaba apenas tres meses en la Casa Blanca, era el cuarto mandato de Roosevelt, y Truman era un hombre desinformado. El 12 de abril, Roosevelt, que cargaba con una salud deteriorada, murió de golpe mientras posaba para un retrato en Warm Spring, Georgia. Alcanzó a decir que le dolía la cabeza, antes de caer fulminado por una hemorragia cerebral masiva. A Truman, que a esa hora había aplazado en Washington una reunión en el Senado que presidía, para ir a tomar un trago con el presidente de la Cámara de Representantes, Sam Rayburn, le avisaron que debía ir urgente a la Casa Blanca. Cuando llegó, la flamante viuda de Roosevelt, Eleanor, le dio una noticia que eran dos: Roosevelt había muerto y él era ahora presidente de Estados Unidos. Demudado, Truman preguntó a Eleanor Roosevelt si podía hacer algo por ella. Y Eleanor, que tenía el empuje de una locomotora, le contestó: “¿Hay algo que podamos hacer por usted? ¡Usted es el único que está en problemas ahora…!” Lo estaba. Seis días después, el 18 de abril escribió una reveladora carta a su familia, mientras los rusos bombardeaban Berlín y Hitler, encerrado en su bunker, meditaba en suicidarse antes de caer en las odiadas manos soviéticas: lo hizo el 30 de abril. La carta del flamante presidente de Estados Unidos a su familia decía: “Los pasados seis días no he tenido un instante de reposo. Juré el cargo a las siete y nueve minutos de la tarde (hora bélica del este) del 12 de abril y hoy estamos a 18 de abril. ¡Seis días como presidente de los Estados Unidos! Parece increíble. También hoy ha sido un auténtico palizón. Me dispongo a meterme en la cama, pero he preferido antes escribirles unas líneas. Tan pronto estemos instalados en la Casa Blanca, podrán venir ambos a visitarnos. Muchos abrazos de vuestro muy preocupado hijo y hermano. Harry”. Con una salud deteriorada, el presidente Franklin Roosevelt murió de una hemorragia cerebral masiva el 12 de abril de 1945 Una carta furiosa Harry iba a dar varias muestras de su carácter rudo, a veces implacable y temperamental. Su hija Margaret, que había nacido en 1924 y triunfaría luego como escritora, quiso ser cantante cuando veinteañera y con su papá presidente. Se presentó con un recital en el Constitution Hall. No era una gran intérprete, para decirlo de alguna forma tal vez elegante. El crítico musical del Washington Post, Paul Hume, escribió que la hija del presidente “no canta demasiado bien; desafinó buena parte del tiempo y lo que canta no comunica emoción alguna”. Era una muestra de cómo se puede ser piadoso y despiadado en pocas líneas. Como siempre hubo gente que pensó que el periodismo se iba a terminar para siempre, Truman, el presidente, escribió una furiosa carta a Hume. Decía: “Acabo de leer su asquerosa crítica sobre el concierto de Margaret (…) En mi opinión, es usted un viejo frustrado (…) Espero tener ocasión de encontrarme con usted algún día y. cuando eso ocurra, va a necesitar una nariz de recambio, unos cuantos bistecs para ojos morados y tal vez unos nuevos calzoncillos. H. S. T.” La pobre Margaret Truman se sintió humillada por la reacción de su papá y dijo a los periodistas: “Estoy segura de que mi padre no usaría jamás ese lenguaje”. Después se echó a llorar y subió corriendo las escaleras de la Casa Blanca rumbo a su cuarto. Truman hizo un mea culpa y admitió: “A veces, las debilidades de la naturaleza humana prevalecen sobre mis buenas cualidades”. La siguiente crítica de Hume sobre otro espectáculo musical, empezó así: “Si se me permite expresar mi opinión…” Y todos tan amigos. Tras la muerte de Franklin Roosevelt, Harry S. Truman llegó a la presidencia de Estados Unidos el 12 de abril de 1945 (Crédito: Wikimedia) La tosquedad de Truman, igual, al lado de lo que se ve hoy en algunos líderes políticos el tipo era Julio César, no le impidió, y podría habérselo impedido, lidiar con la pesada sombra que dejaba Roosevelt después de casi trece años de mandato y tres reelecciones; poner fin a la Segunda Guerra en Europa; manejar con la misma mano de hierro del presidente muerto la rendición incondicional de Alemania; reunirse con Winston Churchill y con José Stalin en Potsdam para delinear qué hacer con el Japón todavía beligerante; ordenar el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; encarar el nuevo papel de Estados Unidos como flamante líder mundial en una posguerra incierta; ordenar una economía todavía en dificultades que provocó una gran escasez y numerosas huelgas; timonear los inicios de la Guerra Fría en la que el antiguo aliado, la URSS pasó a ser el enemigo a enfrentar; defender al antiguo enemigo, Alemania, para que resurgiera en Europa a través del Plan Marshall de reconstrucción y desarrollo; amparar el nacimiento de las Naciones Unidas; reconocer el Estado de Israel en mayo de 1948; enfrentar el bloqueo de la Berlín ocupada ordenado por Stalin en junio de ese mismo año; ser electo presidente después de completar el período que había iniciado Roosevelt; impulsar el nacimiento de la OTAN; batallar con la caza de brujas desatada por el macartismo; y salir ileso de un intento de asesinato. Portada de Daily News (New York) con la rendición de Japón “Yo soy el responsable final” Todo eso en ocho años de gestión. Y no fue un presidente popular, más bien todo lo contrario. Rigió su gobierno con dos máximas de hierro, simplotas como su dueño. Una estaba escrita en forma de pequeño cartel en su escritorio del Salón Oval: “The buck stops here”. Es una expresión del póker que significa “Yo soy el responsable final”. La otra frase no estaba escrita pero fue dicha muchas veces por el presidente a los miembros de su gabinete: “If you can’t stand the heat, you better get out of the kitchen”, que significa: “Si no podés aguantar el calor, es mejor que salgas de la cocina”. Esa franca llaneza, esa jovial sencillez le deparó admiradores y enemigos. En plena guerra de Corea, el 11 de abril de 1951, Truman destituyó del mando de las tropas americanas al general Douglas MacArthur, un héroe de la Segunda Guerra. Era MacArthur y no Eisenhower, el prestigioso general en quien el poder político estadounidense pensaba llevar a la Casa Blanca en la segunda mitad de los años 50. Truman lo borró de un plumazo, cortó la carrera política, y las ambiciones, del general y de alguna manera lo hundió en el pozo de la historia. ¿Qué había pasado? MacArthur había pensado, y dicho, que debía atacar las bases de abastecimiento chino a Corea del Norte, lo que equivalía a ampliar la guerra y tal vez involucrar en ella a China y a la URSS: Stalin y Mao Tsé Tung proveían aviones, pilotos y combatientes al norte coreano. Truman dijo que la política exterior de Estados Unidos la fijaba él como presidente y no MacArthur. El general tuvo un gesto despectivo, tal vez también una palabra, y Truman lo relevó. De inmediato, amigos comunes intentaron arreglar lo que no tenía arreglo. La crisis fue resumida por Truman con una lógica fiel a su estilo: “A mí, MacArthur puede decirme lo que él quiera; pero al presidente de los Estados Unidos, no”. El relevo de MacArthur le costó a Truman parte de su carrera política. Su índice de popularidad bajó cuando le faltaban dos años para terminar su mandato. El senador Robert Taft propuso iniciar un proceso de destitución contra el presidente, una iniciativa que la prensa, el “Chicago Tribune” en especial, justificó en un duro editorial: “El presidente Truman debe ser acusado y condenado. Su retirada precipitada y vengativa del general MacArthur es la culminación de una serie de actos que han demostrado que no es apto, ni moral, ni mentalmente, para su alto cargo. La nación norteamericana nunca ha estado en mayor peligro. Está dirigida por un loco que está rodeado de bribones.” Lo de bribones tenía tela para cortar: varios funcionarios del gobierno habían sido acusados de actos de corrupción, cargos que jamás alcanzaron al presidente. Truman capeó la tormenta de su impopularidad, se animó a presentarse para ser reelecto en 1952, en marzo perdió la interna demócrata con Estes Kefauver, canceló su campaña y se retiró de la política. Los demócratas perdieron la elección presidencial a manos de Dwight Eisenhower, otro héroe de la Segunda Guerra, comandante supremo de los aliados en Normandía. Soplaban nuevos vientos. Su decisión más controvertida De todas las serias decisiones que debió tomar Truman en sus casi ocho años de gobierno, la más grave, al menos la que más controversia provocó, fue la de arrojar dos bombas atómicas sobre Japón. El 6 de agosto de 1945 el B-29 “Enola Gay” dejó caer sobre Hiroshima la primera, a la que llamaron no sin ironía “Little Boy – El niño”, y provocó la muerte de más de ciento cuarenta mil personas. Tres días después, otro B-29 llamado “Bockscar”, arrojó otra bomba, esta vez se llamaba “Fat Man - El Gordo” y mató a más de ochenta mil habitantes de Nagasaki. Japón se rindió el 14 de agosto y firmó su derrota en los primeros días de septiembre. Fotografia del hongo nuclear realizada desde el mismo bombardero B-29 que arrojó la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima EFE/INTERNATIONAL NEWS PHOTOS/Archivo El debut de la Humanidad en la era atómica despertó, entonces y después, una honda polémica política y moral. Los defensores del uso de un arma de semejante capacidad destructora, que no volvió a usarse hasta ahora, argumentaron que fue necesario para que Japón aceptara lo inaceptable, como adujo el emperador Hirohito en un mensaje radial. De verdad, los señores de la guerra japoneses planeaban forzar una invasión aliada, resistir en el interior de la isla, en las calles y las casas de Tokio y causar miles de muertes enemigas. Quienes cuestionaron la atómica argumentaron que su uso había sido innecesario y básicamente inmoral. Truman escribió sobre su decisión luego de dejar la presidencia: “Sabía lo que hacía cuando detuve la guerra. No me arrepiento y, bajo las mismas circunstancias, lo volvería a hacer”. Un familia de granjeros Quien hablaba así sobre el uso del arma más poderosa jamás creada hasta entonces, había nacido el 8 de mayo de 1884, hace ciento cuarenta y un años, en Lamar, Missouri. Era hijo de un agricultor y vendedor de ganado que en los tres primeros años de vida vivió en tres granjas diferentes hasta llegar a la de sus abuelos. Por fin, su familia se mudó a Independence para que el chico, que tenía seis años, pudiera ser un feligrés más de la Iglesia presbiteriana de la Escuela Dominical. No fue a la escuela hasta los ocho años. Lo formó su madre que le metió en el alma la música, la lectura y la historia. Truman mantuvo con su madre una relación muy estrecha incluso cuando ya era presidente, y a la que le pidió consejo político en más de una ocasión. Se graduó en la secundaria de Independece, trabajó como cronometrador del ferrocarril de Santa Fe, durmió a la vera de los rieles en compañía de vagos y buscas de distinta calaña, recaló después en el correo de Kansas City: un chico rudo que a sus diecisiete años le propuso matrimonio a Bess Wallace que lo rechazó, por cierto inducida por la férrea oposición familiar. El chico Harry le dijo entonces que ganaría más dinero que un agricultor antes de volver a pedirle casamiento. Era muy miope, precisaba lentes con gran aumento, pero se las arregló para superar la prueba visual e ingresar a la Guardia Nacional de Missouri: se aprendió de memoria la tabla de letras, números y signos del examen. La Primera Guerra Mundial lo vio en Francia como oficial al mando de la batería D, 60ª Brigada de la 35ª División de Infantería. Durante un sorpresivo ataque alemán en la cordillera de los Vosgos, la batería de Truman, que era algo así como la corte de los milagros, conocida por su indisciplina endémica, empezó a dispersarse. Truman los llamó al combate con unos alaridos y unos insultos tan monstruosos que hubieran ruborizado a Atila, y a su caballo también: sus soldados se reagruparon entre temerosos y fascinados por el carácter de su jefe y el tronar de sus blasfemias: “Las aprendí cuando trabajaba en el ferrocarril de Santa Fe”, confesaría después el capitán Truman. En la guerra aprendió liderazgo e imprudencia: sobre el final de la guerra y ante el armisticio inminente, escribió: “Es una lástima que no podamos entrar y devastar a Alemania, y cortarle las manos a los niños alemanes y los pies y la cabellera a los ancianos”. Volvió a Independence como capitán y, pese a no ganar más que un agricultor, se casó con Bess el 28 de junio de 1919, el mismo día de la firma del Tratado de Versalles. Gracias a su contacto estrecho con el líder político de Kansas, Tom Pendergast, fue elegido juez de la Corte del Condado de Jackson, un puesto administrativo y no judicial. Entre 1935 y 1945 fue senador por Missouri y jamás llegó a deslumbrar a Roosevelt, que en el primero de sus mandatos peleaba por ordenar la economía del país, devastada tras el crack financiero de 1929. Todas las miradas hacia su figura Fue la “Comisión Truman”, que presidió e investigó un escandaloso despilfarro militar que combinaba el fraude y la mala gestión, el que consagró su figura política junto con la revista “Time”, que le dedicó una de sus tapas, lo nombraría luego Personaje del Año en 1945 y 1948. La atención nacional que despertó Truman hizo que Roosevelt, de no muy buen grado, lo convocara para ser su compañero de fórmula en las elecciones de 1944, después de tres meses de meditación presidencial sobre a quién llevar del hombro a la Casa Blanca. Roosevelt y Truman juraron sus cargos el 20 de enero de 1945. Pero el presidente no llevó del hombro a su vice; lo mantuvo lejos, en coincidencia con la visión de los próceres demócratas que juzgaban a Truman como un hombre cordial, pero un político de segunda línea. El historiador William Manchester trazó un perfil de Truman como flamante presidente y arriesgó cierta esperanzada ilusión con la que lo recibió parte de la sociedad estadounidense, sacudida por la pérdida de un hombre de la talla de Roosevelt al que tanto le debían: nada menos que el triunfo en la Segunda Guerra: “Es cierto que (Truman) carecía de garbo, tacto, brillantez y carisma; pero millones de personas a las que intimidaba la distante arrogancia de F. D. Roosevelt, apreciaban en grado extremo el desenfado y la naturalidad sin pretensiones de H. S. Truman (…)” Bomba atómica "Fat Man", producida como parte del Proyecto Manhattan. US War Department El hecho es que, cuando Roosevelt murió, tres meses después de asumir, Truman era el funcionario más desinformado de la administración. No sabía nada sobre el Proyecto Manhattan, en pleno desarrollo y a punto de ensayar con éxito la primera prueba atómica. Sobre esas investigaciones atómicas de Estados Unidos sabía más Stalin, recluido en el Kremlin, que el vicepresidente Truman, que recién recibió un informe detallado sobre el desarrollo atómico americano el mismo día de la muerte de Roosevelt, horas después de jurar su cargo, de boca del secretario de Guerra, Henry Stimson. En menos de tres meses, el todavía flamante presidente de Estados Unidos había casi completado el siempre difícil período de aprendizaje presidencial. No lo hizo solo: a su lado seguía buena parte de la administración de Roosevelt, entre ellos Stimson. En julio de 1945, Truman viajó a Potsdam, en la Alemania vencida, para reunirse con Churchill y con Stalin, para delinear qué hacer con la Alemania en ruinas, para tratar de frenar los ímpetus del soviético que intentaba adueñarse del este europeo, y para definir la guerra con Japón, el último vestigio de la gran tragedia que había significado la Segunda Guerra. Truman intentaba, lo logró, que la URSS declarara la guerra a Japón para abrir un nuevo frente oriental, para aliviar a Estados Unidos y a Gran Bretaña del peso de esa guerra porfiada y fanática, y para acelerar, si eso era posible la rendición incondicional del orgulloso y enceguecido imperio japonés. Sólo que el imperio japonés no tenía ninguna intención de rendirse. La conferencia de Potsdam empezó el 17 de julio de 1945. El día anterior, en Álamo Gordo, Nuevo México, un grupo de científicos, invitados especiales y las tropas de la base aérea americana, todos protegidos por un muro de cemento a más de diez mil metros de una columna de acero instalada en medio de la nada, habían visto el estallido de la primera bomba atómica: una gigantesca nube en forma de hongo, envuelta en una luz cegadora, que se había elevado a más de trece mil metros de altura y a la que se le calculaba un poder destructivo de entre quince a veinte mil toneladas de TNT. El enorme poder explosivo era lo de menos; el poder radiactivo aún no se había medido. La torre a la que estaba aferrada la bomba se había vaporizado. En Potsdam, Attlee, Truman y Stalin “El niño ha nacido bien” El 17 de julio, camino a su encuentro con Churchill y con Stalin, Truman recibió un telegrama que decía: “El niño ha nacido bien”. El niño era “Little Boy”, el nombre clave de la bomba. Poco después de la llegada de ese telegrama, Stimson, el secretario de Guerra americano, fue al palacio ruinoso que hospedaba a la delegación británica, custodiada por los soviéticos, para ver a Churchill antes de que lo viera Truman: iba a informarle sobre la bomba atómica. Cuenta Churchill en sus “Memorias”: “El 17 de julio llegó una noticia que podía conmover al mundo. Por la tarde, Stimson estuvo en mi casa y me puso delante un telegrama que decía: ‘El niño ha nacido bien’ Así fue cómo me enteré de que algo extraordinario acababa de suceder. Significa –me dijo– que el experimento del desierto de México ha tenido éxito. La bomba atómica es una realidad”. Winston Churchill y Harry Truman (Foto:Abbie Rowe/Wikimedia) Al día siguiente, 18 de julio, Truman recibió un informe técnico sobre los efectos devastadores de la nueva arma, informe que compartió de inmediato con Churchill, a quien confió además su decisión de arrojarla sobre Japón para poner fin a la guerra. La de ese día había sido una jornada muy intensa para Truman: Stalin se le había aparecido por sorpresa en su despacho, en un encuentro fuera del riguroso horario de la conferencia. Truman anotó en su diario: “Pocos minutos antes de las doce, levanté la vista del escritorio y allí estaba Stalin, en la puerta. Me puse de pie y avancé para encontrarme con él. Extendió la mano y sonrió. Yo hice lo mismo, temblamos... y nos sentamos”. Después del mutuo temblor, los dos líderes que pronto serían enemigos, intercambiaron elogios y agradecimientos por la cooperación durante la guerra y se felicitaron por haber derrotado al nazismo. Después ampliaron su encuentro a sus asesores, almorzaron todos juntos, brindaron y posaron para las fotos. Esa noche, Truman escribió en su diario: “Puedo lidiar con Stalin. Es honesto, pero inteligente como el infierno”. La divergencia entre honestidad e inteligencia, era una curiosa especulación de Truman. Potsdam es otra historia a ser contada. Truman, y también Churchill, sintieron la obligación, o la responsabilidad, de informar a Stalin, que había sido un aliado y ahora estaba bajo sospecha de extender el comunismo a toda Europa, que Estados unidos tenía en su poder un arma formidable, pero sin decirle en qué consistía: era un trabajo para cirujanos. El 24 de julio, todavía con la Conferencia en marcha, Truman aprobó los planes militares para arrojar cuanto antes una bomba atómica sobre Japón. Su orden decía: “El Grupo Mixto 209 de la 20ª Fuerza Aérea arrojará la primera bomba especial tan pronto el estado del tiempo permita el bombardeo visual, en cualquier momento después del 3 de agosto de 1945, sobre uno de los siguientes blancos: Hiroshima, Kokura, Niigata o Nagasaki”. Una verdad parcial Ese mismo día, Truman decidió decirle a Stalin una verdad parcial, porque ya había obtenido del soviético su promesa, que fue cumplida, de declarar la guerra a Japón. Y decidió también el tono y las palabras que iba a usar: sería algo casual, casi sin importancia, en medio de una charla informal. El 25 de julio, cuando terminaron las diarias deliberaciones plenarias de los Tres Grandes y todos habían dejado ya la enorme mesa redonda que los albergaba, Truman llamó aparte a Stalin y conversaron, intérpretes por medio, sobre los acuerdos y disensos del día. Fue entonces cuando Truman, como al pasar, casi con indiferencia, dijo a Stalin que Estados Unidos había desarrollado con éxito una nueva bomba, mucho más poderosa que las conocidas hasta ese momento, de una “inusual fuerza destructiva”. No le dijo nada más. Stalin no pareció estar muy impresionado por la noticia. A cinco metros de distancia, los ojos alertas de Churchill lo registraron todo. Luego, escribiría en sus “Memorias”: “Sabía lo que se proponía revelar el Presidente y era vital medir el efecto que la noticia ejercería sobre Stalin. Pareció quedar encantado. ¡Una nueva bomba! ¡De un poder extraordinario! ¡Probablemente decisiva en la guerra contra el Japón! ¡Qué suerte! Esta fue la impresión que saqué en aquel momento. Estoy seguro de que Stalin no tenía la menor idea de la importancia de lo que acababa de oír (…) Si hubiera tenido alguna idea de la revolución que se estaba produciendo en los asuntos mundiales, su reacción hubiera sido muy distinta (…) Pero su rostro permaneció alegre y cordial y la conversación entre los dos gobernantes llegó pronto a su fin. Mientras esperábamos nuestros coches, me encontré junto a Truman. -¿Cómo fue la cosa?, le pregunté. -No me hizo ninguna pregunta, respondió. (…)” Stalin tenía respuestas, no preguntas. Sabía del “Proyecto Manhattan” que había diseñado y construido la bomba estadounidense porque se lo habían adelantado sus espías, o los simpatizantes de la URSS que tenían acceso directo a aquel proyecto, entre ellas Klaus Fuchs, físico y doctor en Filosofía, miembro del Partido Comunista de Alemania desde los peligrosos días de 1932, en pleno ascenso de Hitler al poder. Tal vez Stalin no conociera el poder devastador de la bomba americana, que sí conocía Churchill, pero podía imaginarlo porque los científicos de la URSS estaban metidos en el diseño de una bomba atómica soviética; un proyecto ultra secreto que no conocían ni Truman ni Churchill: ni siquiera lo imaginaban. La Conferencia de Potsdam terminó el 2 de agosto. Ese mismo día y a bordo del crucero “Augusta” que lo llevaba de regreso a Estados Unidos, Truman ordenó usar la bomba atómica sobre Japón. Tres días después, el 5 de agosto, “Little Boy” estaba ya instalada en el compartimento de bombas del B-29 llamado “Enola Gay” porque así se llamaba la mamá de su piloto, el coronel Paul Tibbets. La bomba no estaba montada, una delicada operación que se haría en vuelo. Al día siguiente, 6 de agosto, cayó sobre Hiroshima. Truman atravesó el resto de los años de su presidencia con suerte dispar. El 5 de marzo de 1946 llevó a su viejo aliado, Winston Churchill, a disertar al Westminster College de Fulton, Missouri. Fue un día histórico en el que Churchill acuñaría un término también histórico: “Desde Stettin –dijo– en el Báltico, hasta Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido a través del continente. Detrás de esa línea se encuentran todas las capitales de los antiguos estados de Europa Central y Oriental. (…) Todas estas ciudades y las poblaciones que las rodean se encuentran en lo que debo llamar la esfera soviética, y todas están sujetas, de una forma u otra, no solo a la influencia soviética sino a un control muy alto y, en algunos casos, creciente de Moscú” Así fue que nació la legendaria “Cortina de Hierro”. La “Doctrina Truman” Truman enfrentó años de conflictos sociales, grandes huelgas obreras y una difícil transición entre una economía de guerra a una economía de paz, sumada a la reconversión de gran parte de la industria bélica que ya no era necesaria, al menos no era tan necesaria como en los días de la Segunda Guerra. Apoyó la creación de las Naciones Unidas y sostuvo la recuperación de Alemania a través del Plan Marshall de reconstrucción económica y social de aquel país desgarrado, y ganó parte del apoyo bipartidista de Estados Unidos a gracias a la “Doctrina Truman” que se basaba en ayudar a los países democráticos “amenazados por fuerzas autoritarias externas o internas.” Era la Guerra Fría. Reconoció al Estado de Israel en mayo de 1948, pese a las advertencias árabes y británicas, apenas once minutos después de que Israel se independizase como nación. Luego escribió: “Hitler ha estado asesinando judíos de izquierda a derecha. Lo vi, y aún sueño con eso hoy en día. Los judíos necesitan un lugar donde puedan ir. Es mi responsabilidad que el gobierno estadounidense no permanezca de brazos cruzados mientras que a las víctimas de la locura de Hitler no se les permita construir una nueva vida”. En 1948, ya con su popularidad cuestionada, se presentó como candidato a presidente, ya que terminaba de cumplir el mandato de Roosevelt. Nadie creyó que pudiera ganar. James Roosevelt, hijo del ex presidente, le propuso la candidatura demócrata a Eisenhower, que se negó a aceptarla. Truman fue candidato y cuando daban por segura su derrota, ganó las elecciones de ese año. Una foto famosa lo muestra sonriente y feliz, con un diario muy crítico a su gobierno, el “Chicago Tribune”, que había titulado en su primera plana “Dewey defeats Truman. Dewey derrota a Truman”. El gobernador de Chicago, Thomas Dewey, era el rival republicano de Truman y el diario había cometido un grosero yerro: había anticipado un triunfo que no existía. El 4 de noviembre de 1948, el presidente Harry S. Truman sostiene una edición del día de las elecciones del Chicago Daily Tribune, que –basándose en los primeros resultados– anunciaba erróneamente "Dewey derrota a Truman" (AP Foto/Byron Rollins, Archivo) En enero de 1949, Truman asumió su segundo mandato, el primero ganado en una elección: fue la primera asunción presidencial televisada de la historia. Ese segundo mandato estuvo signado por el nacimiento de la Alianza del Atlántico Norte, OTAN, por la Guerra de Corea, por la caza de brujas desatada por el senador Joseph McCarthy que denunció una infiltración comunista en el gobierno, en las fuerzas armadas y en general en el resto del amplio tejido social americano. Intentó luego ser reelecto en noviembre de 1952, pero fue derrotado en la convención demócrata por Estes Kefauver, que sería derrotado a su vez en las elecciones generales por Eisenhower, que ahora había aceptado el ofrecimiento de los republicanos. Truman se retiró de la vida política, regresó a Independence para vivir en la casa de su mujer, Bess. No tenía ahorros personales. Rechazó varias ofertas para representar a firmas comerciales y declaró como única fuente de ingresos su antigua pensión del ejército: ciento doce dólares con cincuenta y seis centavos mensuales. Escribió, mejor hizo escribir por plumas poco expertas y en un lenguaje un poco alambicado, unas memorias desleídas que se publicaron en dos tomos en 1955 y 1956: “Memorias de Harry S. Truman: Años de decisiones” y, el segundo tomo, “Años de juicios y esperanza”. No ganó con ellas mucho dinero. En 1957 dijo al entonces líder de la mayoría de la Cámara de Representantes: “De no haber sido porque pude vender una propiedad que mi hermano, mi hermana, y yo heredamos de nuestra madre, estaría prácticamente en la ruina, pero con la venta de esa propiedad tampoco estoy aliviado económicamente”. Tal vez fueron las penurias económicas de Truman las que decidieron al Congreso a aprobar una “Ley de ex presidentes” que ofrecía una pensión de veinticinco mil dólares anuales a quienes hubiesen dejado atrás la mítica Casa Blanca. Truman murió el 26 de diciembre de 1872, a los ochenta y ocho años por un fallo multiorgánico: veinte días antes había sido internado en el Centro Médico de Investigación de Kansas por una congestión pulmonar. Su mujer murió diez años después, en octubre de 1982. Están enterrados juntos en los terrenos de la Biblioteca y Museo Presidencial Harry S. Truman, en Independence.
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