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» Diario Cordoba
Fecha: 07/05/2025 02:04
Hay una enfermedad que carcome lentamente a las democracias: la de tolerar, en nombre de su propia amplitud, a quienes quieren asfixiarla con su abrazo. Ya lo sentenció Donoso Cortés -a quien tanto temen los oráculos de la modernidad-: «Cuando el mal no se combate, se multiplica; cuando se negocia con él, se impone». Hoy asistimos, en España, a una pantomima trágica donde partidos que niegan el fundamento mismo del orden constitucional se convierten en albaceas del poder, no por mayoría, sino por chantaje. Y el chantaje, cuando se acepta, deja de ser acto de fuerza para devenir liturgia de ignominia. Que estos partidos puedan existir en una democracia no es, en sí, escándalo. Que sean decisivos para investir gobiernos, sí lo es. Porque lo que está en juego no es una reforma fiscal o un presupuesto cualquiera, sino la unidad espiritual y jurídica de una nación milenaria. A la manera de un traidor que firma la rendición mientras flamea todavía la bandera en lo alto de la torre, nuestros dirigentes pactan con quienes se alimentan del resentimiento y se embriagan con el cántico deletéreo de la disgregación. España -esta España doliente, exangüe, tan dada a sobrevivirse sin vivirse- no está indefensa, pero sí está cercada. Cercada no solo por los adversarios del orden constitucional, sino por la incuria de quienes deberían custodiarlo. No faltan leyes ni resortes institucionales; lo que falta es gravitas de Estado, esa dignidad que antepone el bien común al rédito de la investidura. Decía Vázquez de Mella que «los pueblos que se entregan a los mercaderes del instante terminan sin patria y sin alma». Nosotros vamos camino de ambos funerales, con los responsables revestidos de seda constitucional y sonrisa de tendero satisfecho. Mas no todo está perdido. Todavía quedan, entre los mármoles y los estrados, jueces que entienden que la ley no es arcilla en manos del poder, sino frontera sagrada que preserva la dignidad del ciudadano frente al capricho. Son ellos -no los que se venden por una firma, sino los que se inmolan por un principio- los que aún sostienen los cimientos de esta patria tambaleante. Que el gobierno penda del voto de quienes desprecian a España es ya afrenta; pero que no se amordace la justicia para perpetuar esa infamia es nuestra última esperanza. El pueblo, sin embargo, tiene también su parte de culpa. Porque ha tolerado el embuste, se ha dejado hechizar por las salmodias de los tribunos del odio y ha convertido su derecho al voto en una ruleta que pone precio a la nación. Como escribió Eliot, «no hay victoria más terrible que la de quienes vencen traicionando lo que eran». Y si algún día la historia vuelve su mirada severa sobre nosotros, no podrá decir que fuimos vencidos por una invasión extranjera, sino por nuestra propia ceguera voluntaria. Porque no hay derrota más triste que la de quienes, teniendo patria, renuncian a habitarla con dignidad. España no será destruida desde fuera, sino desfondada desde dentro si no despertamos. Aún es tiempo de redimirnos del deshonor. *Mediador y escritor
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