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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 03/05/2025 05:08
Maju y Noni en la reconstrucción del Hogar Dignidad Trans, en Mar del Plata Lo primero que le sucedió a Maju Burgos cuando tuvo en sus manos la carta que el Papa le había enviado como respuesta a la suya fue viajar, en un instante, 32 años en el túnel del tiempo. Vio a “esa piba” de 12 años “cruzando la tranquera de su casa”. A esa que habían echado a la calle porque su familia no toleraba, no podía aceptar una hija trans. A la que tenía en carne viva el recuerdo de la primera paliza de su madre cuando la encontró vestida con su ropa “jugando a que desfilaba” en los fondos de la casa de su abuela. A la que apenas pasaba la infancia cuando fue arrojada a la buena de Dios, o de quién sabe, en la ciudad de Azul, una localidad de 75.000 habitantes de la Provincia de Buenos Aires, a 300 kilómetros de la capital del país. Donde para ella —como para tantas en su situación— había un solo norte: una esquina. A la que no volvió nunca más. —Cuando la recibí, me fui ahí. No sé por qué. Te lo cuento y se me paran los pelos. Como que cerró algo. ¿Viste? —Yo soy Maju. Tengo 44 años. Soy una mujer transexual. Con ojos café, pómulos altos, manos hechas, maquillaje sutil, pelazo, se presenta, desde Mar del Plata, del otro lado de la pantalla y cuenta su historia. Que en el comienzo se parece a la de muchas mujeres trans de su generación. —Fui expulsada, como la mayoría de las historias que conocemos de las compañeras. Hoy vivimos otro tipo de realidades pero en aquellos años, en mi generación e incluso en generaciones anteriores, la mayoría éramos expulsadas a temprana edad de nuestros hogares. Y del sistema de salud, del sistema educativo, del judicial, del gubernamental y de una sociedad que rechazaba nuestras identidades. Maju dice que ella siempre fue así. Que la manifestación de su identidad devino cuando era muy pequeña, como algo natural, no la sorprendió un buen día y decidió transicionar. Ella siempre se sintió igual: femenina, con gestualidad y movimientos vinculados a ese género. Con una personalidad marcada que brotaba sin ningún esfuerzo y que ella dejaba salir. Cuando la familia la echó de su casa estuvo un tiempo en lo de un conocido, en su ciudad, y a los 14 años, persuadida por una compañera un poco más grande, se fue a vivir sola a Mar del Plata. —Era otro contexto, otro mundo. No sé si más violento pero había algo. Había una revolución interna de la que muchas veces hablaba la querida Lohana [Berkins]. Siempre decía: “Hay una cosa dentro”, que ella se lo adjudicaba a la papa de la empanada salteña. Bueno, yo no sé a qué, porque en Azul no había empanadas, pero algo habría porque había una revolución que no podía parar. Cuando se manifiesta tu identidad de género, vos no podés pararlo. Es como una ola que aunque vos te pongas ahí al frente, con una mano, y digas: “Yo te paro”, es imposible de detener, incluso contra tu voluntad. Al menos eso es lo que me sucedió a mí. Y en aquellos años la mayoría de las pibas migrábamos del pueblo. Eso hizo. Si bien muchas de sus compañeras se quedaron en Azul —“una ciudad muy chica con mucha trava, mucha cantidad”— e hicieron su vida ahí, ella se sumó al grupo que se fue. Y el primer destino fue Mar del Plata, “donde se hacía la temporada”. —Esto era una plaza de prostitución, una de las más importantes de la Provincia de Buenos Aires, principalmente en verano. Entonces todas veníamos para Mar del Plata. A mí se me acercó Fernanda, una compañera mucho más grande que yo, que en ese momento tendría 22 o 23 años, no más, y me dijo: “Vamos”. Llegué con ella pero se tomó el buque enseguida —ella también andaba en una—. Entonces me quedé sola en un hotel que se llamaba La Rosa, frente a la antigua Ferroautomotora, donde estaba la estación de tren. Un lugar que yo digo que era como Temaikén: había de todo lo que te imagines. Fijate el nivel de marginalidad que yo podía vivir ahí, con 14 años, sin documento, nunca me pidieron nada. Había gente migrante, gente de la noche, y yo ahí metida. Maju se prostituía para vivir, o lo que más se le pareciera, en una zona que entonces y ahora se conoce como “La perla”, pero que en esa época no estaba tan explotada por quienes ejercían el trabajo sexual. Era tan chica y la noche tenía tantas oscuridades que lo hacía de día. Salía a caminar a la luz del sol, con una compañera de un pueblo cercano al suyo, y se ofrecía a los interesados. Se sentía muy sola. Hasta que conoció a un grupo de “ocho, nueve travestis que para mí eran altas como el obelisco”, que vivían todas juntas en una casa en el barrio San Cayetano. Una casa a la que se empezó a acercar, a la que quiso pertenecer. —Imaginate: yo tenía 14 años, para mí todas eran inmensas, muy inmensas. Mucha silicona, mucho pelo, mucha cosa. Era un carnaval pasando frente a mí, una película. Y yo quedaba alucinada y no me quería ir de la casa. Nosotras en el pueblo éramos muy campechanas, no hablábamos de hormonas, no hablábamos de lentes de contacto, no hablábamos de postizos, ni de todas las cosas que hablaban acá. Ni hablar en Buenos Aires. Nosotras veníamos del campo, con el olor a bosta de caballo, teníamos otra concepción. Allá no usábamos tetas, no nos poníamos ni siquiera relleno falso, andábamos chatas y lisas como sin desarrollar. Y acá se nos reían porque éramos muy campechanas. La dueña de la casa se llama Marcela. Y le decía: “Marcela, yo quiero quedarme a vivir acá”. Y Marcela me decía: “No tengo dónde, no hay lugar acá”. Desde la década del 90 la casa de calle Bordabehere fue refugio de travestis y trans en situación de vulnerabilidad. Con los años y sin dinero para su mantenimiento sufrió un gran deterioro Marcela también había llegado a Mar del Plata buscando algún lugar donde vivir después de que la echaran de su ciudad, Tandil. A ella no la había desterrado su madre sino la policía por una orden del intendente. Era 1984, el regreso de la democracia estaba casi nuevo y le pidieron, con poca amabilidad y sin opción a que se negara, que se fuera. Recorrió con una amiga el norte argentino y con 17 años llegó a La Feliz. Se puso de novia con un chico que vivía en esa casa de calle Bordabehere donde cuidaba a un hombre mayor, Luis. Tiempo después se separaron y fue Marcela quien quedó al cuidado de Luis y lo acompañó hasta su último aliento. Se acercaban los 90 cuando él murió y ella quedó sola en la casa y empezó a dar refugio a compañeras que huían de la calle y de la represión policial. Desde ese momento “Bordabehere” —el nombre de la calle con el que apodaron al lugar y que acompañaría al de Marcela como si fuese su apellido— se subdividió con biombos, con maderas, con tablas, y exprimió sus metros cuadrados para convertirse en hogar de muchas mujeres travestis y trans, lo que es hasta el sol de hoy. —Yo caigo en aquellos años y en este contexto, con todas estas travestis que vivían en diferentes habitaciones. Habían empezado a construir dentro del mismo complejo. Era una casa chorizo y se había dividido. Algunas habían construido sucuchos, como decíamos, o cuartuchos: espacios separados con biombos o madera, otra había construido una habitación al costado. Y todas colaboraban con una alquiler simbólico a Marcela que, cansada de la prostitución, dejó de salir porque ya era grande y su cuerpo estaba muy castigado por la policía. Tenía una quemadura muy importante en un brazo, que había recibido en un calabozo una de las veces que cayó presa, había recibido un bastonazo en una corrida y le habían puesto tres clavos en una rodilla. A ella nunca le gustó el trabajo sexual, como a mí, siempre nos pareció una cosa horrible y nunca fue una elección, siempre fue un destino por nuestra identidad. Cuando llegó a la casa de Bordabehere estaba completa. Aún así, Maju insistió: quería quedarse a vivir ahí, con esas compañeras altísimas y producidísimas con las que se sentía menos sola. Marcela cedió y le ofreció un sofá cama viejo y aparatoso en la cocina comunitaria que todas compartían. —Ahí me quedé durante muchos meses. Para esto, yo tenía casi 15 años y, para mí, fue como empezar el primer hogar. Lo sentí como mi casa, el lugar de donde nadie me iba a echar, donde nadie me iba a juzgar, donde nadie me iba a levantar con un grito o con un palo, como hacían en mi casa, en el lugar de donde yo venía, ¿viste? Cuando Maju se dispuso a arreglar la casa que la había recibido en el momento que más lo necesitaba comenzó a buscar la forma de obtener el dinero para la reconstrucción. La hermana Mónica Astorga le sugirió que le escribiera una carta al papa Francisco Maju vivió varios años en Bordabehere, primero en la cocina, luego, cuando una compañera se fue, pasó a una habitación más grande, se compró su primera cama, su primera mesa. A los 18 tuvo su primer novio. Estudió peluquería y maquillaje —“que es algo que a todas nos gustaba pero yo sentía desde muy chica la profesión”— comenzó a trabajar de eso y dejó la prostitución. Tiempo después se mudó a la Ciudad de Buenos Aires para ampliar las posibilidades de trabajo que en Mar del Plata veía limitadas. En Buenos Aires también vivió muchos años, nunca perdió el contacto con Marcela. Trabajó de peluquera y maquilladora. Tuvo suerte, guiños del universo o de algún azar o divinidad misteriosa que la llevó en momentos indicados a lugares correctos. Conectó con personas del mundo del espectáculo. Trabajó en teatro. Trabajó por 14 años en un estudio jurídico en paralelo a su profesión. Vivió en Paternal. Vivió en Congreso. En Almagro. Y en 2020, antes de la pandemia, la convocaron para formar parte del equipo de un ministerio que estaba naciendo: el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación. —Para mí era una oportunidad muy linda. Tenía mucho miedo, en realidad, porque venía del sector privado, de un estudio jurídico, con la comodidad de tener un sueldo fijo, vacaciones, más o menos todo acomodadito y armado. Pero desde el año 2003, o antes, a esta fecha, siempre estuve en el activismo, con compañeras, siempre en la militancia en pos de los derechos de las personas trans. Y me llega esa oportunidad y, con mucho miedo, dije que sí. Fue una experiencia preciosísima. Y el espíritu era siempre por y para el colectivo. En 2021, todavía en pandemia, le surgió la posibilidad de volver a Mar del Plata. Había pasado muchos años en Capital y, a la inversa de lo que necesitaba cuando llegó, Maju sentía que tenía que alejarse un poco de la gran ciudad. Cuando volvió a La feliz fue a ver a Marcela a la casa de Bordabehere. Lo que encontró la impactó mucho. —Ya no era lo que había sido. Era un lugar que estaba completamente arrasado, destruido, abandonado. Habían quedado solo dos compañeras, Marcela y Celeste, ya adultas, viviendo en una situación de precariedad muy grande, sin ayuda social, sin asistencia del Estado. En aquellos años habíamos conseguido subvenciones de algunos programas sociales como el Potenciar Trabajo, para ayudar a las compañeras, y algo de ayuda alimentaria, pero políticas reales para adultas trans no había, no se pudieron crear en ese momento, y todavía no las hay. Con la necesidad de sacar a sus compañeras de la situación de desidia y abandono, Maju le propuso a Marcela arreglar un poco la casa que, con los años y sin dinero para mantenimiento, se había venido abajo. —El baño estaba muy detonado, salía agua de todos lados, era insalubre, inhabitable. Ella me dijo que nadie había podido arreglar la casa, que cada vez que alguien lo había intentado nunca lo había conseguido. Me dijo con su tono travesti: “Nadie pudo domar Bordabehere”. Yo le dije: “Bueno, yo la voy a domar”. El papa Francisco no solo respondió la carta de Maju sino que les envió la ayuda económica necesaria para que reconstruyeran la casa que, luego de la obra, nombraron: "Hogar Dignidad Trans" Maju sentía —siente— que era hora de retribuir algo de lo que ella había recibido. —Que con las herramientas que me dio el activismo y la vida tenía que devolver desinteresadamente lo que se me había brindado en aquel momento. Que era un hogar, una casa, un sillón cama en una cocina con un ventiluz con los vidrios rotos en pleno invierno, que es tan crudo el Mar de Plata. No importa. Yo sentía que de algún modo tenía que devolver. Yo creo en el servicio de devolver sin esperar nada a cambio. Tenía el deseo y la voluntad. Lo que no tenía para domar Bordabehere era el dinero. Fue la hermana Mónica Astorga, “la monja de las travas”, quien lleva más de dos décadas trabajando junto a mujeres del colectivo LGTBIQ+ en Neuquén y creó el primer complejo habitacional para personas trans apoyada por el papa Francisco (motivo por el que la expulsaron de su congregación), quien le sugirió: “¿Por qué no le escribís una carta al papa?”. —Conocía a Mónica por nuestras compañeras de Neuquén, porque sabíamos de la obra que ella venía haciendo. Entonces le digo: “Mónica, ¿qué podemos hacer?”. Primero hicimos posteos en Facebook. Ella en ese momento estaba en la congregación. Pedíamos chapas, colaboración, la gente por ahí ayudaba con dos o tres mangos. Y un día me dice: “¿Por qué no le escribís a Francisco?”. “¿Al papa?”, le digo. “Sí”, me dice. Ella tenía contacto con Francisco porque se conocían desde mucho antes de que él fuera Francisco, cuando ella tenía 19 años. Mónica tiene 60, así que fueron grandes amigos. Era mayo de 2022 cuando Maju le mandó, por primera vez, una carta al papa en la que le contaba su proyecto: “poner en valor esta casa, reconstruir todo lo que había que reconstruir —que era absolutamente todo, había que hacer todo nuevo, todo de cero—“. En el momento en que la envió Francisco no estaba en Roma, había salido del Vaticano por un evento de la Iglesia unos 20 días. Pero cuando regresó le respondió. Al recibir la carta Maju se quedó “muda”. “No lo podía creer”. Primero, el papa Francisco se disculpó por la tardanza de su respuesta y le explicó a Maju los motivos de esa demora: que no había estado en Roma. Después, dijo que las ayudaría. “Que contemos con él”. “Que recemos por él, que él iba a rezar por nosotras”. Por medio de intermediarios mandó el dinero que hacía falta para reconstruir la casa. Ella agradeció y él volvió a escribirle, ya con afecto, “Querida Maju”, “que esperaba que sirviera lo que había mandado”. Ellas comenzaron a enviarle fotos del avance de la obra. A contarle todo lo que iban haciendo con su ayuda. Él siempre respondía. —Yo no soy católica, te aclaro, soy budista, tengo otra fe, pero gracias a Francisco me pude acercar al cristianismo. Me considero también cristiana, pero respecto a lo que predicaba Jesucristo, del que leemos que estaba con el pobre, con las prostitutas, con los leprosos, con los más marginados de la sociedad, lo que practicaba Francisco, que es lo que empezamos a escuchar toda la semana de su fallecimiento y que todo el mundo está alucinado. Porque no solamente tuvo gestos con nosotras acá, en Mar de Plata, sino alrededor del mundo con otras compañeras trans y con la comunidad LGTBIQ+. Estas historias que se empiezan a conocer ahora para nosotras no son noticia. Cuando me escribió, cuando me respondió, recibimos su ayuda y de esa manera pudimos reconstruir esto. “Esto”, la casa de la calle Bordabehere, hoy se llama: Hogar Dignidad Trans. —Porque buscamos devolverle dignidad a vidas que no la tuvieron. Así se ve el interior de la casa luego de la obra de refacción realizada gracias a la ayuda del papa Francisco Cuando Maju comenzó a buscar ayuda a través de las redes sociales, antes de que Francisco les enviara el dinero, conoció a Noni, “una compañera cis[género] que se dedica a la construcción y fue fundamental”. Cuando hubo dinero, Noni ayudó a convocar a los trabajadores que necesitaban: albañiles, electricistas, plomeros y, junto con la hermana Mónica, acompañó el proyecto de Maju desde que era un deseo. También se volvió un apoyo moral clave para las compañeras, ya mayores, que habitan la casa. —Yo creo que lo primero que hicimos fue cambiar todos los techos: más de 240 metros cuadrados. Y cambiarles los colchones a las compañeras adultas. Tanto Marcela como Celeste tenían colchones muy finitos y ellas son grandes, pesadas. Pudimos comprar colchones buenos y armar camas, comprar sábanas, acolchados. El frío es muy duro acá en Mar del Plata. También pudimos arreglar los baños ¡que quedaron de luxe! Desde ese momento, cuando surgen discusiones y algunas recuerdan las posturas polémicas que tenía Bergoglio frente al colectivo LGBTIQ+, Maju enfatiza en lo importante del cambio de mirada: en que “tenés que tener un valor muy grande para hacer tu propia revolución interna y decir: ‘Yo estaba equivocado’ o ‘la verdad que esto no es así’”. —Es de alguien con mucho coraje mirarse al espejo y poder cambiar. No todo el mundo lo puede hacer porque tenemos nuestros defectos de carácter, nuestros patrones de conducta, nuestra construcción cultural. Tenés que tener mucha sabiduría, mucha compasión, otra cabeza, ¡y con 80 años, corazón! Más estando en un lugar en el que lo más probable era que se pusiera más conservador. Y todo lo contrario. Eso es bárbaro. Entonces cuando damos debates y discusiones yo le digo [a Marcela]: “Bueno, vos tenés que agradecerle a Bergoglio el colchoncito donde dormís”. La jodo. El Hogar Dignidad Trans hoy cuenta con cinco departamentos dentro de la misma casa: cuatro están habitados y uno, que aún está en construcción, está destinado a ser un lugar de tránsito. —Ese espacio específico está pensado para que las compañeras adultas en situación de vulnerabilidad puedan pasar algunos días hasta articular, con los diferentes entes de los organismos, espacios propios. Sucede que ese círculo que nosotras tenemos pensado no se estaría pudiendo cumplir porque los Estados están completamente ausentes. Desde el municipio hasta la nación: no tenemos políticas de diversidad, no tenemos ayuda económica, entonces es muy complejo. A veces organizaciones o personas de a pie envían alguna colaboración económica, pero el hogar se sostiene, principalmente, con el trabajo de Maju, que continua en la administración pública gracias a la ley de cupo laboral trans —Ley N° 27.636 que establece que al menos el 1% de los cargos y puestos en el sector público nacional deben ser ocupados por personas travestis, transexuales y transgénero—, la jubilación de Marcela y el trabajo de Celeste, la otra compañera adulta. Luciana, que tiene 20 y es la más joven y nueva de las residentes, se quedó sin trabajo hace un mes y entre todas la están ayudando a encontrar uno nuevo. Son ellas cuatro y sus ingresos los que mantienen el espacio en el que conviven una atea (Marcela), una judía practicante (Celeste), una escéptica (Luciana) y una budista (Maju). Pero en algo coinciden: para el hall de distribución que comparten cuando ingresan a la vivienda, en el que ya hay una imagen de Santa Teresita de Jesús que les envió la hermana Mónica, de la que el papa era muy devoto, enviaron a imprimir una foto de Francisco. —Como una forma de reconocer a este hombre que fue nuestro amigo. Como te vuelvo a decir, yo no soy religiosa, hay una cuestión de haber conocido a un tipo que tuvo un grado de humanismo muy grande y de conocer su obra silenciosa que mucha gente no conoció como esto que nos pasó a nosotras, en Mar del Plata.
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