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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/05/2025 04:41
Ángeles Caballero cuenta la historia de su familia en el libro "Los parques de atracciones también cierran" “Mi madre empezó a beber para no quedarse sola”, dice Ángeles Caballero, sin bajar la voz. Está sentada en el bar del hotel porteño en el que está alojada. La periodista y escritora española viajó a Buenos Aires para presentar en la Feria del Libro “Los parques de atracciones también cierran”, su primer libro en los que revela secretos de su familia y cómo fue el cuidado de sus padres en la vejez. “Es todo 100% real”, afirma en el comienzo de la entrevista con Infobae. “En mi familia, tener alta tolerancia al alcohol era como ser una estrella de cine”, ríe con una ironía que apenas disfraza la herida de los recuerdos. Todo se celebraba, todo se ahogaba, todo se olvidaba con alcohol. Pero había una regla: los secretos se enterraban y jamás se nombraban. Hasta que llegó el texto de Ángeles. Revelar los secretos Durante años, Ángeles no sospechó nada. O no quiso sospechar. Una cerveza a la hora de comer, una copa de vino en la sobremesa, y luego seguir la vida como si nada. “Era bebedora social”, dice ahora a la distancia. Hasta que un día, a las nueve de la mañana, su madre ya olía a alcohol. Fue un despertar brutal, imposible de disimular. “Empezaba a juntar piezas, como quien descubre una infidelidad: todo lo que no entendías cobra sentido”. En el centro de esa red de silencios estaba Manuel, su padre. Un hombre que asumió la enfermedad de su esposa como una penitencia personal. “Mi padre lo llevó como una cruz. Nunca quiso admitirlo, ni siquiera frente a nosotras”, recuerda Ángeles. Protegerla a ella, protegerlas a todas, era su misión secreta. Pero el deterioro avanzaba: olvidos, incoherencias, llamadas que no atendían, excusas que no resistían el menor análisis. En el texto, Caballero narra la relación con su hermana mientras cuidaba a sus padres enfermos El derrumbe fue lento pero inevitable. Hasta que un día en el hospital, mientras su madre deliraba por el síndrome de abstinencia, los médicos le plantearon dos caminos: llevarla a casa y controlar ella misma las dosis de alcohol, o internarla en una residencia. Ángeles eligió la segunda opción con una frialdad que todavía hoy le resulta extraña. “Bajé las escaleras de la clínica como un androide”, dice. No había lágrimas, no había culpas inmediatas. Solo la certeza de que, si no lo hacía, toda su vida se vendría abajo. Encontró una plaza en una residencia privada, la única disponible en ese momento. Cuando su madre recibió el alta médica, en lugar de regresar a la casa de siempre, subió a un coche y partió hacia su nueva residencia. “Fue la decisión más racional y más cruel que tomé en mi vida”, confiesa Ángeles, sin buscar indulgencia. Sabe que no había otra salida, pero eso no alivia la herida que se abre cada vez que revive aquel día. Ser madre de sus padres Antes de ese momento, Ángeles entró en una especie de rueda de hámster, entre las enfermedades de su padre y su madre. Madrugadas en hospitales, horas de tren y metro, programas de radio, artículos para el diario, cuidados intensivos y cenas improvisadas entre tubos de suero. La vida propia se convirtió en un paréntesis, un intervalo entre dos urgencias. “Estaba tan metida en la rutina que no tenía tiempo ni de pensar en lo que sentía”, dice. Pero el cuerpo, siempre más sabio, no tardó en pasarle la factura. “Me convertí en la madre de mis padres”. Así lo define la escritora. A veces, cuando salía de los hospitales de madrugada, se permitía el sarcasmo como salvavidas. “Me preguntaba qué mierda era esta vida. ¿No debería estar en una entrega de premios, en una fiesta? Y después me reía de mí misma, porque la vida real era eso: trenes, frío y hospitales”. Aunque el humor la sostuvo en público, por dentro sentía que perdía el tiempo más valioso de su vida. “Me sobraron años con mis padres”, admite. Y no es una frase dicha a la ligera: es el dolor crudo de quien dio todo hasta vaciarse. Ángeles Caballero no toma alcohol desde agosto del año pasado El dinero, admite Ángeles, fue una tabla de salvación. Gracias a una situación económica estable, pudo pagar cuidadores nocturnos y una residencia privada para su madre. “El dinero marca la diferencia entre dormir en tu cama o pasarte la noche en una silla de hospital”, dice. Y aunque en España existe la Ley de Dependencia, en la práctica las ayudas tardan tanto que a veces llegan cuando ya no hay a quién cuidar. “Los cuidados son un privilegio de clase. Lo entendí cuando me creía la mejor hija del mundo”. El origen del libro Durante aquellos años de agotamiento extremo, Ángeles seguía escribiendo. En las salas de espera, en las cafeterías del hospital, en los pasillos llenos de ecos. Primero fueron columnas dispersas, textos nacidos desde la urgencia. Cada vez que escribía sobre la enfermedad de sus padres, la respuesta de los lectores era un pequeño bálsamo. “Me decían: ‘Contaste exactamente lo que sentí cuando cuidé a mi padre’”, recuerda. Hasta que su editor, Pedro Vallín, le hizo una propuesta que cambiaría todo: “Esto tiene que ser un libro”. Ángeles dudó. Siempre se había considerado “la mujer de escribir corto”. Más de una página y media y se le agotaba el tema. Pero decidió intentarlo. Empezó a escribir a través de escenas, como quien reconstruye un incendio pieza por pieza. “Fue todo muy orgánico, poco premeditado”, explica. Un dolor que se escribía solo, como una hemorragia que nadie puede detener. Antes de publicar el libro, se lo mandó a su hermana. El miedo la carcomía. No quería herirla, ni abrir viejas heridas mal cicatrizadas. Pero la respuesta fue inesperadamente luminosa. “Me llamó y me dijo: ‘Estoy maravillada. Entendí cosas que no sabía. Vi que me protegiste’”, cuenta Ángeles. Desde entonces, su relación es mejor que nunca. “Creo que ella temía que el libro fuera un ajuste de cuentas, una lista de agravios. Pero entendió que no era eso”. La reconciliación con su hermana contrastó con la reacción de otros miembros de la familia extendida. Su tía Mari Carmen, por ejemplo, sufrió en carne propia el peso de la exposición. “No quería ir a la peluquería porque pensaba que todos habían leído el libro y la miraban”, dice Ángeles. En Getafe (localidad cercana a Madrid), los secretos eran como pecados mortales: no importaba que fueran adicciones o infidelidades. Había que ocultarlos, tragarlos, negarlos. Que la “niña descarada” los sacara a la luz era visto casi como una traición. Con el paso del tiempo, Ángeles no solo entendió el dolor de su tía. “Yo vivo en Madrid, puedo pasar desapercibida. Ellos vivían en un pueblo donde todo se sabe -reflexiona-. No es que no quisieran que se supiera. Es que nunca pensaron que alguien fuera capaz de contarlo”. Sanar las heridas propias El impacto de toda esta historia no terminó en el libro. También la llevó a mirarse a sí misma. Ángeles empezó a cuestionar su propio consumo de alcohol. “Me di cuenta de que tres copas de vino al día no era normal”, confiesa. Decidió dejarlo en agosto pasado, sin fanatismos, sin militancias. “No lo extraño. Pero tampoco ando sermoneando a los demás. Cada uno tiene su historia”. Hoy, Ángeles está planeando su próximo proyecto: un ensayo sobre mujeres y alcohol. Un tema que siente urgente, necesario, brutalmente ignorado. “El alcohol es una droga aceptada, celebrada. Pero destruye igual que cualquier otra”, dice. No quiere dar lecciones, no busca señalar a nadie. Solo quiere abrir una conversación que todavía cuesta demasiado iniciar. Mientras tanto, observa a su hija Julia, que a sus casi 18 años prefiere tomar agua o Aquarius en las fiestas. “Creo que ella no quiere perder el control”, dice Ángeles, con un orgullo discreto. Quizá ese sea el verdadero legado. La capacidad de mirar la herida familiar, de nombrarla y de sanar.
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