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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/04/2025 14:34
La primera vez fueron catorce, pero pronto fueron sesenta y despues trescientas mujeres. El pañuelo se convirtió en su símbolo en octubre de 1977 No se conocían entre todas. Todas conocían a al menos otra de esas mujeres reunidas en la Plaza de Mayo con dos objetivos centrales: que alguien en la Casa Rosada las atendiera y les diera alguna explicación y que, hasta que eso ocurriera, las vieran quienes iban y venían por uno de los grandes centros neurálgicos de la vida política y cívica de la Argentina. No se conocían entre todas, pero todas tenían cosas en común. Cada una tenía un hijo o una hija que, cualquier día o cualquier noche, había sido interceptado por una patota civil o por un grupo de tareas dependiente de alguna de las tres Fuerzas Armadas, había sido secuestrado y permanecía desaparecido. Habían presentado hábeas corpus para dar con el paradero de esos hijos, y nadie les había dado una respuesta. Las que tenían algún pariente o algún contacto militar habían pedido ayuda por esa vía. Las que creían mucho, poquito o incluso nada en Dios y la Iglesia Católica habían acudido a sacerdotes para que las ayudaran a dar con algún dato concreto. Pero nadie les daba una respuesta. Entonces decidieron mostrar su desesperación, su exigencia, su audacia y la convicción de que no iban a parar hasta que alguien les diera una explicación. Hasta que alguien les dijera algo tan sencillo como dónde estaban sus hijos y sus hijas. Fue hace exactamente 48 años, el 30 de abril de 1977: era sábado, era otoño, hacía frío. Ese día, pasadas las tres de la tarde, catorce mujeres se mostraron juntas alrededor de la Pirámide que recuerda la revolución de 1810. Estaban inventándose a sí mismas un rol que nunca hubieran querido asumir y al que nunca renunciarían: estaban volviéndose, sin planificación pero con una potencia indomable, Madres de Plaza Mayo. El hartazgo que las llevó a la Plaza Ese sábado en el que catorce mujeres se reunieron en la Plaza por primera vez, lo hicieron porque sentían que habían agotado todas las instancias previas a esa para obtener respuestas sobre dónde -y cómo- estaban sus hijos. Azucena Villaflor impulsó a otras madres de desaparecidos a hacerse ver en la Plaza de Mayo. Tras una infiltración de Alfredo Astiz en la Iglesia de la Santa Cruz, fue secuestrada, desaparecida y asesinada en diciembre de 1977 Las presentaciones judiciales no resolvían nada, los posibles contactos familiares con las Fuerzas Armadas resultaban estériles. Apareció una posible vía para saber qué estaba pasando con esos hijos a los que esas mujeres habían perdido en un secuestro. Esos hijos por los que preguntaban y nadie les decía dónde estaban, ni cuál era su escenario jurídico. Esos hijos a los que, en la mayoría de los casos y aunque todavía no lo supieran, no volverían a ver nunca más. Ni siquiera sus cadáveres. Azucena Villaflor de De Vicenti, una de las catorce mujeres que caminarían por la Plaza y la primera referente de las Madres, se contactó con Emilio Teodoro Grasselli, el sacerdote que era capellán del Ejército y secretario del vicariato castrense. Las recibía en la capilla Stella Maris, justo al lado del Edificio Libertad, y se mostraba compasivo. Preguntaba los nombres de los hijos que ellas buscaban desesperadamente. Tenía un fichero con más de dos mil nombres de desaparecidos y, si encontraba ese nombre en ese fichero, le decía a esa madre “no busques más”. En algún momento, su presunta empatía le pareció sospechosa a Azucena Villaflor: demasiadas preguntas, demasiados datos obtenidos, demasiada poca información de su parte. Como mucho les hacía llegar rumores, trascendidos. Pero nunca una certeza. Cada vez que entraban al predio de Stella Maris, esas mujeres tenían que sacarse los zapatos y dejar sus carteras: eran tratadas como sospechosas más que como lo que verdaderamente eran, madres desesperadas en busca de sus hijos. “Basta, no vengamos más acá, es todo una porquería. Son peores que los milicos, vayamos a la plaza”, les dijo Azucena a sus compañeras. Algunas creen que en ese quiebre, en esa desobediencia a ir sólo a los lugares previstos, empezaron las Madres de Plaza de Mayo. Una exigencia inclaudicable Azucena Villaflor de De Vicenti, Berta Braverman, Haydeé Gastelú de García Buelas, María Adela Gard de Antokoletz, Julia Gard, María Mercedes Gard, Cándida Gard, Mirta Baravalle, Kety Neuhaus, Raquel Arcushin, Antonia Cisneros, Delicia González, Pepa García de Noia y la señora de Caimi. Las Madres de Plaza de Mayo denunciaron las desapariciones de sus hijos frente a corresponsales extranjeros Ellas fueron las catorce madres en busca de sus hijos que se reunieron en la Plaza de Mayo el 30 de abril de 1977. Querían que las vieran los que pasaran por ahí y querían que las recibieran en la Casa Rosada. Pero hubo un problema: era sábado. No había nadie en la Casa de Gobierno, ni trabajadores pasando por la calle. Así que decidieron que había que volver. Insistir hasta que les dieran respuestas. En principio acordaron que esas reuniones fueran los viernes, pero enseguida alguna advirtió que mejor no, que otro día, “los viernes son día de brujas”, dijo. Y las convenció. Decidieron entonces que los jueves, y a las 15.30, cuando los trabajadores de los bancos del centro estuvieran saliendo a la calle. Quedaba instaurada así la convocatoria que las Madres de Plaza de Mayo, aunque ya hayan muerto la gran mayoría, sostienen hasta hoy: su ronda de los jueves frente a la Casa Rosada. No se trata sólo de una tradición: es que, aunque se haya juzgado a los autores de crímenes de lesa humanidad, el Estado aún no les respondió dónde están sus hijos. Empezaba así la ronda de los jueves, ¿pero por qué una ronda? Cuando la Policía “inventó” la ronda “¡Circulen! ¡Circulen! ¿No se enteraron de que están prohibidas las reuniones políticas?”. Las madres que se reunían los jueves ya no eran catorce sino alrededor de sesenta. Se conocían a medida que corrían las semanas, llevaban un clavo en la solapa del abrigo para reconocerse, y algunas tenían agujas de tejer y lana en la cartera para hacer alguna actividad mientras esperaban a las demás: era una forma de disipar la sospecha de que estaban a punto de participar de algo más grande. Decidieron hacer las rondas a las 15.30 para que los trabajadores bancarios se cruzaran con su actividad: querían visibilizar su lucha (AGN) La Policía apostada en la Plaza de Mayo les dio la orden de circular y ellas acataron: circularon alrededor de la Pirámide y, para cumplir esa orden, formaron la primera ronda de las Madres. La primera de miles de rondas, ese ritual que empezó a distinguir a las Madres que exigían que sus hijos aparecieran sanos y salvos. Circular de forma visible y sin abandonar el centro neurálgico de la vida política argentina fue una de las estrategias que las Madres fueron construyendo, entre la intuición, la desesperación y la absoluta convicción de que no abandonarían su búsqueda. Hubo otras: cuando la Policía le exigía el documento a una para amedrentar a todas, todas entregaban sus documentos para que el oficial tuviera que revisarlos. En vez de tener que revisar uno, tenía que revisar sesenta, trescientos incluso a medida que se acercaban cada vez más mujeres. Tardaba tanto que en algún momento desistía. Hacían lo mismo cuando un operativo intentaba detener a una de ellas: se presentaban todas las que estuvieran en la Plaza argumentando que estaban haciendo todas lo mismo, que debían llevarlas a todas a la comisaría. Eran estrategias intuitivas pero también eran ideas pergeñadas por Azucena Villaflor, que venía de una familia militante de Avellaneda y que había aprendido mucho del más peronista de sus tíos. Astiz se infiltró en la Iglesia de la Santa Cruz y en las Madres, lo que desencadenó el secuestro y desaparición de Azucena Villaflor, entre otras víctimas Azucena se volvería un blanco concreto para la dictadura. A través de la infiltración de Alfredo Astiz en las Madres y en la Iglesia de la Santa Cruz, la primera líder de esa organización fue secuestrada y desaparecida el 10 de diciembre de 1977, menos de siete meses después de la primera reunión en la Plaza. Fue sedada, subida a un avión y, según demostró una pericia después, su muerte se produjo cuando su cuerpo impactó contra el suelo: el cadáver fue encontrado en las orillas de Santa Teresita, había sido víctima de uno de los llamados “vuelos de la muerte”. A pesar de ese ataque salvaje, de ese amedrentamiento extremo, las Madres de Plaza de Mayo ya habían logrado darse a conocer. No sólo habían adoptado la ronda “inventada” por la Policía, sino que también habían construido el símbolo que las haría visibles en la Argentina y en el mundo, el que todavía sigue representando su lucha, pintando en la Plaza de Mayo y en tantas otras del país, y exportado como un ícono de la búsqueda de esos hijos desaparecidos y de la lucha por los derechos humanos: el pañuelo blanco atado en sus cabezas. El pañal que se volvió pañuelo Fue en la peregrinación a la Basílica de Luján de 1977. Las Madres sabían que, como esa actividad no había sido prohibida por la dictadura, sería multitudinaria. Era un lugar en el que visibilizar su lucha. Así que decidieron que había que ir y estar juntas. Mostrar algo que no sólo las permitiera reconocerse entre sí, sino también llamar la atención de quienes estuvieran caminando. Primero pensaron en un bastón que distinguirían con cintas rojas o azules, según buscaran a un hijo o a una hija desaparecidos por la dictadura. Pero finalmente coincidieron en que no sería algo unificado, y decidieron que lo mejor era atarse un pañuelo blanco en la cabeza. Las Madres de Plaza de Mayo se identificaron con los pañales de tela de sus hijos: lo ataron a sus cabezas y lo convirtieron en el icónico pañuelo blanco / Télam Todas guardaban algún pañal de tela de ese hijo que buscaban, cuyo paradero le exigían incansablemente al Estado. Así que cada una se ató el suyo y así participaron de la peregrinación. Se les acercaban a preguntarles quiénes eran y ellas contaban su búsqueda. Su desesperación y la convicción de que no pararían hasta que alguien les dijera dónde y cómo estaban esos hijos desaparecidos. Había nacido el histórico pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo. Habían pasado menos de seis meses desde aquella primera reunión, un sábado al mediodía en la Plaza. Su visibilidad, que era lo que buscaban desde la primera vez, crecía. La dictadura no les daba respuesta y, se sabría tras la desaparición y asesinato de Azucena Villaflor, estaba tras sus pasos. Fueron los corresponsales extranjeros los primeros en darles voz en alguna de sus rondas semanales. Ellas no dudaban en reconvertir el mote que les ponían desde la Casa Rosada cada vez que les abrían el micrófono. La dictadura respondía a esos corresponsales que esas mujeres eran “locas”, y ellas decían que estaban “locas de amor, de pasión, de desesperación” por saber dónde estaban sus hijos. Exigían respuestas, exigían saber esas cosas que quieren saber las madres: si estaban bien, si comían, si tenían frío. Querían a sus hijos sanos y salvos con ellas. No pararon de exigirlo hasta hoy. Aunque queden pocas y muchas hayan muerto sin respuestas. Sostienen sus rondas y sostienen su lucha, y cada pañuelo blanco pintado en una pared o en una plaza se hace eco de esa exigencia que empezó un sábado cualquiera, hartas del cinismo y de la incertidumbre. Dispuestas a poner el cuerpo a cualquier costo porque sabían que el de sus hijos estaba en peligro.
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