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» Diario Cordoba
Fecha: 29/04/2025 17:45
Un grupo de personas cenan en plena calle. El lunes, el día se nos hizo de noche. Se deshizo la luz como un azucarillo en un café. Estas situaciones de distopía que cada vez vivimos con más recurrencia parecen señales del Universo que nos dicen que tenemos que parar el ritmo, dejar de mirar las pantallas, sosegar el espíritu y bajar el cortisol. Al principio nos cuesta, pero luego las abrazamos. He vivido en algunos países donde la electricidad escasea, y donde los momentos en que la hay se toman como un regalo del Cielo, como un milagro del que somos testigos y que conviene no desaprovechar, antes de regresar a la oscura normalidad. La noche impuesta invita a la introspección y a lo prohibido, a la lectura con linterna, a hacer el amor con una vela vacilante por todo testigo, en un baile de sombras que se reflejan, lisérgicas, en la pared. Ayer, día para el recuerdo, aunque hoy lo queramos olvidar, tras el caos de la jornada, con riadas de gente andando por las calles y montoneras de coches en los cruces, con las grandes ciudades convertidas en un Cairo de abril, por la noche se vivieron situaciones que le hacen a uno mantener la fe en nuestra idiosincrasia, en el mediterráneo que llevamos dentro. No somos los mejores con la previsión, pero nadie nos gana a ingenio e improvisación. Una querida amiga me mandó una fotografía que tomó desde su balcón –los balcones son nuestros palcos en la corrala de las catástrofes-, en la que se ve una calle peatonal del centro de Madrid y un grupo de gente cenando a la luz de las velas a la fresca, junto a una farola. La imagen es poética, pues el fulgor de los cirios rompe la unanimidad de la noche de la que hablaba Borges, creando una sensación de hogar urbano y de capilla barroca que, de algún modo, nos calienta el corazón y nos da hambre. Hay mucha España en esa foto. Seguramente no cenaron caliente los que en ella aparecen, pero eso es lo de menos, pues el momento vivido no se lo quita nadie. La escena es tan sencilla como inusitada, y quizá por eso es bonita. Vecinos que, cuando hay luz, apenas se saludan al cruzarse en la escalera o en el ascensor, comparten ahora mesa y mantel, en un improvisado iftar en fechas que ya no son santas. Hay algo religioso e insurrecto en ella, un portal de Belén contra las ordenanzas municipales, una Última Cena a unos metros de la Castellana. Uno puede salir de la calle, pero la calle no sale de uno. La noche de la fotografía anuncia ya ese mes de mayo que Madrid hace suyo como nadie, cuando la ciudad invita a soñar y todo se vuelve posible, cuando esa brisa que parece susurrarnos que vamos a conocer a alguien aplaca todavía al calor antes de que este imponga su dictadura trimestral. La noche, tan denostada, asociada con el peligro y la tiniebla, hace mucho más visible lo invisible, pues en su negrura todo foco, por pequeño que sea, es lucero, y toda escena urbana se vuelve cinematográfica. Quizá habría que instaurar un día sin luz cada mes, un feriado eléctrico que nos haga quedarnos en casa y nos genere momentos sobre los que escribir, un moscoso libre de noticias sobre aranceles y rearme, política y economía, un día de reflexión y de expiación, un Yom Kippur sin guerras en una noche de 24 horas. Incapaces de romper la rutina fuera de los rutinarios periodos de vacaciones, estos fallos o sabotajes nos sacan de ella por la puerta grande, y lo que parece desgracia, se acaba convirtiendo en terapia, y nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos, con los que nos rodean, y nos recuerdan que no siempre el hombre es un lobo para el hombre, que la necesidad no siempre nos hace peores y que hay seres de luz entre nosotros.
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