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  • Catar alfajores, algo más que comer una golosina: Facundo Calabró cuenta cómo empezó con este hobby soñado

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 28/04/2025 04:33

    Con 20 años y deseos de escribir creó un blog sobre alfajores, un periodista le hizo una nota y se volvió "trending topic" Si alguien tipea “alfajor” en el diccionario de la Real Academia Española, la primera definición que aparece es el término utilizado para designar una crema dulce que se usa para hacer un postre similar al que conocemos en algunos sitios de España. La palabra proviene del árabe: alhajú o alajú. Su descripción: “Pasta de almendras, nueces, a veces piñones, pan rallado y tostado, especia fina y miel bien cocida”. Y también “Dulce hecho con alajú”. La segunda acepción sí es la que dibuja la imaginación al leer la palabra “alfajor” y el primer país en el que la RAE indica que se utiliza de este modo es Argentina: “Golosina compuesta por dos rodajas delgadas de masa adheridas una a otra con dulce y a veces recubierta de chocolate, merengue, etc”. En ese etcétera cabe el paraíso. El orden en el que la RAE dispone los significados no es arbitrario, tiene que ver con el origen del alfajor. Aunque muchos, muchas, juraríamos que es argentino, y la identidad y entidad que se le imprimió está arraigada a este suelo al punto de ser ícono nacional, lo cierto es que nació del otro lado del mundo, varios siglos atrás. Al seguir el hilo de su recorrido, el principio de la madeja puede encontrarse en Arabia, donde se le llamaba al-hasú (el relleno) —etimología que evolucionaría hasta llegar a “alfajor”—. Con este nombre o sus variantes llegó a España, a la región andaluza —algunas fuentes señalan que llegó primero a otras zonas, lo cierto es que arribó con la cultura árabe en la conquista musulmana a la península ibérica entre el 700 y el 1400— donde se sigue fabricando con otros materiales, porque el dulce de leche, lo que le da la identidad argenta, no tiene tanta presencia en esa otra parte del mapa. En el siglo XIX emigró al sur global donde se fusionó la base del dulce árabe con el chocolate mesoamericano y el dulce de leche argentino. Luego los argentinos lo hicieron suyo. Lo hicimos nuestro. Aunque se lo considera ícono nacional el alfajor proviene de la cultura árabe, llegó a España con la conquista musulmana de la península ibérica y a la Argentina en el sigo XIX donde comenzó a transformarse en el dulce que conocemos hoy “Después del Terrabusi, el Capitán del Espacio y el Jorgito (D. de T., C y J) Podríamos decir que estas tres versiones constituyen el punto de partida, los cimientos, del resto de los alfajores del mercado. Terrabusi, Capitán del Espacio y Jorgito, ergo, todo lo demás. Esta es, por lo tanto, sólo una reseña, la primera que hago de ellos, pero no la última ni la definitiva. Es de esperar que al final de este viaje, o en alguno de los intervalos, me encuentre con que mis gustos y mis criterios se han vuelto más finos y profundos; entonces ya no debería medir de la misma manera a estos tres pilares. Estoy absolutamente abierto a ese futuro. Es más, voy en su búsqueda. Pero por algo se empieza”. De este modo comenzaba Facundo Calabró, conocido popularmente como “Catador de alfajores”, una de las primeras reseñas que hacía en su blog titulado “El alfajor perdido”, nacido hace casi una década, en 2016, cuando él tenía 20 años, estudiaba locución en el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica (ISER) Y Letras en la Universidad de Buenos Aires. —No me acuerdo bien por qué se llamaba así. Yo estudiaba Letras y era como una referencia al libro de Proust [En busca del tiempo perdido] que no había leído. Era un poco a cuenta de esta búsqueda que justificaba el proyecto: explorar qué había ahí. Creo que iba un poco por ese lado. La primera reseña en el blog —que no era su primer blog sino uno de sus muchos proyectos de escritura en internet, aunque sí el primero que tuvo éxito— era una comparación entre el alfajor quilmeño Capitán del Espacio y el Jorgito. —No los de chocolate sino los glaseados. Mi inquietud era: “Tengo estos dos alfajores que en principio deberían ser iguales: pesan lo mismo, tienen paquetes parecidos, son blancos”. Entonces, decía: “¿Dónde se puede inscribir la diferencia entre estos dos productos? ¿Cuán sutil tiene que ser y dónde puede estar?”. Buscar la identidad de un producto, tratar de encontrar qué es lo que lo distingue y cómo se transmite esa diferencia en un sabor, era el interrogante; y sigue siendo para mí, hoy, una pregunta estimulante. Sobre todo cuando tenés dos cosas muy parecidas que se distinguen por algo muy chiquito. Buscar esa mínima diferencia me parece un lindo desafío. Entonces fue ese el primer posteo, esa comparación. Lo que impulsó esa inquietud y encendió las luces acerca de que el mundo de los alfajores podía ser un universo interesante para sacar la linterna y sumergirse a explorar fue el aclamado Capitán del Espacio: un alfajor creado en 1962 por una PYME ubicada en la ciudad bonaerense de Quilmes, venerado en la zona Sur y que por mucho tiempo prácticamente no se conseguía más allá de este sector del conurbano. Como es habitual que suceda, la porteñidad de Facundo había causado el desconocimiento del Capitán. Como también es habitual que suceda, un amigo que sí conocía el alfajor, cuando estudiaba en el ISER y se tomaba el tren en Retiro, le habló de él. —Siempre me acuerdo de ese momento cuando descubrí que había algo que se llamaba Capitán del Espacio. Hablando con un amigo, él me contó que era un alfajor muy famoso y eso me llamó la atención porque en ese momento no se conseguía en el resto de la Ciudad de Buenos Aires, pero sí en Retiro, que es como una especie de transición entre el conurbano y Capital Federal. Entonces, llegó a mis oídos su fama y de alguna manera eso me hizo intuir que en los alfajores había una materia interesante. En particular, me interesaba esta combinación entre una especie de identidad abstracta, como un mito, y un sabor. Ese empalme entre algo muy material y sensorial como es una comida, o concretamente un alfajor, y una leyenda; o sea, que una comida pudiera generar eso. Cuando conoció la golosina que es bandera conurbana Facundo intuyó que “detrás de cada alfajor se escondía algo más” y quiso abrir ese envoltorio para ver qué era. En el blog que tituló “El alfajor perdido”, en 2016, Facundo Calabró se dispuso a analizar, comparar y reseñar la golosina nacionalizada por excelencia con ojo académico Siempre le había gustado escribir y lo hacía desde muy chico. Desde el surgimiento de los blogs había creado varios. Los veía como pequeños proyectos editoriales: disfrutaba de elegirles un nombre, una marca, buscar una excusa para redactar y publicar. Pero los abandonaba pronto. Ninguno tenía visitas. Hasta que comenzó a hablar de alfajores. En el que tituló “El alfajor perdido” se dispuso a analizar, comparar y reseñar la golosina nacionalizada por excelencia. No a modo de un simple comensal o fanático —lo que de hecho no era cuando empezó— sino que aguzaba los sentidos y desglosaba los dulces de tapas y rellenos con ojo académico: sus reflexiones eran verdaderos ensayos que resaltaban las ventajas, los puntos débiles, la esencia que los rodeaba, con la prosa, sensibilidad y seriedad de quien analiza un conflicto social. Como quien se posa en los pequeños elementos de lo cotidiano y los rodea hasta abrirlos, desmenuzarlos y encontrarles el verdadero sentido que esconden dentro. Quien encuentra un mundo en un detalle. En este caso, uno delicioso. —Fue un día que descubrí que eso era un universo interesante, consumido pero poco explorado desde el punto de vista metafísico. Así comenzó a escribir sobre este dulce y descubrió que, además del Capitán del Espacio, “el de los alfajores es un ecosistema formado por un montón de identidades, lo que no pasa casi con ningún otro producto del kiosco”. —Lo comparativo también me interesaba porque me permitía armar ese mapa de los alfajores y tratar de ver cómo estaba constituido, cuáles eran las piezas. Y después, algo que me encanta, ver cómo dialogan esas piezas. Porque hay intertextualidades entre los alfajores. Están todo el tiempo compitiendo —lo cual sucede en el capitalismo—, pero es como si se estuviera muy atento. Hay mucho de referencia, mucho plagio, mucho juego. El ejemplo que más me gusta es el de Cachafaz, que nace casi como un desafío al Havanna y al mismo tiempo como un homenaje. El mapa de los alfajores es así, muy de diálogos y eso es fascinante. E insisto que, si bien pasa con otros alimentos, en el kiosco no se da con las gomitas, con los caramelos ni siquiera, se da con los alfajores porque están forzados a respetar una estructura y dentro de esa estructura tienen que encontrar originalidad. Esa restricción los obliga a ser más creativos. Si vos querés jugar al juego de los alfajores necesitás respetar ciertas reglas y dentro de esas reglas encontrar tu identidad y eso es interesante. Por eso hay mucha diversidad, hay empresas chicas compitiendo con empresas grandes y todas tienen una historia detrás que a veces se traduce en la materialidad del alfajor. Es como si de alguna manera el sabor absorbiera el significado. Esa combinación me parecía copada para escribir. Pero en realidad el disparador fue un deseo de crear un proyecto de escritura. Y obviamente la excusa para comer alfajores. Cuando un periodista de Clarín encontró su blog y lo entrevistó, Facundo saltó a la arena pública digital: sus redes crecieron, comenzaron a llamarlo de los medios para dar notas, para comer alfajores y lo convocaron de la editorial Planeta para escribir un libro “Algo debió hacerme ese alfajor tan extraño que me daban de merendar en las tardes de la colonia del Club Comunicaciones. Tuvo que ser bastante seria la cosa para que ahora, una década más tarde, aunque nada me acuerde del Club Comunicaciones ni de la colonia (...) todavía tenga como anclado, en alguna zona remotísima del paladar, el sabor de ese alfajor”. “Quizá hubiera preferido un primer recuerdo más clásico, pero no se me dio. Mi infancia empírica se redujo al sabor de ese alfajor y alrededor de él tuve que construir mi identidad. Afronté mi destino, como debe ser, y poco a poco fui comprendiendo que ese único material disponible en mi memoria de pibe tenía también su hondura, su complejidad; comprendí, tiempo después, que ese recuerdo modesto era como un gran ovillo que podía, con mucho esfuerzo, comenzar a deshilachar. Que no era cualquier pavada el recuerdo de ese alfajor, sino que detrás de él (o adentro de él) un montón de recuerdos en pequeña escala aguardaban la hora de su desentierro. Y así empecé esa labor de reconstrucción”. Probablemente se hubiera reído ese niño que iba a la colonia de Comunicaciones si alguien le decía que su experiencia con ese alfajor Fulbito de maní, con los gajos de una pelota grabados en la cobertura y valor nutricional cuestionable, que merendaba a diario iba a ser el comienzo de su primer libro, En busca del alfajor perdido, publicado por Planeta en 2020. Si alguien le decía que iba a pasar momentos espantosos, bizarros, de nervios y sudor frío cuando en la televisión, frente a conductores y espectadores, con una venda en los ojos lo desafiarían a probar y adivinar marcas de alfajores en vivo. Entre el blog sin visitas y publicar su propio libro —lo que deseaba—, y salir en la pantalla chica —lo que no deseaba pero asumió con la mayor dignidad posible— y volverse famoso de un sol a otro, hubo un titular polémico en uno de los medios más importantes del país. —Fue bastante azaroso. Básicamente todo empezó por un periodista de Clarín que iba cazando historias raras, medio exóticas, Hernán Firpo, y que no sé cómo descubrió mi blog porque realmente se leía poco. Fue sorprendente. Él me hizo una nota que tuvo mucha, mucha repercusión porque tenía un título medio polémico que era: “El Cachafaz superó al Havanna”. Fue mérito suyo ese título. Y la nota fue trending topic en Twitter. Yo estaba como loco. Fue un montón para mí, no lo podía creer. De golpe todo el mundo me escribía al WhatsApp y me mandaba el texto; me volví como medio famoso dentro de mi círculo. Obviamente una fama limitada pero había un montón de gente que de repente sabía quién era yo y que antes ni me registraba. Y la familia, mi abuela… Hasta el día de hoy, en el que ya mi actividad es bastante modesta, sigo siendo “El catador de alfajores” para muchísima gente y va a seguir siendo así, creo, que hasta que me muera. Cuando se publicó la nota que lo catapultó a la arena pública Facundo trabajaba como community manager y estaba adiestrado en el arte de generar discusiones en redes sociales. Hoy dice que echó mano de esa destreza para que su cuenta, que de repente generaba interés, siguiera creciendo de la mano de los alfajores. Y funcionó. Aunque entre sus seguidores encontraba un público heterogéneo: los que los leían porque disfrutaban de sus análisis y quizás decían: “Che, esto es divertido, ¿qué le pasa a este que escribe así sobre alfajores?” (de quienes más se enorgullece) y los que le daban like por toparse con fotos de productos que les llamaban la atención sin detenerse demasiado en su contenido. —No es que todos se ponían a leer esas reseñas que escribía que eran complejas, pero quedé muy apalancado en las redes y los medios me empezaron a llamar: iba a la televisión a comer alfajores, una cosa bastante absurda que odiaba. Me acuerdo que tuve que salir a dar notas en radio y no sabía qué decir, porque ni siquiera sabía mucho de alfajores en ese entonces. Ahora puedo hablar horas sobre alfajores, pero en ese momento salía y decía cualquier cosa. Sobre todo la televisión era algo que detestaba. Yo era como un personaje a quien, en general, los conductores llamaban porque les divertía el título pero no sabían bien quién era o qué hacía y pasaban cosas muy bizarras: me vendaban los ojos y me hacían probar alfajores y adivinar. Todo lo que sucedía en televisión era un poco humillante. Ese fue el precio que tuve que pagar por haber aprovechado un tema tan popular para ponerme a escribir las cosas que yo quería y que de golpe hubiera un público que lo leyera. No es que todo el mundo era fanático de mis ensayos ilegibles, sino que la gente quería hablar de alfajores y yo tenía que adaptarme. Facundo Calabró en su rol de jurado en la Fiesta Nacional del Alfajor de La Falda Al margen del costo de vivir momentos incómodos en TV, la popularidad que adquirieron las reseñas alfajoreras de Facundo y un hobby que si se pagara sería el oficio soñado de la mayoría de argentinos y argentinas también trajo a su vida impactos positivos. La convocatoria de la editorial Planeta para escribir un libro sobre la historia del alfajor, la invitación a participar como jurado en concursos de alfajores, a escribir algunos textos en medios y, por supuesto, que en su casa llovieran docenas y docenas de alfajores de todos los tipos para que los probara, analizara y describiera. —Lo que más agradezco y lo que más disfruté fue todo lo que tuvo que ver con escribir el libro, que nació como proyecto en 2017 o 2018, cuando me convocó un editor de Planeta. Ahí sí sentí que había pasado algo importante, porque imaginate, yo lo que quería era escribir y de golpe me llamaron para hacer lo que quería, que no era probar alfajores en la tele. Eso estuvo bueno porque pasé dos o tres años investigando, viajé a Mar de Plata para estar en la fábrica de Havanna. Estuve en la Fiesta del Alfajor de La Falda, en la Fiesta del Alfajor Costero, o sea que hubo algo de cronista también durante el libro. Y como en esos años, cuando lo escribí, yo estaba creciendo, porque es una época en la que uno cambia mucho, también acompañó mis transformaciones y ese proceso estuvo buenísimo. Como todo escritor, novel o avezado, Facundo, a sus 20, también se enfrentó a la angustia de la página en blanco, a no saber —”porque nunca había escrito nada”— cómo empezar, o si lo que escribía iba a interesarle a alguien. Le faltaba información, se sentía solo en ese desafío y el tiempo lo apremiaba. Pero pese a esas dificultades descubrió el disfrute del proceso. —Investigar, entrevistar gente, conseguir una información que nadie antes había conseguido. Había algo lindo en esto que es que el terreno era tan virgen —no fui el primero pero casi— que de golpe estaba creando la historia del alfajor, porque nadie antes se había preocupado por eso, no porque fuera muy groso. Y eso fue creo que lo que más me gustó. En una década de probar y comparar alfajores Facundo construyó una mirada propia sobre esta golosina, con hipótesis y análisis respecto a sus ingredientes, sus sabores, sus intenciones y hasta sus envoltorios, y se volvió un referente. Esa forma de pensar el alfajor, dice, fue lo que más disfrutó de este hobby que irrumpió en su vida de manera casi azarosa. Desde ese momento, y ya como licenciado en Letras, gusta de investigar la historia de alguna golosina, buscar su recorrido, su metamorfosis y ver qué la trajo hasta los kioscos o supermercados nacionales, cuál fue su derrotero. —Esa especie de ensayos medio históricos me encanta: meterme en el archivo digital y empezar a recolectar datos y a generar hipótesis acerca de dónde salen las cosas, cómo se mueven de un país a otro, por qué tienen ese nombre, rastrear todo ese itinerario tan sigiloso de la cultura, pero sobre todo de los alimentos como algo especial a lo que nadie le da mucha pelota. Porque en cierto modo esos itinerarios recuerdan un poco cuando los historiadores de la lengua se ponen a estudiar la etimología de una palabra o el recorrido. Y a veces pasa lo mismo que lo que pasa con los alimentos, con el alfajor, son elementos de la cultura que van trasladándose de un lugar a otro y sufriendo metamorfosis, solo que las palabras parecen un objeto mucho más digno que los alfajores para estudiar. Hacer esas investigaciones es lo que siempre me gustó más y al mismo tiempo lo menos convocante. Facundo dice que constantemente se topa con la misma dificultad: lo que más disfruta hacer no es lo que le da popularidad, y lo que le da popularidad —un posteo que genera disputa en redes, probar alfajores en televisión— no es algo que desee. Y ese es el mayor motivo por el que está alejado de la conversación digital y la búsqueda de likes. La convocatoria de la editorial Planeta para escribir el libro de la historia del alfajor, la invitación a participar como jurado en concursos y que en su casa llovieran docenas y docenas de alfajores fue lo que más disfrutó de la creación azarosa del hobby soñado Catar alfajores nunca le dio dinero. Para vivir Facundo tiene un trabajo no tan especial, como la mayoría de los mortales, que también disfruta y que, reconoce, tiene la esencia de mezclar cosas que en apariencia no se mezclan, como son sus ensayos históricos y académicos sobre dulces: es “lingüista computacional”. —Es como si fuera una veta del software relacionada con la lingüística. Estoy muy lejos de eso, pero el chat GPT es el producto de esta disciplina en la que trabaja gente que se dedica a modelar matemáticamente el lenguaje. Es un buen lugar para trabajar. Es como una mezcla de cosas. Cuando pienso qué tengo todavía de ese chico que hizo el proyecto de los alfajores, es la pasión por mezclar cosas que en general no se mezclan; sacar las cosas de contexto, ponerlas en otro lugar y ver qué pasa cuando las combinás. Y en mi trabajo soy un poco eso: alguien que viene de las letras en un mundo de datos y software, de gente que viene de la ingeniería o de la matemática. Eso de andar siempre entre dos mundos me divierte mucho, es un juego que creo que conservo. Y sin presiones, sin la obligación de rendir cuentas a ninguna empresa o salir a buscar pulgares arriba y corazones, cuando sale algún alfajor nuevo que le provoca curiosidad, ganas de comer y escribir, lo hace. —Si bien, en definitiva, uno termina escribiendo una recomendación o una crítica, lo que trato de hacer es una interpretación del alfajor: descifrar qué es lo que está tratando de decir, cómo se inserta en el mapa de los alfajores y dónde está la novedad o a quién está tratando de emular o con quién está discutiendo o qué nos dice eso de la evolución del mercado hoy. Obviamente esta lectura tiene un poquito de sesgo, pero no busco solo decir esto es bueno, esto es malo. Siempre estuve en contra de los puntajes, de poner, por ejemplo, siete sobre diez. Porque, además, ¿qué es el diez? O sea: no hay un diez porque no hay un alfajor ideal al que haya que aspirar. Si hubiera un alfajor ideal sería todo muy aburrido, ya sabríamos cuál es el mejor del mundo, entonces por qué seguiría probando alfajores. Se terminaría el juego. Justamente lo que tiene el alfajor es que todo el tiempo va modificando ese ideal, lo va destruyendo. Y eso me parece hermoso: todo el tiempo se están produciendo rupturas. "Algo que me encanta es ver cómo dialogan los alfajores porque hay intertextualidades, están todo el tiempo compitiendo. Hay mucho de referencia, mucho plagio, mucho juego" Quizás uno de los mayores méritos de Facundo en su rol de catador de alfajores no sea solo poder hablar por horas o desgranar con dedicación de científico de laboratorio la composición y el significado, en sentido amplio, de un producto que acompaña la cotidianidad argentina desde la fundación del país —cuenta la historia que cuando se firmó la Constitución de 1853, algunos de los constituyentes se alojaron en la planta alta del local donde se vendían los alfajores santafecinos Merengo y fueron agasajados con este dulce que también llevaron a sus provincias. Y este tipo de alfajor, “de merengue o de almíbar, con una masa medio rústica, de yema de huevo salada y dulce de leche, que en realidad no es santafesino sino que es el alfajor de la colonia, el primer alfajor nacional”, es el que elige entre sus preferidos el catador a la hora de comer—. Quizás su magia pase por esa virtud de detenerse a interrogar un elemento que damos por obvio, que consumimos a diario sin preguntarle nada. Aquella cualidad sobre la que escribía en su Manual de Instrucciones, en sus Historias de Cronopios y de Famas, Julio Cortázar: “Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien. Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café”.

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