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  • La vida de Samuel Morse: el artista plástico que inventó el telégrafo y era un ferviente defensor de la esclavitud

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 27/04/2025 04:39

    Samuel Morse, bostoniano, nacido el 27 de abril de 1791 Todo su universo se redujo después a puntos, rayas y espacios. Con esos tres elementos diseñó un aparato, inventó un idioma, conectó al mundo, aceleró las comunicaciones, salvó vidas, acortó distancias, evitó desastres, derribó fronteras y venció los mares. Pero antes de inventar el telégrafo, al que hay que adjudicarle esos méritos, Samuel Morse fue un chico inquieto con destino irresuelto, buscador de un camino ignorado, (nunca se puede perder el que no sabe adónde va dice el poeta), y un hombre desdichado, golpeado por la suerte mala y hasta hilador de teorías brutales que lo alejaban del supuesto humanismo que diseminaba a raudales su genial invento. Cada vez que hablamos de telégrafo, de código morse y de alfabeto morse, hablamos de Samuel Morse. Y lo mismo hacemos cada vez que, por lo que fuere, invocamos o evocamos el redentor SOS (acrónimo de Save Our Souls –Salven nuestras almas) que tantas almas ha salvado. Hoy, aquel telégrafo está en desuso, o se usa poco, que no es lo mismo. El alfabeto morse es otra cosa, sigue siendo voz y guía, que es lo que se propuso Samuel hace ya más de un siglo y medio. Samuel Finley Breese Morse nació en Charlestown, que es hoy un vecindario de Boston, ribereño, histórico, turístico, el 27 de abril de 1791, en la década anterior al inicio del siglo XVII que fue el de las grandes invenciones, el del progreso desatado, el del ferrocarril de vapor que lo cambió todo. Era hijo de Jedidiah Morse, un pastor protestante, geógrafo además, y de Elizabeth Ann Finley Breese: una familia burguesa y acomodada en una sociedad con raíces irlandesas. El chico Samuel estudió primero en la Phillips Academy de Andover, que todavía existe como colegio internado mixto y es la cuarta escuela privada más antigua de Estados Unidos, y después pasó al Yale College, joya de la Boston estudiosa, rica y prestigiosa. Samuel mostró siempre un espíritu inquieto y ecléctico: se formó en filosofía religiosa, influido por el padre, en matemáticas y en veterinaria equina. Cada quien baja las escaleras como quiere, pero las tres materias parecen tan distantes entre sí, que cuesta apreciar cómo fue que captaron la atención del chico. Además, Samuel se inclinó a estudiar el abecé de un elemento que sospechó decisivo, y acertó con su sospecha, para al progreso que estaba por llegar: la electricidad. En Yale se graduó con honores en 1810. Samuel Morse abandonó la pintura de la que vivió algún tiempo Hay otro además: era un pintor especializado en retratos, tal vez no un artista plástico genial, pero tampoco un pintamonas ni mucho menos. Cuando tuvo edad para hacerlo, viajó a Inglaterra para estudiar dibujo en Londres, de donde regresó en 1815, a sus veinticuatro años convertido en un profesional: pintó al ex presidente estadounidense John Adams, que había gobernado entre 1797 y 1801, a autoridades académicas, a jueces de Boston y New York y, en 1820, al presidente James Monroe, que gobernó entre 1817 y 1825. Como vértice alto de su carrera, está el retrato de Gilbert du Motier, marqués de Lafayette, que pintó en 1825, a sus treinta y cuatro años cuando ya la juventud entusiasta había quedado atrás y era hora de sentar cabeza. Insistió con la pintura: en 1831 retrató al escultor danés Bertel Thorvaldsen y en 1856, cuando Morse ya era célebre por haber inventado el telégrafo, fue recibido en Copenhague por el rey Federico VII que lo condecoró por su invento. Morse dijo entonces que quería donar su retrato del escultor al museo que lo honraba y donde estaba su tumba: el cuadro de Morse es hoy propiedad de la monarquía danesa. Como retratista consagrado, Morse fue fundador y presidente, en 1826, de la Academia Nacional de Dibujo: tenía treinta y cinco años y la tragedia lo había devastado. Se había casado en 1818, a los veintisiete, con Lucrecia Walker, ambos se habían enamorado en el primer fogonazo, y tuvieron tres hijos: Charles, James y Susan. Pero Lucrecia murió en 1825 de un infarto, después del nacimiento del tercero de los bebés y cuando Morse pintaba a Lafayette en su estudio de New York, un trabajo por el que iba a cobrar mil dólares. No hubo manera de avisarle a tiempo. Su padre, Jedidiah le envió una carta y Samuel viajó de urgencia una vez que la recibió. Pero cuando llegó a Boston, Lucrecia ya había sido sepultada. La leyenda quiere que esta tremenda desgracia personal sea la cuna que meció al telégrafo y empujó la desesperación de Morse por crear un medio que hiciese más fácil la comunicación de un lado a otro de una ciudad, de un estado, de un país. Lo que no es leyenda es que Morse quedó desolado, que se abandonó, que quiso que se lo llevara el viento, que malvivió de la venta de sus pinturas, que se vendían poco, o de lo que recaudaba por desganadas clases de dibujo y de pintura; que pasó hambre y no le importó, que apenas si lo rescataba del naufragio la voz frágil de sus hijos pequeños. El código Morse fue un invento de Samuel F.B. Morse, creador del teléfrafo eléctrico Volvió a viajar a Europa y al regresar, algo le disparó la idea. O bien fue una charla casual en el buque con el médico e inventor Charles Thomas Jackson sobre el progreso que había desatado la electricidad, su manipulación y las cualidades del electromagnetismo, o bien fue la nostalgia que lo devolvió a las clases de Yale sobre electricidad que le había impartido el químico Benjamín Silliman y el académico, y presidente del Yale College, Jeremiah Day. O tal vez fueron ambas cosas. En aquellas aulas, Morse había aprendido que cuando se interrumpía un circuito eléctrico, saltaba una chispa, un fulgor, un brevísimo fuego imperceptible que interrumpía la placidez de la electricidad que circulaba sin trabas. Cuando bajó de aquel barco, Morse ya tenía el telégrafo en su cabeza. Se metió en su estudio de pintor de retratos, obsesionado con su idea, para comprobar en la práctica lo que la teoría le juraba era verdad. Armó en crudo, casero, sencillo, improvisado y extravagante, el primer telégrafo que no era tal, sino apenas su embrión. Era, también, un cachivache gigantesco y rudimentario que sólo servía para probar su idea y demostrar que era posible llevarla adelante. Samuel se hizo de unos alambres y un electroimán tan tosco y primario como todo lo demás; con su caballete de pintor, las piezas de un reloj inservible, un péndulo y un lápiz armó un chirimbolo con más pinta de cacharro que de invento célebre. ¿Cómo iba a funcionar eso? Simple: hizo pasar la corriente por los alambres, el electroimán, el péndulo, los cables conectados al lápiz y le dio vía libre al flujo eléctrico; el lápiz, obediente, trazaba una línea delgada y recta sobre una cinta de papel. Pero cuando Samuel interrumpía el flujo eléctrico, el péndulo daba un respingo empujado por la chispa invisible que desataba la energía interrumpida, y el lápiz rompía su línea recta y trazaba un zigzag revelador. Eso fue todo. O casi. Ahora había que convertir el cacharro en algo práctico y darle sentido a los chispazos eléctricos, al péndulo y al zigzag. Cada vez que el péndulo se movía según los impulsos, hacia adentro o hacia afuera de la cinta de papel, se escuchaba un clic diferente según la posición. ¿Podían esos clics “traducirse” a puntos y guiones, como sugirieron de inmediato los operadores del telégrafo embrionario? ¿Podría aplicarse una combinación de puntos y rayas, o de puntos-puntos y de rayas-rayas, o de puntos-rayas-punto-raya-punto, a cada letra del abecedario? ¿Podría una combinación de esos símbolos crear una palabra y transmitirse por cable a otro aparato receptor? ¿Podía un largo “silencio” en los impulsos eléctricos, indicar que la “palabra” había terminado y seguía otra? Sí, podía. El telégrafo nació casi con el código morse incluido, al menos en estado embrionario: todo aquello estaba en pañales. Algunos experimentos telegráficos existían ya en Alemania y en Inglaterra, se trataba de sistemas eléctricos de señalización, de múltiples hilos. Morse superó aquellos modelos con un sistema más funcional, más económico, con el electroimán incorporado. El antiguo pintor avizoró el futuro. Antiguo pintor porque antes de meterse de lleno con su invento, se despidió con romántica ironía de su antigua profesión: “La pintura ha sido una amante sonriente para muchos, pero ha sido una cruel deserción para mí; no la abandoné yo, ella me abandonó a mí”. Amén. Con la paleta archivada para siempre y la ayuda del profesor Leonard Gale y del inventor Alfred Vail, Morse creó un telégrafo listo para ser presentado en sociedad en 1835: el antiguo pintor tenía cuarenta y cuatro años. En paralelo a su trabajo como perfeccionador del telégrafo, Morse desarrolló una intensa actividad política. Fue un cruzado anticatólico y anti inmigrante: como es fácil comprobar hoy, ciertas ideas nunca mueren. Aquella comunidad bostoniana formada por inmigrantes de raíces irlandesas, también había llevado a aquella Nueva Inglaterra sus dramas religiosos y la honda división entre protestantes y católicos que extendería su trágica escisión hasta avanzado ya el siglo XX. Morse fue líder del movimiento anticatólico en Boston y en New York. En 1836 se postuló como alcalde de New York por el partido Nativista: sólo obtuvo 1.496 votos. Pero impulsó la unión de los protestantes contra las instituciones católicas, incluidas las escuelas, propuso incluso prohibir a los católicos el ejercicio de los cargos públicos y abogó por limitar la inmigración desde países católicos. No tuvo mucho éxito. Morse también defendió la esclavitud en 1850, once años antes de que la brutal Guerra de Secesión ensangrentara a Estados Unidos durante cuatro años terribles, una guerra terrible que tuvo a la esclavitud como origen de la lucha. En 1863, el presidente Abraham Lincoln firmó la emancipación de los esclavos, la Guerra Civil terminó en 1865, y Lincoln fue asesinado poco después, en el Teatro Ford, de Washington. Morse creía que la esclavitud era obra de Dios. Así lo escribió en su tratado “Un argumento sobre la posición ética de la esclavitud”, en el que afirmó: “Mi credo sobre la esclavitud es breve. La esclavitud per se no es pecado. Es una condición social ordenada desde el principio del mundo para los fines más sabios, benévolos y disciplinarios, por la Sabiduría Divina. La mera tenencia de esclavos, por lo tanto, es una condición que no tiene nada de carácter moral en ella, más que el ser padre, o empleador, o gobernante”. Morse perfeccionó su código de señales a base de puntos y rayas que ya se usaba en todo el mundo. Sin embargo, sus intentos de plantar líneas de telégrafo en Estados Unidos primero y en Europa después, fracasaron. Por fin logró que el Congreso aprobara un proyecto de ley para otorgarle treinta mil dólares, una fortuna de la época, para construir una línea telegráfica de sesenta kilómetros entre Baltimore y Washington. El 1 de mayo de 1844, cuando un tal Henry Clay se postuló como candidato a la presidente de Estados Unidos como líder del Partido Whig, opositor a la política del ex presidente Andrew Jackson y nostálgico del partido británico de igual nombre, Morse transmitió la novedad desde la convención partidaria en Baltimore al Capitolio, en Washington. Veintitrés días después, el 24 de mayo de 1844, esta vez desde uno de los sótanos del Capitolio hacia Baltimore, Morse transmitió por telégrafo su primer y consagratorio mensaje telegráfico: “What hath God wrought”. Es una cita de la Biblia, número 23:23, que puede traducirse como “Lo que Dios ha creado”, o “Lo que Dios ha forjado”, o “Lo que nos ha forjado Dios” o “Lo que Dios nos ha dado”. Varios países europeos pusieron dinero para reconocer a Samuel Morse por su invento Al año siguiente, en mayo de 1845, fundó la Magnetic Telegraph Company, destinada a construir líneas telegráficas desde New York a Filadelfia, Boston, Buffalo y Mississippi. En 1848 se casó con Sarah Griswold con quien tuvo cuatro hijos: Samuel, Cornellia, William y Edward. En 1854 la Corte Suprema de Estados Unidos le reconoció sus derechos sobre su invento y puso fin a una serie de largos litigios sobre la paternidad del telégrafo y, sobre todo, sobre la fortuna que el invento iba a deparar. El telégrafo se adoptó como estándar para Europa en 1851, cuando Morse ya era miembro asociado de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias. Morse ganó fama, premios, condecoraciones y dinero con su invento. Los gobiernos europeos, a instancias del embajador de Estados Unidos en Francia, reunieron cuatrocientos mil francos franceses, unos ochenta mil dólares de la época, para que fuesen entregados a Morse en reconocimiento por su invento. De la “vaquita” fueron parte Francia, Austria, Bélgica, Holanda, el Piamonte italiano, Rusia, Suecia, Toscana y Turquía. Con la fortuna europea y el rédito que dejaba el telégrafo en Estados Unidos a la Magnetic Telegraph Company, Morse compró propiedades y encaró obras filantrópicas; también donó mucho dinero al Vassar College y a su vieja y querida Universidad de Yale. Murió por una neumonía, a punto de cumplir ochenta y un años, el 2 de abril de 1872, en su casa del número 5 de la calle 22W, Nueva York. Está enterrado en el cementerio de Green Wood, Brooklyn.

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