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» Primerochaco
Fecha: 19/04/2025 07:31
Viernes Santo. Un cuerpo colgado en lo alto, para que todos lo vean. Una madre que no se va. Y una escena que sigue temblando en la memoria traumática del mundo. En el siglo I, crucificar era un mensaje, no solo se castigaba a una persona, se enseñaba algo al resto; el cuerpo se volvía advertencia, un espectáculo que decía: “Esto le pasa a quien desobedece.” El castigo era público, lento, visible. El dolor se volvía escenografía y el cuerpo, instrumento de control. Crucificar no era solo matar, era asfixiar, romper el cuerpo desde dentro, mostrarlo y abajo, entre los que no quisieron irse, había una madre mirando cómo le quitaban a su hijo centímetro a centímetro. El cuerpo colgado se rendía lento, se tensaba, se doblaba, dejaba de hablar y el de ella, abajo, quizá sentía todo sin poder hacer nada. Solo estar y sostenerse. Casi todas las madres quieren proteger, no importa la edad que tengan sus hijos, es un reflejo profundo, más viejo que las palabras y ese día, ese reflejo no tenía salida. María no se fue. No gritó. No intervino. Pero no fue pasiva. Fue una mujer de pie ante lo insoportable, sosteniéndose con todo el cuerpo para no quebrarse antes de tiempo. Lo había traído al mundo, lo había buscado en la multitud, lo había sentido con fiebre, con hambre, con frío y ahora, lo sentía desarmarse sin poder tocarlo. El tiempo se volvió espeso, el sonido lejano, el cuerpo extraño. Cuando todo se apaga, también se apaga el lenguaje, solo queda mirar. Cuando todo terminó, el cuerpo quedó colgando, inmóvil, sin peso propio, sin defensa y entonces, lo bajaron. Ella lo sostuvo como pudo, no había fuerza, solo manos que sabían dónde apoyarse, porque ya lo habían cargado antes, en otra vida, cuando era chico. Miguel Ángel talló esta escena en mármol. Una madre joven, serena, sosteniendo a su hijo muerto. Pero la realidad, quizá, fue otra. ¿Qué siente una madre al tocar el cuerpo frío de su hijo? No hay palabras para esa pérdida, solo una herida que tarda una vida en cerrarse, si es que cierra. A veces, lo que más duele no es lo que pasó, sino lo que no pudimos evitar, lo que vimos, lo que no supimos decir, lo que se nos quedó adentro. Esta escena no terminó en ese viernes, se transmitió hasta hoy. Como memoria en el cuerpo colectivo como huella en el sistema nervioso humano, la culpa, la impotencia, el amor que no pudo proteger. Si alguna vez sentiste eso que lo diste todo y no alcanzó, que te quedaste cuando todo se caía, que tocaste el dolor sin poder cambiarlo, no estás solo. Guardalo si te tocó y compartilo con quien necesita saber que su forma de cuidar también fue un acto de amor. En 2008, visité el Vaticano por primera vez. No era creyente. Pero me detuve frente a la Pietà de Miguel Ángel, como si el mármol respirara. No podía dejar de mirarla.esa madre, serena y rota a la vez, sosteniendo el cuerpo sin vida de su hijo. No sabía que años después, trabajando con trauma, con duelo, con memoria, esa imagen volvería tantas veces. No como símbolo, sino como escena real, humana, corporal. Vivo en Oslo, Noruega y desde hace una década trabajo con migrantes y refugiados. Con mujeres que cruzaron fronteras sin certezas y con madres que perdieron a sus hijos en guerras, persecuciones o travesías. Cada vez que escucho sus historias, vuelvo a esa imagen. A ese cuerpo. A esa madre. Este carrusel es una lectura laica del Viernes Santo. No se trata de dogmas. Se trata de lo que significa presenciar el dolor cuando no se puede hacer nada. De lo que pasa en el cuerpo cuando ya no queda más que quedarse. Como budista laico, mi camino no es religioso, pero siempre ha sido respetuoso con las historias sagradas de quienes sufren y cuidan. Porque más allá de la fe, hay escenas que nos tocan como especie. Ojalá este texto te acompañe. Y si alguna vez tuviste que sostener lo insoportable, ojalá sepas que tu presencia también fue un acto de amor. Por Lucas Casanova @lucas.casanova.yoga
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