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  • “Me voy, estoy aburrido”: el general francés que escapó de los nazis y la carta que dejó al abandonar una cárcel inexpugnable

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 17/04/2025 02:48

    El general Henri Giraud y los bigotes que tuvo que afeitarse para no ser reconocido (Grosby) Hizo lo que mejor sabía hacer: huir. Mejor dicho: escapar, que no es lo mismo. Era un preso de lujo de los nazis: un general francés, veterano de la Primera Guerra, con aspiraciones políticas, aunque las negara, una vez que Francia estuviese liberada de la ocupación alemana; para los alemanes era también, si se daba el caso, una prenda de cambio valiosa: una joya de la guerra tras las rejas. Los nazis mantuvieron cautivo al general Henri Honoré Giraud durante dos años en una fortaleza inexpugnable: el castillo Königstein, tallado en la montaña, macizo, de gruesos muros, con ventanas enrejadas y un patio del siglo XIII, en lo alto de una escarpada montaña vecina a Dresde, en pleno corazón de Alemania. Era una especie de cárcel de Alcatraz, sin mar alrededor. No sólo era imposible escapar de la prisión, sino que era mucho más quimérico huir de ese corazón de Alemania, vecino a la frontera con Checoslovaquia. Pero Giraud se fugó. Hizo lo que también hace todo militar prisionero del enemigo: planear cómo dejar las rejas atrás. La historia de Giraud, que no será narrada completa en estas líneas, es aún más impresionante en los años que siguieron a su escape magistral de las manos nazis, porque llegó a pelearle el liderazgo de la resistencia francesa al general Charles de Gaulle, a quien había tenido bajo su mando en años los que, ya en plena Segunda Guerra, asomaban lejanos. Giraud y De Gaulle tuvieron una relación áspera, gélida, hosca y signada por la rivalidad. Los dos estuvieron en la mira de los aliados, en especial de Winston Churchill, que debían decidir a quién de los dos le endilgaban la responsabilidad de representar a Francia en la mesa de los aliados. Giraud estuvo a punto; tal vez lo perdió su arrogancia, su ambición, su sentido un poco prusiano del deber militar. De Gaulle no era muy diferente; además, mantuvo siempre una relación marcada por el afecto, el odio, la admiración y la rivalidad con Churchill, que en algún momento se llegó a plantear si no había que “eliminar a De Gaulle como fuerza política”. Giraud ponía a Giraud por encima de todo. De Gaulle ponía a Francia por encima de De Gaulle. A menudo, la historia se decide por matices. ¿Quién era Giraud, el escapista? Había nacido en París el 18 de enero de 1879. Su padre, carbonero, empeñó su vida en darle una buena educación que incluyó la academia militar de Saint Cyr a la que ingresó a los diecinueve años, en 1898. Lo destinaron al norte de África hasta que el estallido de la Primera Guerra Mundial lo llevó de regreso a Francia. El 30 de agosto de 1914 fue herido en combate y cayó en manos alemanas; las heridas derivaron en una pleuresía que le impedía casi respirar. Fue internado en el hospital Origny-Sainte-Benoit durante dos meses; ocultó de alguna forma su mejoría, o simuló seguir enfermo, y se fugó del hospital con otro oficial francés amigo. Fue una odisea. Los fugitivos atravesaron territorio enemigo hasta llegar a Holanda, que era neutral, treparon en La Haya a un barco que los puso en Inglaterra y regresaron luego por mar a Francia. Charles de Gaulle prevaleció en la disputa que tuvo con Henri Giraud (AP Photo) La hazaña le valió incorporarse al Estado Mayor del Quinto Ejército. El final de la guerra lo sorprendió en Constantinopla, la Estambul de hoy. Allí estaba a órdenes del mariscal Louis Franchet d’Espèrey, que había sido el jefe del ejército aliado que provocó el colapso del imperio austro-húngaro en los Balcanes, lo que llevó de alguna manera a la firma del armisticio que puso fin a la guerra en 1918. La carrera militar de Giraud se forjó en esa fragua. Y en África: sirvió en Marruecos, donde trató de pacificar la frontera marroquí con Argelia, durante la llamada Guerra del Rif. Fue en África donde Giraud ganó su Legión de Honor y las palmas de general de brigada y de división. En 1936 fue nombrado gobernador militar de Metz, al norte de Francia, la antigua capital de la región de Lorena. Allí fue donde se topó con De Gaulle. Si algo tuvo de bueno la relación Giraud-De Gaulle fue que se llevaron pésimo desde que se conocieron. De Gaulle, un joven coronel, había defendido en un libro el poder ofensivo de los modernos blindados, era el año 1936, y Giraud, superior de De Gaulle, desdeñaba el uso de ejércitos de tanques. El dato podría pasar inadvertido, si no fuese porque las diferencias estratégicas entre los dos militares franceses llegaron a oídos de Churchill: fue la primera vez que el futuro primer ministro británico oyó el nombre de De Gaulle. Para entonces, Giraud había sido sondeado por Eugene Deloncle, un político fundador de una organización terrorista de extrema derecha, que aspiraba igualar a Francisco Franco e iniciar en Francia un alzamiento armado contra la Tercera República, similar al que Franco había iniciado en España. Giraud comprometió su apoyo sólo si en Francia se producía una revolución comunista. A Deloncle lo detuvieron en 1937 y Giraud salvó por un pelo su carrera militar. Cuando estalló la Segunda Guerra, en 1939, Giraud era miembro del Consejo Superior de Guerra y Comandante del Séptimo Grupo del ejército francés. En 1940 era un general de sesenta y un años, de enormes bigotazos lustrosos, alto, vigoroso, enérgico, para nada intelectual y arrojado. Fue enviado a Holanda el 10 de mayo de 1940, cuando los alemanes estaban a punto de ocupar Francia, lo harían un mes después, para intentar hacer más lento el avance enemigo. Lo logró en parte el 13 de mayo en Breda, pero a costa de enormes bajas: tantas, que el reducido Séptimo Grupo a su mando debió unirse a otro reducido Noveno Grupo. En las Ardenas, Giraud fue capturado por los alemanes el 19 de junio. Los nazis sabían quién era, un general con mando importante, y decidieron encarcelarlo en la fortaleza de Königstein, calificada como de máxima seguridad e inexpugnable. Junto a Giraud, pasaban sus días de encierro otros altos oficiales griegos, yugoslavos, holandeses capturados por los nazis durante los años exitosos de su “guerra relámpago”. Lo primero que le dijeron a Giraud fue que nadie se escapaba de Königstein. Y lo primero que dijo Giraud a sus compañeros de infortunio fue que él sí se iba a escapar y que contaba con que no sería denunciado por ellos. Empezó a trazar entonces un largo y meticuloso plan de fuga que demoró dos años y que llegó hasta Francia. Giraud, que dejó todo escrito en un libro que se llamó Mis evasiones, estudió durante dos años cada rincón de la fortaleza, cada posible vía de escape, hasta llegar a la conclusión de que sólo era posible si lograba deslizarse desde lo alto, más de cuarenta metros, hasta una zona que le permitiera el descenso hasta el pie de la montaña. Estudió alemán a lo largo de esos dos años y llegó a hablarlo con alguna fluidez; vendió sus raciones de chocolate a los otros detenidos y juntó un pequeño capital con el que compró algunas ropas viejas al jardinero del penal: el resto lo ahorró para financiar su fuga de Alemania una vez fugado de Königstein. Henri Giraud, durante su caminata diaria, custodiado por alemanes, en la prisión del castillo de Konigstein (Grosby) Con una audacia temeraria involucró a su mujer en su escape. A través de una correspondencia en apariencia inocente, ambos se enviaban mensajes cifrados para coordinar la logística de la huida de Alemania. Giraud juzgaba más difícil salir de ese país y regresar a Francia, que dejar para siempre las rejas de la “inexpugnable” prisión. Fue la esposa de Giraud quien le avisó el día y la hora en la que alguien lo esperaría en la estación ferroviaria local, si lograba fugarse de la cárcel. Se trataba de una operación cronometrada, porque la larga espera de un desconocido en un andén desierto de aquel pueblo casi perdido, hubiese alertado a los nazis. El enviado de la señora Giraud llevaba encima ropa y documentos falsos que iban a identificar a Giraud como un alsaciano común, uno más de los habitantes de la región más oriental de Francia, ahora en mano de los alemanes. Durante dos años Giraud también armó con paciencia infinita, y con la ayuda de otro preso, una larga cuerda de trapos, sábanas, frazadas, trenzas del hilo con el que llegaban envueltos los paquetes familiares para los presos; usó los trozos de alambres que también ceñían aquellos envíos preciados para asegurar los tramos más frágiles de aquel precario tendón que lo llevaría a la libertad. Todo pendía, justo, de un hilo. Si todo salía bien, después había que salir de Alemania. El Día D llegó para Giraud el 17 de abril de 1942, hace ochenta y tres años. Esa mañana, envuelto en una frazada y con aspecto febril, el general francés se presentó al recuento matutino: lo mandaron de regreso a su celda, a esperar el recuento de la tarde. A la tarde, cuando fueron a incluirlo en el recuento de los presos, ya no estaba en su celda. Sus carceleros encontraron en cambio una pequeña nota que informaba que ratificaba la personalidad de su autor: “Me voy. Estoy aburrido”. Giraud se había descolgado por la cuerda salvadora; antes, o inmediatamente después de tocar tierra tal vez amiga, se había afeitado el delator bigotazo, se había calzado un sombrero tirolés y había bajado la montaña con la pinta de un inocente peregrino. Después había llegado a la estación Bad Schandau, donde lo esperaba el enviado por su esposa. Giraud y su acompañante esperaron un tren que los llevaría a Stuttgart, desde donde se acercarían a Francia. Pero hubo un drama: el tren estaba demorado en dos horas y, tal como sospechaba Giraud, se iba a lanzar una verdadera cacería detrás de sí. Así que los fugitivos tomaron otro tren que los llevó a Múnich, mucho más al este. Giraud era ahora Hans Steiner, un ingeniero que viajaba rumbo a Alsacia. En los tramos de carretera que alternó con otros viajes en trenes, pasó por todo: controles policiales, un tramo en el compartimento de un oficial nazi del Áfrika Korps con el que vivaron juntos al mariscal Erwin Rommel; viajó en otras formaciones que fueron atacadas por aviones británicos de la RAF; con los días que siguieron a su fuga vio su foto de general bigotudo en el diario Frankfurter Zeitung y un anuncio de la recompensa que el estado alemán había puesto a su cabeza. Al final, llegó a Alsacia desde donde la Resistencia lo puso en la frontera suiza. Regresó por ella al territorio de la llamada Francia Libre. El maestro del escapismo, lo había hecho otra vez. Su fuga despertó un ataque de furia en Hitler y una imperiosa orden de búsqueda y captura por parte de Heinrich Himmler, el jefe de las SS. En Königstein dieron vuelta la prisión hasta el último recoveco; hicieron lo mismo con el pueblo vecino de Bad Schandau y su estación de ferrocarril; después lo buscaron por toda Sajonia y, a medida que pasaron los días, por toda Alemania. El rostro de Giraud apareció en diarios y en afiches callejeros, lucía su bigotazo y el uniforme del ejército vencido por los nazis. Pero aquel hombre ya no era quien había sido. El general francés Henri Giraud, experto en fugas (Grosby) Giraud se presentó ante el mariscal Philippe Petain, que encabezaba el gobierno de Vichy a cargo de Pierre Laval, un gobierno colaboracionista de los nazis que ocupaban Francia. Para Giraud, el mariscal Petain, una figura de la Primera Guerra, era el jefe del poder francés. De Gaulle no pensaba lo mismo: al finalizar la guerra hizo fusilar a Laval y encarceló a Petain a quien su grado de mariscal y las honras de la Gran Guerra le salvaron la vida. Petain felicitó a Giraud, le agradeció el apoyo y se negó a extraditarlo a Alemania, como Himmler pedía a gritos y casi a diario. Giraud, sin embargo, tuvo miedo de ser capturado y contactó a los americanos que lo integraron a los preparativos de la invasión al norte de África. En un gesto típico de su arrogancia, Giraud dio por sentado que él sería el jefe de aquellas tropas de desembarco que desencadenarían la llamada “Operación Torch”. Pero los aliados ya habían designado jefe a un general estadounidense no muy conocido entonces, un tal Dwight Eisenhower. Cuando Giraud lo supo, se negó a tomar parte de la invasión. Fueron los americanos los que lo convencieron, y además quienes no le dieron otra chance, de unirse a su despreciado De Gaulle: los dos participaron de la Conferencia de Casablanca junto a Churchill y el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt. Juntos también, De Gaulle y Giraud conformaron el CNFL, Comité Francés para la Liberación Nacional, la resistencia en otras palabras, destinado a la conducción, unidad y coordinación de la lucha para liberar a Francia de los nazis. El comité se formó el 3 de junio de 1943 y, cinco meses después, en noviembre, quedó en manos de De Gaulle que desafió la legitimidad y la legalidad del gobierno de Vichy, al que Giraud había sido tan afecto. La feroz disputa ente ambos por ser cabeza de la Francia Libre fue definida por De Gaulle con una de sus frases orgullosas y lapidarias, que tanta resistencia despertaban en los aliados. De Gaulle que tenía más cerebro político y una mayor estructura militar que su adversario dijo que había invitado a Giraud a unirse a la Francia Libre: “Pero Giraud quiere que la Francia Libre se una a él”. El castillo de Konigstein: la prisión de la que escapó Henri Giraud Como no podía ser de otra forma, la decisión la tomó Churchill. En uno de los rarísimos momentos en los que en aquellos días decisivos estaba en buenas relaciones con De Gaulle, que estaba en malas relaciones con los americanos, el británico llevó al francés a su despacho para dedicarle un expresivo elogio: “Giraud está liquidado políticamente. Usted es el honor. Usted es el camino recto. Será el único que quede. No choque frontalmente con los americanos. Es inútil y no ganará nada. Sea paciente y vendrán a usted porque no tienen alternativa”. El ocaso de Giraud fue doloroso. Los aliados lo retiraron como jefe de las fuerzas aliadas en África del Norte cuando supieron que mantenía su propia red de inteligencia en competencia con los servicios de De Gaulle y del CFLN. Se retiró del ejército y en agosto de 1944, cuando París festejaba su liberación, sobrevivió a un atentado en Argelia. El 2 de junio de 1946 fue elegido representante para la Asamblea Constituyente de Francia y participó de la redacción de la Constitución de la Cuarta República Francesa. Mantuvo su cargo en el Consejo de Guerra, pero ya no tuvo influencia alguna: De Gaulle lo había desplazado por completo de la política francesa. Giraud murió en Dijon el 11 de marzo de 1949, a los setenta años.

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