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  • Silencio profanado

    » Diario Cordoba

    Fecha: 16/04/2025 03:04

    Hay en el sonido de un tambor grave algo que, si se escucha en la hondura del alma, evoca no el júbilo sino la agonía. Por eso quienes caminan con el rostro cubierto, portando cruces o cirios encendidos por la fe, no desfilan, sino que ofrecen; su paso no es coreografía, sino latido. Las hermandades, en su austera liturgia, custodian todavía esa llama secreta que arde cuando el dolor humano se abraza al Misterio. Ellos no se exhiben: expían. No representan: reviven. No iluminan las calles, sino las conciencias. Pero alrededor de esa llama, cada vez con más descaro, se congrega un público ajeno al temblor. No vienen a orar, ni siquiera a callar: vienen a consumir. Disputan un hueco en la acera como quien reserva una butaca de teatro; alzan móviles como relicarios profanos; musitan juicios sobre el manto o el trono sin saber el nombre del Crucificado. No son siempre turistas, no, también hay paisanos que acuden a la Semana Santa como quien acude a ver fuegos artificiales, ajenos al abismo que se representa. Se multiplican los ojos que no ven y los oídos que no escuchan; los cuerpos presentes pero las almas ausentes. Simone Weil dijo que la atención pura es una forma de oración. Pero ¿qué atención puede darse cuando la devoción se ve eclipsada por el exhibicionismo, cuando el fervor se convierte en fondo para una selfie? ¿Dónde quedó la música callada de Juan de la Cruz, la soledad sonora que penetraba el alma más allá de la mirada? Lo que exige recogimiento se vulgariza en ruido. Lo que pide temblor, se vacía de sentido. Rilke escribió que lo bello es «el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar». Pero nosotros ya no soportamos lo terrible, ni lo bello. Preferimos el decorado, la postal, el simulacro. Y así, lo sagrado se disuelve en espectáculo, y lo íntimo se vuelve escenografía. La cruz no pesa, se exhibe; el paso no duele, se vitorea. Córdoba, que supo vestir de noche el sufrimiento divino, conserva aún esa herencia en los hombros callados de los costaleros, en los rezos entre los cirios, en la espera muda de los hermanos. Son ellos quienes resisten la erosión del alma litúrgica. Pero si no protegemos el corazón del rito, si dejamos que el bullicio devore el temblor, nos quedaremos con una función sin redención. Y será entonces cuando comprendamos que la fe no se imposta, se encarna. Que no se contempla con los ojos abiertos, sino con el alma rendida. Que no basta con asistir: hay que pertenecer. Porque el rito sin alma es solo una cáscara hueca, un eco que no redime. Y el Misterio, si se vulgariza, se oculta. Como el oro que no brilla a la luz del mercado, sino en la penumbra del alma que lo busca. El que tenga oídos para oír, que escuche. El que aún tenga alma, que tiemble.

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