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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 16/04/2025 02:41
Agentes trasladan a víctimas de la Masacre de Virigina Tech (AP) Era un lunes como cualquier otro. El 16 de abril de 2007, el campus de la Universidad Tecnológica de Virginia, conocida como Virginia Tech, amanecía envuelto en la neblina típica de la primavera en Blacksburg, una tranquila localidad al suroeste del estado. Los estudiantes caminaban entre edificios góticos, con mochilas en la espalda y auriculares en los oídos, listos para enfrentar una semana más de clases. Nadie podía imaginar que ese día quedaría grabado para siempre en la historia trágica de Estados Unidos. A las 7:15, los primeros disparos rompieron la calma. En un dormitorio de la residencia West Ambler Johnston Hall, Seung-Hui Cho, un estudiante de 23 años nacido en Corea del Sur y criado en Virginia, asesinó a dos jóvenes: Emily Hilscher, una estudiante de veterinaria de 18 años, y Ryan Clark, de 22, un residente del campus que había intentado socorrerla. Luego desapareció por casi dos horas. A las 9:40, Cho volvió a atacar. Esta vez, irrumpió en Norris Hall, un edificio de aulas donde se dictaban clases de ingeniería. Había encadenado las puertas desde adentro para impedir el ingreso de la policía. En el transcurso de unos diez minutos, disparó a mansalva contra estudiantes y profesores. Usó dos pistolas semiautomáticas, una Glock 19 de 9 mm y una Walther P22, y cargadores de alta capacidad. Mató a treinta personas más antes de quitarse la vida. La masacre dejó un saldo de 33 muertos, incluido el atacante, y más de una veintena de heridos. Fue el tiroteo más letal jamás perpetrado en un centro educativo de Estados Unidos, y uno de los más cruentos en la historia del país. La última respuesta de las autoridades de Virginia Tech desató críticas sobre la gestión del ataque inicial (AP) El tirador: señales ignoradas Seung-Hui Cho era estudiante de literatura inglesa y tenía un largo historial de problemas de salud mental. Desde niño había sido diagnosticado con mutismo selectivo y ansiedad severa. Sus compañeros lo describían como retraído, silencioso hasta la incomodidad. En sus clases, apenas hablaba. Pero escribía. Los textos que presentaba en sus asignaturas de escritura creativa eran oscuros, plagados de violencia y resentimiento. Algunos profesores alertaron a las autoridades universitarias. En 2005, fue derivado a evaluación psiquiátrica tras comportamientos preocupantes, como el acoso a dos compañeras. Un juez lo declaró “un peligro para sí mismo y para otros”, pero, en lugar de ser internado, fue autorizado a recibir tratamiento ambulatorio. Cho jamás lo siguió. La universidad no informó a los docentes ni a otros estudiantes sobre su diagnóstico, citando restricciones legales. En ese vacío institucional, Cho continuó su vida académica, alimentando un odio que, eventualmente, se volvería letal. Antes de cometer la masacre, Cho envió un paquete a la cadena NBC News. En su interior había videos, fotos y una carta de 1.800 palabras. En ellos, se retrataba como un mártir, comparándose con figuras como Jesús y denunciando a los “niños ricos” y la “decadencia” de la sociedad americana. Se refería a la masacre como “una venganza”, una respuesta a años de humillación y aislamiento. “Ustedes me obligaron a hacerlo”, escribió. Su rostro, serio y desafiante, empuñando las armas frente a la cámara, se volvió una imagen perturbadora, repetida en todos los noticieros del país. Seung-Hui Cho, estudiante con antecedentes psiquiátricos, perpetró la masacre tras años de señales ignoradas (AP) Los héroes anónimos En medio del horror, hubo actos de valor que quedaron grabados en la memoria colectiva. Liviu Librescu, un profesor de 76 años y sobreviviente del Holocausto, bloqueó con su cuerpo la puerta del aula para que sus alumnos escaparan por la ventana. Fue asesinado por Cho, pero salvó la vida de varios estudiantes. Otro docente, G. V. Loganathan, recibió múltiples disparos mientras daba clase. Su muerte fue casi inmediata, al igual que la de muchos de sus alumnos, sorprendidos por el atacante que entró disparando sin decir palabra. Muchos sobrevivientes contaron luego que se habían hecho los muertos, que se habían ocultado bajo escritorios o saltado por las ventanas del segundo piso para escapar del horror. El sonido de los disparos se escuchó por todo el edificio, pero la respuesta policial se vio obstaculizada por las puertas encadenadas. Una de las críticas más duras recayó sobre la administración de Virginia Tech y su demora en alertar sobre los primeros disparos. Tras el doble homicidio en el dormitorio a las 7:15, no se emitió ningún aviso masivo hasta casi las 9:30, cuando Cho ya se dirigía a Norris Hall. Para ese momento, la mayoría de los estudiantes seguía con su rutina diaria, sin saber que un asesino se preparaba para volver a atacar. El entonces presidente de la universidad, Charles Steger, fue cuestionado por no haber suspendido las clases o cerrado el campus. La explicación oficial fue que se pensó que el primer ataque había sido un hecho aislado. Pero las familias de las víctimas no lo vieron así. La tragedia desató una oleada de reformas en los protocolos de seguridad escolar, incluyendo sistemas de alerta por mensaje de texto, entrenamiento para emergencias y mejor comunicación entre instituciones educativas y servicios de salud mental. Pero, como suele suceder, el cambio llegó tarde para los que murieron. Liviu Librescu, profesor y sobreviviente del Holocausto, salvó vidas bloqueando la puerta del aula con su cuerpo (AP) Ecos actuales Dieciocho años después, la historia de Virginia Tech resuena con fuerza en la miniserie británica Adolescencia, recientemente estrenada en Netflix. Creada por Jack Thorne y dirigida por Philip Barantini, la serie de seis episodios ficcionaliza una pesadilla parecida: Jamie Miller, un chico de 13 años, es acusado del asesinato de su compañera de escuela. En el centro de la narrativa está su interrogatorio por parte de la psicóloga forense Briony Ariston, con quien despliega, lentamente, su mundo interior. Cada episodio está filmado en un solo plano secuencia, una elección técnica que intensifica la claustrofobia emocional. Pero lo que más impacta es el guion: el retrato de un adolescente confundido, incapaz de procesar lo que siente y lo que hace, con un entorno adulto que observa pero no escucha. “Quiero que me digas qué está mal en mí, porque yo no lo sé”, dice Jamie en uno de los momentos más brutales de la serie. La frase, dicha casi en susurro, condensa el corazón del relato: no se trata sólo de entender al victimario; también de preguntarse cómo llegamos hasta él. Adolescencia no ofrece respuestas fáciles. Tampoco busca redimir. Pero interpela. Fue aclamada por la crítica en Reino Unido y rápidamente escaló al top diez global de Netflix. En foros y redes, muchos padres, docentes y terapeutas la recomiendan como una pieza fundamental para abrir conversaciones sobre salud mental, bullying y la fragilidad de los vínculos adolescentes. Algunos medios la definieron como “la Chernobyl emocional del sistema educativo”. La serie no está inspirada directamente en Virginia Tech, pero el eco es innegable. Porque, como entonces, los síntomas estaban; la angustia estaba; la violencia latente estaba. Lo que faltaba era alguien que mirara de verdad. Una herida que no cierra Virginia Tech intentó recordar a sus muertos con respeto. Se erigió un memorial con piedras talladas con los nombres de cada víctima. Cada año, se realiza una vigilia con velas. Pero el dolor no se borra. Las familias de los estudiantes y profesores asesinados viven con la ausencia diaria. Muchos de ellos se convirtieron en activistas por el control de armas. En Estados Unidos, donde la Segunda Enmienda protege el derecho a portar armas, el tema sigue siendo terreno de batalla política y social. El asesino se presentó como un "mártir" (AP) Cho había comprado sus pistolas legalmente, a pesar de su historial psiquiátrico. Tras el tiroteo, se descubrió que su nombre nunca fue incorporado al registro nacional de antecedentes del FBI, que podría haber impedido la compra. Fue otro eslabón en la cadena de fallas que permitieron la tragedia. Hoy, a casi dos décadas del horror, el nombre de Cho sigue siendo sinónimo de furia contenida, de advertencias desoídas, de un sistema que no supo cuidar a sus jóvenes. Y el campus de Virginia Tech, aunque renovado y lleno de vida, todavía carga con la sombra de aquel lunes de abril en que el tiempo se detuvo. En una de las piedras del memorial, alguien dejó una frase escrita a mano con marcador negro: “We are Virginia Tech”. No era una afirmación de orgullo, sino de pertenencia al dolor, a la memoria compartida, al compromiso de no olvidar. Porque olvidar sería una segunda muerte.
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