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  • Desayuno califal

    » Diario Cordoba

    Fecha: 14/04/2025 02:16

    Me apetecía desayunar como un califa, así que me fui al parador de la Arruzafa. Por lo visto, por aquella zona vivían las clases altas durante el gobierno de la dinastía omeya. Allí tenía su palacio, por ejemplo, Almanzor, y allí desayuné yo junto a un ventanal con vistas a Córdoba, que quedaba enmarcada por cipreses, pinos, palmeras y un cielo nublado. Acostumbro a coger el coche solo por obligación, pero aquella mañana me sorprendí con más ímpetu de lo habitual. La avenida de la Arruzafa puede resultar agradable a pie, pero en coche me incomoda: una hilera de vehículos estacionados estrechan la calzada y la convierten en un carril de doble y ajustada dirección, lo cual obliga a conducir con cierta inquietud en el pecho. Una vez que uno entra en el parador, eso sí, todo es calma. Además, frente a la entrada hay una rotonda enana que erradica el engorroso trámite de las maniobras. Un palacio siempre será menos palacio si hay que girar el volante más de una vez para aparcar. El salón del desayuno, como es lógico, estaba lleno de extranjeros. Por su sombrero vaquero negro, deduje que uno era americano; los de la mesa de al lado eran franceses, y también había algún español pidiendo huevos fritos. No me vi tan espléndido como para apuntarme al buffet, pero sí me animé a pedir unos huevos revueltos con bacon (este desayuno siempre me conduce a un buen rato temiendo sufrir un infarto, pero a veces pago el peaje). Al otro lado del cristal, el viento mecía las copas de los árboles. El mantel blanco y suave me reconfortaba. A veces uno se pregunta si merece su suerte. De súbito, una pregunta me desarmó: «¿Eres escritor?», me dijo con curiosidad pura, inocente, una camarera. Quizá influyó que llevase un rato oyendo a los franceses, pero su acento cordobés me pareció bellísimo. El caso es que le respondí sin responder, como pude, y ella me contó que no le había gustado un libro de Carmen Mola: son cosas que pasan. Si no recuerdo mal, se llamaba Martina. Antes de irme del parador, salí un rato a la terraza. De camino vi a tres personas reunidas, tecleando como locas en sus portátiles, y a una cuarta hablando enérgicamente por teléfono. En el exterior estaba a salvo de la bulla laboral. Me acerqué a la barandilla y me fijé en la piscina del jardín, lejana y sola; en su superficie, las primeras gotas de lluvia ya dibujaban círculos concéntricos. De nuevo, me invadió la sensación de fortuna, de acierto prodigioso. Aquellos omeyas eligieron bien el lugar en el que construir sus almunias. Algunas cosas nunca cambian. *Escritor

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