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  • Cuidar la institucionalidad es una responsabilidad de todos, también del Senado

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 06/04/2025 06:38

    El Senado rechazó los pliegos de Lijo y García Mansilla para integrar la Corte Suprema El nombramiento de los dos jueces a la Corte acumula más de un año de episodios, el último de los cuales fue de un dramatismo sin precedentes: el Senado terminó rechazando ambos pliegos enviados por el Presidente. Los motivos pueden haber sido múltiples, pero se percibió un intento de disciplinamiento frente a la designación en comisión, la que casi todos los legisladores reputaron autoritaria por parte del Presidente. Una decisión que, como pocas, impacta en los tres poderes de la república debió tener un desarrollo más ejemplar que el que está teniendo, dado que involucra a todas sus autoridades principales. Se insiste y hasta se abusa del latiguillo del respeto por las instituciones, pero esta admonición política suele usarse para los adversarios, nunca para los propios. Es muy frecuente endilgársela al Presidente de turno, considerándolo como un autoritario que busca saltearse el control parlamentario. Pero todos los actores de una república están obligados a respetar las limitaciones de las instituciones, las ajenas y las propias: exigiendo a los demás y también autolimitándose a sus propias responsabilidades. En el caso que nos interesa hoy, el principal exceso en la falta de respeto a las instituciones, lamentablemente, quedó del lado del legislativo, concretamente, del Senado. El nombramiento de un juez de la Corte exige una designación que solo compete al Presidente y un acuerdo del Senado. El Senado, como todo cuerpo colegiado, tiene un proceso: cuenta con una Comisión de Acuerdos que debe dictaminar tras una audiencia pública a los candidatos. Por último, el juez designado con acuerdo presta su juramento ante la propia Corte, la que pasa a integrar desde ese momento. ¿Qué incumplimientos pueden imputársele al Presidente? Dos: el nombramiento de un candidato cuestionado por la opinión pública y la posterior designación en comisión de ambos jueces. Respecto del primero, más allá de la opinión que cada uno puede tener, se debe recordar que: el Presidente es el único individuo autorizado a designar un juez de la Corte y designó a Ariel Lijo; su pliego obtuvo nueve votos (mayoría) de la Comisión de Acuerdos del Senado tras comparecer en audiencia pública; Lijo es juez federal de la Nación desde hace décadas. Más allá de la opinión de cada uno, estas son realidades que se deben tener en cuenta: no se designó ni a un incapaz ni a un no idóneo ni a un outsider desconocido. Respecto de la designación en comisión fuera del período ordinario de sesiones legislativas, se puede sostener que la interpretación de la Constitución que avala al Presidente fue excesivamente literal. De todos modos, debe reconocerse que el Ejecutivo, antes de esta designación, esperó un año entero, de sesiones ordinarias y extraordinarias, y no obtuvo ni el acuerdo ni el desacuerdo del Senado. ¿Cuánto tiempo más era razonable esperar, siendo que la Corte enfrentaba, desde este año, una composición de solo tres de sus cinco miembros? ¿Qué incumplimientos pueden imputársele, a su vez, al Senado? Dos: la inexplicada demora en dar o quitar su acuerdo y el rechazo extemporáneo de los pliegos, en particular el de García Mansilla. La demora, agravada con el dictamen de la Comisión favorable a Lijo, solo adquiere comprensión si se asume que el Senado estaba negociando con el gobierno favores a cambio del acuerdo. Si esto es así, entonces no había un desacuerdo esencial sino solo estratégico y, al parecer, la negociación terminó mal. Entonces, es difícil aceptar ahora un argumento institucionalista para justificar el rechazo final. En el caso de Lijo, si era “impresentable”, habría que haberlo rechazado en muy poco tiempo; no fue lo que sucedió. Al contrario, la Comisión de Acuerdos dictaminó a su favor. En el caso de García Mansilla, quien asumió en comisión con el aval de la propia Corte, la incomprensión resulta aun mayor: nadie cuestiona su idoneidad profesional, académica y moral. Entonces, o bien se lo rechazó por su orientación política conservadora, o bien, para darle una lección al Presidente por haberlo designado en comisión. Ambas decisiones son ampliamente cuestionables desde lo institucional. Aquí llegamos al punto más importante del análisis institucional. Elegir la orientación política de un juez de la Corte es justamente “la” prerrogativa que la Constitución Nacional le permite al Presidente: por eso establece que sea él quien lo designe, teniendo la responsabilidad primaria. El Senado, en cambio, solo tiene una responsabilidad secundaria, la de brindar su acuerdo o desacuerdo. ¿Cómo se debe interpretar esta diferencia de responsabilidades? Este es el quid de toda esta cuestión. Una sana interpretación, desde la gobernanza pública, es la siguiente: el Senado puede oponerse cuando está en franco desacuerdo, si no, no debe obstruir una designación. En este caso: si Lijo le parecía un muy mal candidato, debió rechazar su pliego (no parecía encaminado en ese sentido, a juzgar por el dictamen), pero no debió negar ese acuerdo a García Mansilla. Si los dos rechazos se basan principalmente en un intento de “poner al Presidente en su lugar” y hacer que se respete la institución del Senado, esta decisión es muy cuestionable. Primero, porque hubo un año de demora, la que justificó (aún cuestionablemente) la designación en comisión: no olvidemos que el sentido último de todo esto es dotar a la Corte de todos sus integrantes, no hacer una negociación política eterna. Segundo, porque las instituciones se respetan cumpliendo cada uno con su rol, no dando lecciones a los demás por sus presumidos incumplimientos. El Presidente no hizo nada que no debió hacer, más allá de la valoración que nos merezcan sus elecciones. El Senado sí hizo algo que no debió hacer: demoró excesivamente el ejercicio de su responsabilidad y negó su acuerdo sin un justificativo válido a, por lo menos, un juez. Solemos cometer un error en nuestras evaluaciones respecto de la institucionalidad, aplicando criterios propios de los sistemas parlamentarios, que ponen al Legislativo por encima del Ejecutivo. Nuestro sistema es presidencialista y ambos, Ejecutivo y Legislativo, cuentan con la legitimidad del voto popular. Y deben convivir adecuadamente, sin ponerse ninguno en el lugar del otro.

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