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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 06/04/2025 04:31
Donald Trump Desde su asunción el pasado 20 de enero, Donald Trump viene ejecutando un giro radical en la política comercial de Estados Unidos. Pero fue el 2 de abril cuando ese cambio se cristalizó con la declaración formal de una guerra comercial, a partir de una batería de aranceles que afecta a prácticamente todos los países del mundo, incluyendo aliados históricos como Israel y Australia. Paradójicamente, países como Rusia y Corea del Norte quedaron exentos. No se trata de una medida aislada, sino de un viraje estructural: de la globalización al proteccionismo, de la apertura comercial al repliegue nacional. La narrativa oficial es clara. Según Trump, Estados Unidos ha sido víctima de acuerdos desventajosos que destruyeron empleos, cerraron fábricas y debilitaron su autonomía económica. Su respuesta es subir aranceles, encarecer importaciones y forzar una reindustrialización local. Pero detrás del eslogan “America First” se esconden contradicciones profundas, y los riesgos de esta estrategia son considerables. Para empezar, estos aranceles implican el mayor aumento impositivo en la historia reciente del país. Aunque la palabra “arancel” suene técnica o lejana, su impacto es directo: los consumidores pagarán más por autos, electrodomésticos, tecnología y alimentos. No es una sanción a productores extranjeros, sino una transferencia de costos al ciudadano estadounidense promedio. Una familia de clase media que hoy busca cambiar su auto se encuentra con que el mismo modelo importado cuesta miles de dólares más. Y si opta por uno fabricado localmente, tal vez también dependa de autopartes extranjeras, igualmente encarecidas. La ilusión de la autosuficiencia choca con la realidad de las cadenas globales de producción. Además, la metodología usada por la administración para justificar los aranceles es controvertida. Trump equipara impuestos indirectos o la manipulación monetaria con tarifas aduaneras, una lógica que distorsiona los datos y exagera el déficit comercial. Esa construcción artificial de la amenaza sirve para legitimar medidas unilaterales que violan las normas básicas del comercio internacional. El tercer gran problema es la escalada que puede provocar. China ya anunció represalias y la Unión Europea prepara medidas propias. Si cada país responde con nuevas barreras, la consecuencia será una guerra comercial global, con efectos recesivos. Las proyecciones de desaceleración económica en Estados Unidos preceden incluso a esta medida; con el nuevo frente abierto, el riesgo de un freno más abrupto se vuelve tangible. Trump parece convencido de que puede reconstruir el aparato industrial estadounidense con estas herramientas. Pero hay un dato incómodo: no hay suficiente mano de obra calificada para sostener una nueva era fabril. La economía estadounidense actual es postindustrial, con un mercado laboral volcado a los servicios y la tecnología. La idea de retroceder a un modelo productivo del siglo XX es, además de inviable, anacrónica. Ahora bien, también cabe otra lectura: que esta guerra comercial no sea un fin en sí mismo, sino una táctica de presión para renegociar acuerdos en términos más ventajosos para Estados Unidos. Trump se presenta como un negociador duro, dispuesto a llevar todo al límite con tal de obtener concesiones. En ese marco, los aranceles serían un instrumento de chantaje diplomático. El problema es que, aun si esta estrategia rindiera frutos en alguna mesa de negociación, el costo inmediato para el sistema internacional es altísimo: incertidumbre, tensiones geopolíticas y riesgo sistémico. El proteccionismo puede, por un tiempo, resguardar industrias locales. Pero también puede desincentivar la innovación. Al eliminar la competencia externa, muchas empresas pierden el incentivo para mejorar sus procesos o productos. La historia económica muestra que la apertura, aunque imperfecta, suele ser un estímulo más efectivo para el progreso que las barreras. Las consecuencias geopolíticas tampoco son menores. Al imponer aranceles de forma indiscriminada, Estados Unidos no solo erosiona su liderazgo global, sino que también alienta alianzas inusuales entre antiguos rivales. China, Japón y Corea del Sur —países con intereses y conflictos propios— ya evalúan respuestas conjuntas. La política comercial de Trump, lejos de fortalecer la posición internacional de Washington, puede terminar aislándolo. Más desconcertante aún es la lista de excepciones. Mientras aliados democráticos reciben sanciones, regímenes autoritarios como el de Putin o Kim Jong-un quedan exentos. El mensaje político es contradictorio: castigar a los socios tradicionales y premiar a los adversarios históricos parece más un acto de provocación que una estrategia coherente. En el fondo, lo que está en juego no es solo el precio de los productos importados. Es una discusión sobre el lugar que Estados Unidos quiere ocupar en el mundo. Trump propone un repliegue: menos integración, menos interdependencia, más autosuficiencia. Pero ese repliegue no es gratuito. En un mundo interconectado, romper vínculos tiene consecuencias económicas, diplomáticas y sociales. Las guerras comerciales no suelen tener ganadores. Producen distorsiones, desaceleran el crecimiento y generan conflictos diplomáticos difíciles de revertir. Trump cree que puede reescribir las reglas del comercio global. Pero lo que aún no está claro es si el país está preparado para pagar el costo de esa reescritura. Una nación no se engrandece cerrándose al mundo ni blindando sus fronteras con impuestos. En pleno siglo XXI, el liderazgo no se ejerce desde el aislamiento, sino desde la capacidad de conectarse con inteligencia y visión estratégica. Trump ha declarado la guerra al mundo en nombre del nacionalismo económico, pero tal vez el mayor riesgo no esté fuera de Estados Unidos, sino en el daño profundo que esta política puede causar dentro de sus propias fronteras.
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