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» Diario Cordoba
Fecha: 06/04/2025 02:49
Sentado en el estrado, miro a mis estudiantes, sus caras, con la inocencia no abandonada del todo, con la mirada entre distraída y discretamente atenta. A medio gas, la sonrisa y el silencio. La mañana aún no amaneció del todo, es quizá demasiado temprano para escuchar con atención. A pesar de todo, como en cada clase, cuando todo parece igual, nada lo es. Comienzo a hablar de los conflictos que nos rodean, de la zozobra que nos provoca no acertar a entender la realidad presente, de la impotencia que el ser humano tiene ante su incapacidad para afrontar estos tiempos. Me provoca infinita ternura saberles con una vida por delante. Ellos sí que tienen futuro; soy yo el que no lo veo. Entonces les hablo de la necesaria construcción de una paz que elimine la violencia estructural. De una paz que establezca la dignidad suficiente y necesaria para reivindicar el valor de los Derechos Humanos. Frente a la violencia que se ha instalado en nuestras vidas y que nos asalta, se me hace difícil construir una abstracción jurídica sobre el derecho humano a la paz; sobre su correlación con los deberes humanos. El primer deber humano es cumplir y exigir el cumplimiento de los derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Mi primer deber humano debería ser contribuir a la felicidad de esos jóvenes que me miran cada mañana, esperando que la lección sobre cultura de paz les dé herramientas para armar un futuro mejor. Y, sin embargo, yo no veo futuro en el futuro. Ellos lo están construyendo sobre la esperanza de que un líder, un mesías, un dictador los conduzca a la felicidad. No tengo otra explicación para poder comprender las encuestas que me alertan sobre su apoyo al autoritarismo, a la imposición de mensajes de odio y violencia. Pero yo los miro y no veo eso en sus caras. Entonces me pregunto cómo es posible que deseen justo lo contrario de lo que la inocencia todavía de sus miradas me transmite. Es posible que, a pesar de todo, puesto que les robamos el futuro, sigan alineados de uno en uno tras las notas de un imaginario flautista de Hamelin, que les ofrece un mundo virtual lleno de engaños en forma de redes sociales que limitan su pensamiento y su razón, dejándolos enclaustrados en la cueva del goce del día presente. Hasta en algunos medios les banalizan el consumo de estupefacientes, como si fuera una diversión más. Sus referentes adultos no les gustan. La corrupción política, la falta de formación, capacidad e ideas en los supuestos líderes tradicionales, no les convence ¿Qué les queda entonces? Desconfían de las instituciones, jueces, políticos, policías, profesores, científicos, todos sometidos a un escrutinio diario en miles de redes que destruyen todo soporte en el que apoyarse para transitar cada día. Si nada vale, todo vale. Y en el todo vale se encuentra la propia violencia, la opción radical por destruir aquello que no les aporta nada. Decirles cuánto hicimos por ellos no sirve para nada. Ellos, como todos, no valoran lo que se hizo, quieren saber lo que se hará. El mal político siempre dice: «Lo que hice por vosotros». Los ciudadanos no votan por aquello que se hizo. Eso ya es pasado. Votan por lo que se hará. Queremos saber qué va a ser de nosotros en el futuro. Los jóvenes piensan igual, pero incluso en un futuro más inminente, por ejemplo en algo tan simple cómo saber si tendrán vivienda propia. La melodía de aquel flautista, de aquellos charlatanes de feria que han sabido entender esto, consigue cautivarles con mensajes simplistas que narcotizan la razón de su presente. Las redes sociales -estos nuevos Hamelin- les han secuestrado la información, han desaparecido o están desapareciendo los profesionales del periodismo, sustituidos por influencers y bots que repiten mil mentiras por microsegundo. Esto ha permitido construir una sociedad desinformada en la que la voluntad del tecnofeudalismo está ocupando el poder. La llamada educación digital los somete a una alienación tras las pantallas en la que no deciden lo que ven o lo que piensan, ya se lo dan todo bien dosificado. Las incertidumbres del futuro, los retos que son desafíos para los que aún no hay respuesta, les hacen tener miedo al diferente, miedo a la igualdad entre hombres y mujeres, miedo a los desafíos climáticos, miedo a no tener vivienda, miedo a las propias herramientas tecnológicas como la inteligencia artificial. Ante ello, no desean pensar más, no desean decidir; prefieren que otro decida por ellos. Ese escenario les conduce al aislamiento y, al mismo tiempo, al deseo de perder la identidad propia para fundirse en la identidad de un colectivo, bajo la autoridad de un guía que piense por todos. Un dictador que resuelva sus problemas directamente, sin intermediarios, sin instituciones. No quieren decidir, quieren ser conducidos. Esto es lo que esconden las encuestas que ofrecen esos datos aterradores, de unos jóvenes entre 15 y 24 años que casi en un 40% manifiestan su desapego por la democracia. Sin miedo a regímenes como China, Rusia o a las propuestas ultraderechistas que circulan por Europa. La tecnología les da más esperanza, más satisfacción que la democracia. Creen que Trump, Musk, Orbán, Milei, Bardella, Abascal o Alvise representan la rebeldía contra un sistema que les ha abandonado. La dictadura de Franco, el nazismo, el fascismo, todo lo que representó los males del siglo pasado, no les provoca temor. Al contrario, les fascinan los discursos de odio, el antifeminismo, la xenofobia. La información enlatada en sus redes, debidamente acondicionada por los tecnofascistas, les llega cada día y les construye un mundo en el que los discursos democráticos no caben. Los políticos están en una dimensión que a los jóvenes no les llega. Y, a pesar de todo, cuando en clase los escuchas, razonas junto a ellos, ves cómo sus miradas se vuelven todavía con confianza. Quieren salir de ese mundo irreal, pero necesitan que sepamos oírlos y reflexionar con ellos y dedicarles tiempo. Sacarles de la luz azul, de la melodía del flautista y tocarles otra música. No pierdo la esperanza, porque cuando hablamos en clase son todavía capaces de despertar y tomar conciencia de que sí hay futuro y solo quieren que les ayudemos a encontrar las claves. Basta con pensar juntos, al margen de los líderes de la mentira, para que aprecien los valores de la vida, de la libertad, del compromiso con la humanidad. Lo malo es que luego, al salir de clase, alguien vuelve a romperles la ilusión, pero si estamos cerca y los escuchamos, estaremos construyendo el futuro junto a ellos y ellas. Bastaría con recuperar la credibilidad, no hay mayor reto para la democracia, para la sociedad. *Catedrático de la Universidad de Córdoba Suscríbete para seguir leyendo
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