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» Diario Cordoba
Fecha: 06/04/2025 02:48
Hoy, quinto domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta el episodio de la mujer adúltera, en el que se contraponen dos actitudes: la de los escribas y fariseos por una parte, y la de Jesús, por otra. Los primeros quieren condenar a la mujer porque se sienten «guardianes» de la Ley y de su fiel aplicación. En cambio, Jesús quiere «salvarla», porque personifica la misericordia de Dios que, perdonando, redime, y reconciliando, renueva. Escribe Simone Weil que «una de las verdades fundamentales del cristianismo, desconocida con demasiada frecuencia, es esta: «Lo que salva es la mirada». En el relato de hoy, la mujer no dice una palabra que nos parecería esencial, mientras que aquel «rebelde sin causa» del pasado domingo, el hijo pródigo susurraba una oración y pedía perdón. Quizá el momento más dramático es el de ese encuentro entre «la mirada de Jesús y la mirada de la adúltera». Aquella mujer temblaba ante el apedreamiento por su pecado. Llega Jesús y le ofrece una mirada nueva, una mirada que le abría «caminos nuevos en el desierto de su vida, ríos en el yermo de su corazón». En primer lugar, se queda un rato en silencio, y se inclina para escribir con el dedo en el suelo, como para recordar que el único Legislador y Juez es Dios que había escrito la Ley en la piedra. Y luego dice: «Aquel de vosotros que esté limpio de pecado, que le arroje la primera piedra». De esta manera, Jesús apela a la conciencia de aquellos hombres: ellos se sentían «paladines de la justicia», pero Él los llama a la conciencia de su condición de hombres pecadores, por lo cual no pueden reclamar para sí el derecho a la vida o a la muerte de los demás. En ese momento, uno tras otro, empezando por los más viejos, es decir, por los más expertos de sus propias miserias, todos se fueron, renunciando a lapidar a la mujer. El papa Francisco, a propósito de esta escena, nos invita a cada uno de nosotros a ser conscientes de que somos pecadores y a «dejar caer de nuestras manos las piedras de la denigración y de la condena, de los chismes, que a veces nos gustaría lanzar contra otros, porque cuando chismorreamos de los demás, lanzamos piedras, como los escribas y fariseos». Al final, solo quedan Jesús y la mujer, allí en el medio: «La miseria y la misericordia», dice san Agustín. Jesús es el único sin culpa, el único que podría arrojar la piedra contra ella, pero no lo hace, porque «Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva». Y Jesús despide a la mujer con estas estupendas palabras: «Vete, y en adelante no peques más». Y así, Jesús le abre un nuevo camino, creado por la misericordia, un camino que requiere su compromiso de no pecar más. La Cuaresma avanza y hoy se proclama en el Pregón de la Semana Santa, organizado por la Agrupación de Hermandades y Cofradías, no sólo el drama de la pasión y muerte de Cristo, junto al esplendor de su resurrección, sino las especiales características y modalidades que conlleva en nuestra ciudad y en nuestros pueblos, subrayadas con fuerza por nuestro obispo, Demetrio Fernández, Administrador Apostólico de la Diócesis: «La Semana Santa nos trae el misterio de nuestra redención para celebrarlo, revivirlo, incorporarnos a él y rejuvenecer nuestras fuerzas con su gracia». Junto al drama de la pasión de Cristo, el drama de la pasión de una humanidad con sus entrañas «crucificadas» en tantos lugares de la tierra. Los gobiernos del mundo podrán disolver, ilegalizar o extinguir aquello que no les guste, pero nunca jamás, podrán ni disolver ni ilegalizar las ideas, las ilusiones, las esperanzas de los millones y millones de personas que contemplan como metas salvadoras: la verdad, el amor, la justicia y la libertad. Seguirá siendo verdad la frase histórica del filósofo Pascal: «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. No se debe dormir en esta hora». *Sacerdote y periodista
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