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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 06/04/2025 02:32
En la esquina de Jonte y el pasaje Tokio se levanta el tradicional bar que es referencia para los habitantes de la zona En Villa Santa Rita, Buenos Aires recuperó un lugar de encuentro. También de desencuentro, pero de eso me encargaré más adelante. Ahora vengo a contar que luego de largos meses de obra, con vecinos que certificaron a diario su evolución, reabrió el Bar El Tokio, ubicado en Álvarez Jonte 3550 esquina Pasaje Tokio. Volvió a manos del hijo de Jesús. Suena bíblico, lo sé. ¿Acaso no estamos de acuerdo en que en Buenos Aires el café es religión? Con tantos Jesús dueños de cafés y bares en la ciudad estamos bendecidos hasta el fin del mundo. El Bar El Tokio abrió en 1930. Qué cosa ese año. No deja de sorprenderme. Los Galgos, La Giralda, La Academia, Bar de Cao, El Colonial, Bar del Plaza Hotel, entre otros, son del 30. Puede afirmarse que es el año de comienzo de la Segunda Colonización Española. En el Tokio de hace décadas había dos mesas de billar que cedieron su lugar ante la necesidad de que sentaran mas clientes a tomar café El primer nombre del bar Tokio fue Jonte. Era un boliche de esquina con dos billares. En 1950 entró a trabajar como lavacopas Jesús Feas Albor. Joven de 16 años, recién llegado de Galicia. Y como tantas conocidas historias de trabajo y sacrificio, Jesús terminó comprando el lugar. Su primera decisión fue cambiarle el nombre. Convocó a un letrista y pintó los vidrios para rebautizar al local como “Santiago de Compostela”, su pueblo natal. No hubo caso. Ya todo el mundo lo llamaba El Tokio. Y se rindió ante la evidencia. La clientela siempre tiene la razón. En 1964 Jesús Feas Albor conoció a su esposa Nélida y dos años más tarde, instalados en el bar —el depósito les servía de dormitorio— nació Miguel, el primero de cuatro hijos. Eran años de mucho trabajo. En el país y en el bar. Tanto que Jesús tuvo que deshacerse de una de las mesas de billar para responder a la demanda. El espacio no daba abasto para atender a operarios de talleres y fábricas cercanas. La segunda mesa de billar sobrevivió hasta mediados de los 80 cuando el costo del paño para reparar el daño provocado por los jugadores era más elevado que los ingresos por sus consumos. Si hasta Carlos Garaycochea, parroquiano frecuente, le dejaba dibujos en el verde paño con los restos de tiza de los tacos. La última mesa de billar fue a parar al buffet de una institución del barrio. Don Jesús lo trabajó hasta 2002 cuando decidió pasar a retiro. Al bar lo alquilaron unos vecinos. Poco después Jesús falleció. Una copia del cuadro de Diego Velázquez, El triunfo de Baco, adorna el Tokio Volví a El Tokio después de muchos años. No lo hacía desde los tiempos de Jesús. Comparto la mesa con su hijo, Miguel Feas y su socio, Martín Conte. Ellos me cuentan sus historias de vida y cómo se conocieron. El Miguel niño siempre tuvo el mismo deseo “vestir de traje y viajar hasta el Centro con maletín”. La psicología barata me exime de mayores comentarios. El Miguel universitario quería ser gerente de banco. Estudió economía y alcanzó esa posición en el Banco Santander. Martín Conte era hijo de un bancario y siguió los pasos de su padre. Pero, entretanto, mientras transitaba su vida en diferentes entidades de crédito, le picó el bicho de la gastronomía y empezó a abrir bares. Uno, dos, tres. Hasta llegó a tener un hostel en Palermo. Un domingo, en un asado familiar, frente al fuego que Martín animaba para llevar a la parrilla, el padre lo abordó por la espalda y le dijo: “No lo hagas por mí, si querés otra cosa, andá tranquilo”. El Tokio conserva el piso calcáreo con las huellas de las mesas de billar Miguel y Martín fueron compañeros de trabajo del Banco Santander. Ambos renunciaron a sus trabajos y, años más tarde, se reencontraron para retomar la historia del Bar El Tokio. “Yo no sabía nada de gastronomía, pero sí tenía entrenado el músculo de la relación dueño y cliente” dice Miguel. Para Martín, la argentinidad que afloró después del Mundial ganado de Qatar, lo empujó a apostar por un producto genuino de fuerte anclaje local que rescate nuestros valores culturales. La charla que mantenemos se ve interrumpida por vecinas que se acercan a la mesa para decirle a Miguel Feas “Yo te vi nacer” o “Yo te cambié los pañales”. Otra pareja que se acerca le pregunta a Martín Conte si el Ministerio de Cultura de la Ciudad está enterado de la reapertura. Esa familiaridad más el orgullo barrial es lo que fluye por el bar. La restauración que hicieron fue magnífica. El bar recuperó el viejo toldo de aluminio. No sin dificultades. Quedan pocos que dominen el oficio. Miguel acota que tiene el dato de un herrero que vive en Rosario y está por llamarlo. Las aberturas siguen siendo las originales. Lo mismo pasa con el piso calcáreo que mantiene las huellas de los movimientos de los jugadores de billar. Para reforzar el carácter porteño convocaron al fileteador Gustavo Ferrari para que pinte el nombre del bar en las vidrieras. También invitaron a diferentes artistas que pintan bares a que dejen su impronta en el salón. Y siguen luciéndose en las paredes el retrato de Jesús Feas Albor y la réplica de “El triunfo de Baco” de Diego Velázquez. Ambas obras las realizó Héctor, un viejo cliente del bar al que Jesús le dio refugio y comida —en el depósito que había sido su dormitorio matrimonial— mientras pintaba. Miguel no recuerda más que el nombre de este artista de apellido anónimo. Sí que había comenzado a copiar otra obra de Velázquez y que el trabajo inconcluso estuvo arrumbado en el depósito por años. Sugestiva historia. Un falso Velázquez, fiel al original, de un autor anónimo, que desapareció en la trastienda de un bar de Villa Santa Rita. Esa anécdota no la dejaré así sin más. Pero hoy estamos celebrando la reapertura y el encuentro. Tampoco el cuadro perdido es el desencuentro que mencioné en el primer párrafo. La historia fue otra. Y me tuvo como protagonista en las mesas de El Tokio. El 23 de abril próximo habrá fiesta por el aniversario de la apertura del Tokio A Carusoni no lo conocí nunca. Nunca. En el año 2000 fuimos compañeros de un programa de radio que jamás sucedió. A Carusoni me lo presentó un amigo en común, Pete Mazzilli. Presentar no significa que hayamos estado en presencia el uno del otro. Fue una introducción telefónica de cuando los teléfonos móviles brindaban el mismo servicio que los aparatos originales, pero sin cable. Fueron muchas las charlas que mantuvimos por esa vía. Porque siempre existía un impedimento para encontrarse. Pete Mazzilli insistía con que teníamos intereses parecidos y que generaríamos un contrapunto rico y atrayente para un programa radial que hablara sobre dos ítems que me apasionaban: cafés y Buenos Aires. La idea me sedujo. Y así fue que gestioné espacios de aire en diferentes radios truchas para ir ganando soltura y locuacidad con la práctica. En una oportunidad fue en una FM ilegal en Ezeiza. Otra vez fue en Lomas de Zamora. En cada ocasión me presenté solo. Carusoni no vino en ninguno de los horarios acordados. Me las arreglé pasando música y monologando sobre el contenido de la nada. A las emisiones de prueba empecé a llamarlas: Esperando a Carusoni. Un buen día Carusoni me llamó excitado para decirme que había logrado un contacto en Japón que solventaría los costos de producción y salida al aire. ¡Japón! Ese era otro cantar. Y también una definición más acabada de la temática del ciclo: tango, cafés y Buenos Aires. El programa saldría en vivo los mediodías para ser escuchado en la medianoche japonesa. “¡Genial!”, le grité de alegría a Carusoni que me contaba más detalles del otro lado de la línea. ¡Y no laburaríamos de noche! Planazo por donde se lo mirara. Pasaríamos buena música y charlaríamos sentados a una falsa sobremesa nocturna. Nunca explicó Carusoni cómo entenderían los japoneses el castellano. Ese parecía un dato menor. El fileteado del espejo es similar al de las ventanas del Tokio A partir de esa certeza, la del auspiciante, y para ir embebiéndonos en el tema, Carusoni comenzó a citarme todas las semanas en el Bar El Tokio. También me recomendaba sitios donde comer sushi, lectura de Haruki Murakami y terminaba toda comunicación telefónica cantando la canción en japonés de Alfredo Casero. Carusoni incluso había empezado a dormir a media mañana siestas niponas de veinte minutos para sentirse fresco a la hora de emitir el programa nocturno, pero que para nosotros era el mediodía. Lo que se dice, un pavo importante. Por ese entonces yo vivía en Adrogué y viajar hasta Villa Santa Rita me resultaba tan a trasmano como si nos reuniéramos en Tokio, Japón. El Bar El Tokio, que lo atendía Jesús, no exhibía el menor atisbo de tokiedad. El único vínculo con la capital nipona era la coincidencia de hacer esquina con la calle homónima. Cátulo Castillo escribió el tango “Desencuentro”. En uno de sus versos dice: “En el corso a contramano un grupí trampeó a Jesús…”. Pues, en este caso, el engrupido fui yo porque Carusoni faltó a todas las citas con los más originales y creíbles argumentos. Al tiempo me volvió a llamar para decirme que tenía todo arreglado para irse a Japón a cerrar un contrato con el sponsor. Viajó, sí. Pero no volvió más. Volvió el Bar El Tokio para la felicidad de una barriada y la ciudad toda. El próximo 23 de abril se cumplen 95 años de la apertura del boliche y sus socios preparan un fiestón. Toda Villa Santa Rita tiene motivos para celebrar con orgullo el reencuentro con sus raíces. Por mi parte, acepté con gusto la invitación que me hicieron Miguel y Martín y pasaré por la esquina de Álvarez Jonte y Tokio para brindar. Necesito redimir el sinsabor del desencuentro. Instagram:@cafecontado
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