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  • El lunático que se inspiró en una película y disparó seis veces contra el presidente de Estados Unidos para impresionar a Jodie Foster

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 31/03/2025 02:54

    El momento en que los custodios de Ronald Reagan lo suben al auto presidencial para sacarlo del lugar de la balacera (AP) El agente del servicio secreto Jerry Parr ni siquiera escuchó la voz del presidente de Estados Unidos hacer la pregunta cargada de asombro. Parr reaccionó para lo que había sido entrenado: cargó contra Ronald Reagan y lo empujó sin demasiados miramientos hacia el auto blindado que en la parte delantera lucía dos banderas mojadas por la llovizna y estaba estacionado en la calle T noroeste, en la puerta del Washington Hilton Hotel. Más que oír la voz de Reagan, Parr había oído el sonido inconfundible de unos disparos. Reagan, que había creído que eran petardos, había preguntado: “¿Qué diablos fue eso…?”. No tuvo tiempo para más. Cayó en el asiento trasero del auto presidencial con todo el peso de Parr encima: el agente lo protegía con su cuerpo. Eran las dos y media de la tarde del 30 de marzo de 1981, hace cuarenta y cuatro años y un perturbado mental llamado John Hinckley, de veinticinco años, cautivado por la actriz Jodie Foster a quien había visto en la adolescente de Taxi Driver, la película dirigida por Martin Scorsese que Foster había protagonizado con Robert De Niro, había decidido conquistarla asesinando al presidente de Estados Unidos que cumplía esa tarde sesenta y nueve días al frente de la Casa Blanca. Hinckley se había escondido entre la gente que esperaba ver salir a Reagan del hotel en el que había almorzado ante representantes de la AFL-CIO, la Federación del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales. Reagan salió con paso tranquilo y caminó los pocos pasos que separaban la entrada amurallada del hotel del auto presidencial; respondió a los gritos de sus seguidores con el brazo derecho alzado. Luego, alzó el izquierdo. En ese momento, el asesino disparó seis veces en tres segundos; empuñaba un revólver Röm RG-14, calibre 22, cargado con balas explosivas “Devastator”, que contenían pequeñas cargas de azida de plomo, un compuesto inorgánico usado en detonadores para iniciar explosiones secundarias: la idea era que esos proyectiles causaran el mayor daño posible. La primera bala le dio en la cabeza al secretario de prensa de la Casa Blanca, James Brady. La segunda hirió en la espalda a Thomas Delahanty, oficial de policía del Distrito de Columbia, la famosa sigla DC que sigue a Washington para diferenciar a la capital de Estados Unidos del Estado de igual nombre, en el noroeste del país. La tercera bala pasó por encima de la cabeza de Reagan y fue a estrellarse en una ventana de uno de los edificios frente al hotel. El cuarto disparo hirió en la parte baja del pecho al agente del servicio secreto Timothy McCarthy, que, al igual que Parr, reaccionó tal y como estaba entrenado: se puso delante de las balas destinadas a Reagan. La quinta bala dio en uno de los vidrios blindados de la ventanilla de la puerta trasera derecha del coche presidencial. La sexta y última rebotó en el auto y le dio a Reagan en la axila izquierda, pegó en una costilla y se detuvo en el pulmón, a dos centímetros y medio del corazón. Heridos en el suelo y una pila humana sobre el agresor de Ronald Reagan Reagan hizo una mueca pero ni él, ni ninguno de los miembros del servicio secreto supieron, o notaron, que el presidente estuviese herido. El auto arrancó a toda velocidad rumbo a la Casa Blanca. Para entonces, Hinckley estaba en el suelo de la calle T, mojado por la lluvia. La calle era un descontrol. Otro de los agentes del Servicio Secreto, Dennis McCarthy, sin parentesco con el agente McCarthy herido en el pecho, mantuvo en el suelo a Hinckley que, en segundos, estuvo bajo una pila humana que intentaba evitar que alguien asesinara al asesino, mientras otro agente, Robert Wanko, enarbolaba una ametralladora Uzi que había sacado de un maletín: en las fotos y filmaciones del atentado, que ya son leyenda, se ve a Wanko en un mudo grito de desesperación, Uzi en mano. En el asiento trasero del auto blindado y con el agente Parr encima. Reagan se sentía paralizado por un intenso dolor en la espalda. Le susurró a Parr: “Me parece que me rompiste una costilla. Y, además, creo que la costilla me atravesó los pulmones”. De inmediato tosió y una bocanada de sangre espumosa brotó de su boca. Entonces, Parr tomó la segunda decisión que, como la primera, salvó la vida del presidente: ordenó que el auto cambiara el rumbo y se dirigiese a toda velocidad al George Washington University Hospital. En el hospital, los médicos del equipo de traumatología dirigidos por el doctor Joseph Giordano ni siquiera tuvieron tiempo de preparar una camilla. Les habían avisado que estaban por llegar tres heridos graves: Brady en la cabeza, el agente Delahantay en la espalda y el agente secreto McCarthy en la parte baja del pecho. En cambio, antes de lo que pensaban, vieron llegar a todo trapo el auto presidencial, con las banderas desplegadas a los costados, del que bajó Reagan con paso vacilante camino a la sala de emergencias. Los médicos vieron al presidente pálido, jadeante, hipotenso, que alegaba un fuerte dolor en la espalda y en el pecho: pensaron que el paciente, que el 6 de febrero había cumplido setenta años, había sufrido un infarto. Sólo cuando le quitaron la ropa para examinarlo, hallaron una entrada de bala de un centímetro y medio en el costado izquierdo. No había orificio de salida. Una radiografía inicial reveló un pedazo de metal en el costado izquierdo del corazón. Una segunda radiografía descubrió la bala intacta. Pero no fue hasta que, minutos después, llegaron los tres heridos, que los médicos supieron que se trataba de un proyectil calibre 22, de los llamados “devastadores”. No se explicaban cómo, el proyectil explosivo no había estallado. Tampoco lo había hecho la bala que había herido a McCarthy ni ninguna de las otras cuatro: parecía un milagro. John Hinckley Jr, momentos después de haber sido capturado por el intento de asesinato del presidente de Estados Unidos en marzo de 1981 (Captura de video) Entubado en el lado izquierdo del hemitórax, el presidente, que ya había perdido casi tres litros de sangre, seguía drenando mientras los médicos calculaban el riesgo de una intervención tan cerca del corazón para extraer la bala. Tal vez fuese un riesgo demasiado grande. El jefe de cirugía torácica del George Washington University Hospital, Benjamín Aaron, decidió hacer una toracotomía, una operación que consiste en abrir la pared torácica para acceder a los órganos internos. Un catéter determinó la ubicación exacta del proyectil, casi pudo “palpar” la punta de la bala; luego, una incisión pleural permitió a los cirujanos extraerla y pasó de la mano de los médicos a la del Servicio Secreto. Antes de la anestesia, el presidente, que al parecer no perdió su buen ánimo, dijo a los médicos: “Espero que sean todos republicanos”. Giordano, el jefe de traumatología, un demócrata liberal convencido, le contestó: “Hoy somos todos republicanos, señor presidente”. Para entonces, con la bala extraída a Reagan en su poder, los investigadores sabían que el revólver usado por Hinckley había sido comprado en Rocky’s Pawn Shop, en Dallas, Texas. Lo que no sabían, y se supo después, era qué había llevado a Hinckley a atentar contra Reagan. John Hinckley era un chico común. Al menos, lo había sido. Había crecido en Dallas, era de Oklahoma, e ingresó en la Texas Tech University donde, dijeron sus compañeros, su personalidad cambió: se tornó aislado, solitario y silencioso. Dejó todo para tentar fortuna como músico en Hollywood. Y un día quedó perturbado por Taxi Driver, la película que, dijo el propio Hinckley, vio al menos quince veces. Millones de personas vieron Taxi Driver y no se trastornaron. Pero Hinckley, sí. Puso como ideal de amor a Jodie Foster, que en la película encarnaba a una prostituta de doce años. El taxista Travis Bickle (Robert De Niro) pretende conquistarla, protegerla, impresionarla y, para conseguir su amor, intenta asesinar a un senador que se postula como candidato a presidente. Los disparos activaron el protocolo del Servicio Secreto, encargado de la custodia del presidente de Estados Unidos (Captura de video) Hinckley empezó entonces a perseguir a Foster, que en 1981 tenía 18 años y cuatro meses: le escribió cartas, la llamó por teléfono; en 1980 llegó a matricularse en un curso de escritura de la Universidad de Yale cuando supo por la revista “People” que la actriz estudiaba allí. Una de las cartas que Hinckley escribió a Foster decía: “Un día tu y yo ocuparemos la Casa Blanca y estos campesinos babearán de envidia”. Foster, que le hizo saber a Hinckley que no tenía el mínimo interés en intercambiar con él, entregó toda aquella loca correspondencia al decano de Yale, que la pasó a la policía, que intentó dar con Hinckley, sin éxito. Decidido a ser el personaje que De Niro encarnaba en la ficción, convencido de que se convertiría en una figura de fama mundial después del atentado y que, mejor todavía, Jodie Foster lo vería como a un igual, Hinckley decidió asesinar a Reagan. Llegó a Washington el domingo 29 de marzo en un ómnibus de la popular Greyhound Lines y se hospedó en la habitación 312 del Park Central Hotel, en el 705 de la calle 18 A la mañana siguiente supo del recorrido que haría Reagan porque lo leyó en la página A4 del Washington Post. Desayunó en un McDonalds y escribió una última carta a Foster, temeroso de no sobrevivir si le disparaba al presidente. La carta decía: “Si sigo adelante con este intento, es porque simplemente no puedo esperar más para impresionarte. Al sacrificar mi libertad, y posiblemente mi vida, espero que cambies de opinión sobre mí. Jodie, te pido que mires dentro de tu corazón y al menos me des la oportunidad, con este hecho histórico, de ganar tu respeto y amor”. No se animó a enviarla. Vagó por la ciudad y, cerca de las dos de la tarde, se mezcló con quienes esperaban la salida de Reagan del Washington Hilton después de su almuerzo y discurso ante los dirigentes gremiales. Minutos después de disparar, golpeado, esposado y en manos de los agentes del Servicio Secreto y del FBI, preguntó si ellos pensaban que la ceremonia de entrega de los Oscar, que iba a celebrarse esa noche en Los Ángeles, sería suspendida por lo que él acababa de hacer. La entrega del Oscar se suspendió. Reagan, que había tenido una suerte a prueba de balas explosivas, iba a necesitar unalenta recuperación. Lo hizo, dolorido e impresionado, sin perder el humor. No bien salió del quirófano enfrentó a una demudada y llorosa Nancy Reagan con una frase épica: “Lo siento querida, me olvidé de esquivar”. No era original: era la misma frase que Jack Dempsey le había dicho a su mujer después de caer derrotado por Gene Tierney en los años 20. En los días de su dolorosa convalecencia y delante de su mujer, dijo a una enfermera: “¿Nancy ya sabe lo nuestro…?”. Elogió a los médicos y a los cuidados que le habían dado con otra frase: “Si en Hollywood me hubieran tratado como aquí, me habría quedado allá”; era una referencia también a su pasado, no muy brillante como actor. Y ante su hija rebajó la entidad del atentado con una melancólica queja: “Todo esto arruinó mi mejor traje…”. Uno de los seis balazos hirió a Ronald Reagan quien fue trasladado de inmediato a un hospital (Captura de video) Pese a sus rasgos de humor, los cuidados fueron intensos. El presidente recién dejó el hospital trece días después del atentado, reanudó su trabajo en el Salón Oval de la Casa Blanca pero sólo dos horas por día, no hubo reunión de gabinete sino después de veintiséis días del ataque, no salió de Washington hasta el día cuarenta y nueve y no dio una conferencia de prensa sino hasta setenta y nueve días después de los disparos de Hinckley. Sin embargo, a la mañana siguiente del ataque, todavía entubado y sedado, Reagan firmó una simple orden ejecutiva: necesitaba demostrar que estaba al frente del gobierno. El atentado había provocado un cisma en la Casa Blanca. Por unas horas, las que siguieron a los disparos de Hinckley, la Casa Blanca fue un caos. EL caos tuvo cargo, grado, nombre y apellido: el secretario de Estado, general Alexander Haig. Con Reagan herido y sin que se conociera exactamente su estado, un “Comité de crisis” se reunió en la Sala de Situación de la Casa Blanca. Allí estaban, además de Haig el secretario de Defensa, Caspar Weinberger y el consejero de Seguridad Nacional, Richard Allen. El vicepresidente George Bush, sucesor constitucional de Reagan si se daba el caso, estaba a bordo del Air Force Two en viaje urgente desde Texas a Washington. La reunión del comité de crisis fue grabada por Allen, su contenido se conoció meses después, para que hubiera constancia sobre la forma, modo y condiciones en las que se habían tratado tres cuestiones vitales: la primera, una extraña y visible presencia de submarinos soviéticos frente a las costas del Atlántico; la segunda, el destino del maletín nuclear, las claves para el lanzamiento de misiles que siempre lleva un oficial de las fuerzas armadas junto al presidente y que, en esos momentos, estaba en el George Washington University Hospital, con Reagan en el quirófano y anestesiado; y, la tercera y por supuesto, la eventual sucesión presidencial. Haig se despachó con un “Yo estoy al mando aquí. Y eso significa constitucionalmente derecho sobre la sede presidencial, hasta que llegue el vicepresidente”. La algarada le iba a costar la carrera política. Haig no era el segundo en la línea de sucesión, sino el cuarto. Antes estaban el vicepresidente Bush, el presidente de la Cámara de Representantes, en ese momento, el legendario Thomas “Tip” O’Neill y, luego, el presidente pro témpore del Senado, que era Strom Thurmond. Pero Haig estaba convencido de cuál era su rol. Agregó: “Tenemos al presidente, al vicepresidente y al Secretario de Estado, en ese orden. Y el presidente debe decidir si es su deseo transferir el gobierno al vicepresidente. Él decidirá, entonces. A partir de ahora, estoy a cargo aquí, en la Casa Blanca, esperando el retorno del vicepresidente y en estrecho contacto con él. Si algo le pasa (a Reagan) lo hablaré con él”. El presidente de Estados Unidos Ronald Reagan junto al agente del Servicio Secreto Jerry Parr en la Casa Blanca (AP) Luego de semejante salto al vacío, Haig fue acusado por Weinberger por exceder su autoridad. Era un hombre ambicioso, había sido el jefe de la OTAN, había estado a cargo del Ejecutivo, siempre vigilado de cerca por Henry Kissinger, durante los últimos caóticos días de la presidencia de Richard Nixon, derrumbado por el alcohol y por su paranoia; y había pretendido rodear la Casa Blanca con el Ejército porque pensaba que el Congreso conspiraba para derrocar al presidente. Lo disuadió el propio Kissinger. Ahora, el nudo del drama radicaba en que Reagan, herido primero, bajo el bisturí de los cirujanos luego, y sin recuperarse de la anestesia hasta las 19:30 de aquel lunes, no había podido apelar a la sección tres de la enmienda 25 de la Constitución de Estados Unidos, para designar a Bush presidente mientras él estuviese en manos de los cirujanos. De todos modos, cuando Bush llegó a la Casa Blanca, ni siquiera se planteó ocupar el cargo de presidente. Dijo ante las cámaras: “Puedo asegurar a la nación y al mundo que el gobierno de Estados Unidos funciona completa y eficientemente”. Haig vio entonces declinar su estrella y renunció en julio de 1982, después de oficiar como mediador, un falso mediador porque Estados Unidos había decidido cooperar con Inglaterra, durante la Guerra de Malvinas. Ronald Reagan dejó la presidencia en 1989, después de dos mandatos. Lo sucedió George Bush. Murió el 5 de junio de 2004, a los noventa y tres años, en California. James Brady, el secretario de prensa que recibió un balazo de Hinckley en la cabeza, quedó parapléjico y con serias dificultades para hablar. Mantuvo su cargo de manera simbólica. Se convirtió en un ferviente activista por el control de armas en Estados Unidos. Murió el 4 de agosto de 2014, a los setenta y tres años. Su muerte fue calificada como homicidio por disparo de arma de fuego. Thomas Delahanty, el policía herido en la espalda por Hinckley, quedó con daño permanente en los nervios de su brazo izquierdo y debió pasar a retiro. Tiene noventa años. Timothy McCarthy, el agente secreto que se interpuso entre Reagan y Hinckley, se recuperó de sus heridas y se retiró del Servicio Secreto en 1993. Fue jefe de policía de Orland Park, un suburbio de Chicago e intentó sin éxito una carrera política en el partido Demócrata. Está a punto de cumplir setenta y seis años. Jerry Parr, el hombre que salvó la vida de Reagan, fue desde ese 30 de marzo un héroe nacional. En su autobiografía escribió que aquel había sido el mejor y el peor día de su vida. Se retiró en 1985 y Ronald Reagan le dio el adiós en el Salón Oval de la Casa Blanca. Murió en octubre de 2015 a los ochenta y cinco años. Jodie Foster, Robert De Niro y Martin Scorsese, protagonistas y director de “Taxi Driver” siguieron con sus exitosas carreras artísticas. Foster no acepta ni tratar, ni hablar, ni que le mencionen en entrevistas o reportajes los episodios de aquellos días o a John Hinckley. El 21 de junio de 1982, Hinckley fue declarado inocente por motivos de locura, mientras que los fiscales lo acusaron porque fue considerado mentalmente sano. sano. Le diagnosticaron psicosis aguda, depresión mayor y trastorno narcisista de la personalidad. Por consejo de sus abogados, se negó a hablar en su defensa. El fallo desató un escándalo en Estados Unidos. El Congreso dictó nuevas leyes referentes a la defensa por demencia, lo mismo hicieron varios estados americanos y tres de ellos la abolieron por completo. Hinckley, que en mayo cumplirá setenta años, fue recluido luego del juicio en el Hospital St. Elizabeth, de Washington, destinado a enfermos mentales. Allí pasó treinta y cinco años hasta que, en 2016, obtuvo un régimen de libertades parciales. Según los médicos, su estado era de “remisión completa, estable y sostenida” y ya no representaba “un peligro para sí mismo ni para los demás”. Pasó una temporada con su madre nonagenaria. Vive ahora en Williamsburg, Virginia, a doscientos diez kilómetros de Washington. John Hinckey, el hombre que para seducir Jodie Foster, atentó contra Ronald Reagan (AP) Él y su familia tienen prohibido hablar con la prensa y todo tipo de contacto con cualquiera de sus víctimas, con las familias Reagan y Brady, o con Jodie Foster o su familia. No puede conducir más allá de cuarenta y ocho kilómetros de su casa y no más de ochenta, si viaja acompañado. Tiene que trabajar al menos tres días a la semana, visitar dos veces al mes a su psiquiatra y avisar a las autoridades la fecha de esos viajes. Debe abstenerse del consumo de alcohol y drogas. No puede tener armas. Las últimas noticias sobre su vida, no son muchas, lo muestran como un feligrés de la Iglesia Metodista de Williamsburg: asiste a todos los servicios dominicales. Maneja una camioneta Toyota Avalon y vive bajo permanente vigilancia del Servicio Secreto. En su momento trabajó como jardinero y fue voluntario en la cafetería de los pacientes del Eastern State Hospital que es una institución mental local. Usa sus ratos libres para repartir comida a los gatos de la calle.

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