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» Diario Cordoba
Fecha: 25/03/2025 03:39
A veces pienso que entre la catarsis y la morbosidad solo existe el distingo de la ampulosidad; el mismo que separa la retórica de la carta de un restaurante pretencioso respecto a aquellas ventas que no se andan con remilgos para ofrecerte dos huevos fritos con patatas. Nos pirra el morbo del mal ajeno, y si apelamos muy dignos a la catarsis es porque lo hemos blanqueado con la licencia de la hipocresía. Y la catarsis es la resabiada apoderada de la inspiración, la que sabe que te comes un colín con las buenas intenciones. Aquí me brota el cinismo de escritor; el que contempla las tentadoras aristas de este oficio, sabedor de que la indignación causada por el libro de Luisgé Martín, antes incluso de su llegada a las librerías, ya ha tenido una notoria repercusión mediática y su consiguiente eco en la caja registradora; todavía más alimentado si se dictaminara el secuestro judicial de ‘El odio’, puesto que le otorgaría la vitola de libro maldito. Ayer, un juzgado de Barcelona denegó la suspensión provisional de la publicación. Es difícil de que el señor Martín burle el topicazo de que sabía lo que se hacía. Más se merman las dosis de ingenuidad cuando en su curtida trayectoria se incluyen discursos presidenciales cocinados en la marmita de la Moncloa. No podía, por tanto, ser ajeno al dolor que esta publicación podía causarle a Ruth Ortiz. La señora Ortiz ha presentado una denuncia ante la Audiencia de Córdoba solicitando la paralización de las ventas por vulnerar el derecho a la intimidad de la víctima y la imagen de sus hijos asesinados, zarandeando ese avispero que le reconcome el alma. El mismo autor ha reconocido que no se atrevió a contactar con ella por su propia entereza y dignidad moral, excusándose también en que su verdadero afán era conocer al monstruo; en esa peculiar simbiosis entre narrador y asesino que apela al canon de Truman Capote, la gloria literaria rebuscada en la conmoción de un crimen veraz y abyecto. «La literatura no está para divertir; está para doler». Esa es la declaración de intenciones de Luisgé Martín. La literatura lo abarca todo: el almíbar y la hiel; los días de vinos y rosas; el noble enfrentamiento con el minotauro de la tragedia, y la espuria egolatría de mercantilizar con la aflicción. Martín ha dialogado con Bretón en la prisión, y de alguna manera ha reconocido ingerir unas dosis de síndrome de Estocolmo, casi como si su posición moral le otorgase la indulgencia de Karol Wotjyla con Ali Acqa. Bretón ha aceptado entusiasmado esta inmortalidad literaria porque entiende que el mal es mejor que la desmemoria y así se alimenta su narcisismo. Pero el escritor no ha encontrado la sutil sevicia de Hannibal Lecter, sino la vulgar vileza de un ser despreciable. No estamos por capar la libertad creativa -sería pegarse un tiro en el pie-, pero sí para que su oportunismo no eluda el respeto y la consideración de quienes han sufrido la violencia vicaria.
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