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  • La dictadura y el negacionismo, según Daniel Feierstein: “Hubo un proyecto de transformación de la identidad a través del terror”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 24/03/2025 05:04

    Daniel Feierstein: "A lo largo de la historia, el fascismo creció cuando hubo un porcentaje muy importante de la sociedad que estaba sufriendo mucho" (Paula Conti) Daniel Feierstein es doctor en Ciencias Sociales, especialista en el estudio de las prácticas genocidas y los procesos de memoria y representaciones. Es investigador del CONICET, docente de grado y posgrado en la UNTREF y la UBA, donde dirige, además, el Observatorio de Crímenes de Estado (OCE) de la Facultad de Ciencias Sociales. También dirige el Centro de Estudios sobre Genocidio de la UNTREF —”la primera institución en América Latina dedicada al estudio comparativo de las prácticas sociales genocidas”, informan en su sitio web—, presidió la Asociación Internacional de Investigadores sobre Genocidio entre 2013 y 2015, y tiene más de 15 libros publicados, y artículos traducidos en múltiples idiomas. En el aniversario número 49 del golpe de Estado que secuestró a la Argentina y la metió en un sótano oscuro durante ocho años, que diseminó el terror, violó, torturó, asesinó y usurpó la identidad de 500 niños y niñas, el especialista desgrana conceptos clave que permiten seguir interrogando el pasado reciente y sus consecuencias; y arroja luz a debates para examinar el presente. —¿Por qué podemos decir que lo que sucedió en Argentina durante la última dictadura militar fue un genocidio? —Para decirlo muy sencillo, la base de la definición de genocidio es el intento de transformar la identidad de un pueblo a través del terror. Te diría que este es el eje de la definición del creador del concepto [N. de la R. el término, que proviene de unir el sustantivo griego “genos” (raza, pueblo) con el sufijo latino “cide” (matar), fue acuñado por el abogado judío polaco Raphael Lemkin después de la Segunda Guerra Mundial para definir la matanza perpetrada por el nazismo]. Después, la Convención de las Naciones Unidas dice que hay intención de destruir un conjunto de grupos entre los cuales el principal es el grupo nacional. Por lo tanto, desde el concepto como desde la Convención, está la idea de transformar la identidad de un pueblo a través del terror. Y esto es exactamente lo que pasó en nuestro país: el intento de transformar un proceso social que estaba en curso y transformar la identidad del conjunto de quienes vivieron esos hechos de la manera más efectiva, que es a través del terror. Lo que implica, por lo general, la implementación de un sistema de institucionalización del terror, que son los campos de concentración, y requiere aniquilar a una parte significativa de la población —el modo clásico de irradiación de ese terror que aparece en muchas experiencias históricas, e incluso en una obra de teatro argentina muy visionaria, porque es previa al genocidio, que es El Señor Galíndez, de Tato Pavlovsky, es esta idea de: “por uno que tocamos, mil paralizados de miedo”. El asunto es que esto implica abrir una serie de discusiones con respecto a si lo que ocurrió en la Argentina fue este proyecto, que está en muchos documentos militares, de transformar la sociedad, o si lo que ocurrió fue una guerra donde se venía a enfrentar a un actor que buscaba la subversión internacional. A mí me parece que ahí radica una de las discusiones más relevantes. Aunque tantos años después ya tenemos no solo muchísimos testimonios sino muchísimos documentos para abonar esta hipótesis, decir que en verdad no hubo condiciones para ninguna guerra sino que hubo un proyecto de transformación de la identidad argentina. —Contemplando todas estas pruebas, todos los documentos que mencionás, los libros que se siguen escribiendo, los testimonios, los juicios, ¿en qué se basan quienes defienden ideas negacionistas? ¿Qué es lo que alimenta al negacionismo? —Todo proceso genocida tiene reacciones negacionistas. Ahí se juntan sectores muy distintos. Por un lado tenés a los cómplices de los genocidas en sus más diversos planos, porque pueden ser los que participaron, pero pueden ser los que se sienten afines o los que jugaron roles marginales o tangenciales en ese genocidio. Pero también tenés el mundo de los mecanismos psíquicos de defensa: que es todo aquello que te genera el terror, la dificultad para lidiar con lo que el terror generó en vos. Eso, en todos los casos históricos, ha dado lugar a estas formas que se llaman negacionistas que en general son o distorsiones o relativizaciones o minimizaciones. Por eso negacionismo es un término medio complicado porque da la idea de alguien que está diciendo: “No pasó nada”. Y los que llamamos negacionistas no es que dicen :”No pasó nada”, sino que dicen, por ejemplo: “No fueron tantas las víctimas”. —Exacto, el debate de los treinta mil. —Claro, el debate de los números, que es el de los seis millones o el de los treinta mil o el del millón y medio del genocidio armenio. Siempre hay quien plantea: “Bueno, el hecho ocurrió, pero no fueron tantos”. Esto es la minimización; después está la relativización, que es decir: “Sí, ocurrió, pero la causa no es la que vos decís, en realidad se lo merecían, hicieron cosas que justificaban”. Por eso digo que es interesante ver el negacionismo como un conjunto de argumentaciones que tienden a evitar hacernos cargo de las consecuencias de un genocidio. Y por eso digo que, por supuesto, el que es responsable o cómplice o el que participó de eso o lo avala va a sostener ese tipo de miradas, pero también aquel al que le duele mucho y no puede lidiar con ese dolor. Entonces no es que solamente son cómplices los que caen en estas argumentaciones negacionistas, muchas veces también es un conjunto de la población al que le resulta demasiado duro aceptar las consecuencias que dejó un genocidio en una sociedad. Y por eso es que tienen la fuerza que tienen. Las variantes negacionistas van cambiando con el tiempo, a veces las sociedades tienen más capacidad de hacerse cargo de eso, a veces menos. A veces, incluso, muchas de las construcciones oficiales de memoria tienen un montón de problemas que generan una emergencia o un avance de estas posturas negacionistas. Daniel Feierstein: "La base de la definición de genocidio es el intento de transformar la identidad de un pueblo a través del terror" (Paula Conti) —Como la teoría de los dos demonios, que muchas personas todavía sostienen. ¿Puede entrar en estas categorías? —Diría que la teoría de los dos demonios es una manera compleja de abordar lo sucedido. Yo no la incluiría dentro de las visiones negacionistas. La teoría de los dos demonios es una manera de hacerle lugar a la memoria de un genocidio sin abordar las consecuencias. Y cómo logra esto, poniendo a la sociedad afuera. La operación más importante de la teoría de los demonios es que caracterizando a esos demonios como los responsables de lo que ocurrió, el que enuncia la teoría se pone afuera. De esa manera evita que las consecuencias del genocidio puedan ser trabajadas, porque si vos estás afuera, todo el problema es de los que ejercieron la violencia, y como vos te ponés afuera de los que ejercieron la violencia, incluso afuera de los que sufrieron la violencia, quedás en un lugar donde solo podés condenar pero no tenés nada que elaborar. Y creo que por eso las teorías de los dos demonios son tan exitosas porque sin entrar en el nivel de distorsión, incluso te diría de renuncia moral que implica el negacionismo, le permiten a una sociedad no hacerse cargo de las consecuencias de un genocidio. Y, por lo tanto, permiten el funcionamiento de esos mecanismos psicológicos de defensa. Es como que te dejan afuera de la situación. —Y es cómodo también, ¿no? Porque abona, además, el maniqueísmo de los buenos y los malos. —Exactamente. Porque estás del lado de los buenos. Estás del lado de las víctimas inocentes, ¿no? En este sentido resulta muy cómodo. —Además este argumento pierde de vista el hecho de que el Estado no puede salir a matar a su pueblo, básicamente. Justifica de algún modo su accionar al poner a los dos bandos, estos “dos demonios”, en el mismo nivel y decir: “Era un enfrentamiento: estaban los militares por un lado y las organizaciones de lucha armada por el otro”. —Claro, pero no es que justifica a los militares, sino que justifica al que lo plantea, que lo que dice es: “Bueno, estaban las organización insurgentes que desarrollaron una violencia ilegítima y por lo tanto son responsables y estaban los militares que los reprimieron de una manera totalmente ilegítima y por lo tanto son responsables”. Entonces las transformaciones sociales que ocurrieron a partir de ese proceso de terror quedan afuera de la narración. En esta cosa maniquea de “están estos malos, están estos que eran todavía más malos, se enfrentaron los malos con los malos y nosotros terminamos sufriendo algo que no teníamos ningún motivo para sufrir”, se desconecta el conflicto social de la explicación de lo ocurrido, se desconecta el que narra de todas esas consecuencias del genocidio que estamos sufriendo hoy: la transformación de la identidad de un pueblo, la transformación de un modelo económico, todos los objetivos estructurales de un proceso genocida. "Los dos demonios (recargados)" (Marea Editorial), de Daniel Feierstein, explora la teoría de los dos demonios en el siglo XXI. Alerta sobre los riesgos de esta mirada y propone revisar de forma crítica el pasado —¿Cómo ves la situación actual del movimiento de derechos humanos en Argentina? Y si querés ampliar tu mirada a América Latina. —Me parece que hay dos tipos de crisis del mundo de los derechos humanos. Por ahí te diría tres tipos de crisis. Dos son más generales, más internacionales, y una es más propia de la Argentina, que fue un lugar donde el movimiento de derechos humanos fue muy potente. La primera crisis general es que el mundo de los derechos humanos surgió bajando el horizonte utópico, paradójicamente. Esto es, antes de la reivindicación de los derechos humanos, la reivindicación general de los movimientos populares eran la justicia y la igualdad. Consignas muy amplias y muy potentes en un sentido utópico, una sociedad donde seamos más iguales, donde haya más justicia. —¿Hablás de la época de la Revolución Francesa? —Sí, empieza con la Revolución Francesa, pero después va a seguir con las revoluciones socialistas. Esto es un proceso que lleva a mayores niveles de igualdad, mayores niveles de justicia social. Mientras que el universo utópico de los derechos humanos es que no nos maten, que no violen nuestros derechos. Entonces, primero es mucho menos como horizonte utópico. Y segundo es mucho más individualista. O sea, un proyecto de una sociedad más justa para todos no es lo mismo que un proyecto donde todos tengamos derechos. Parece que es lo mismo, pero no es lo mismo: uno está pensado en una clave colectiva, otro está pensado en una clave mucho más individualista. El segundo nivel de crisis, que se deriva de eso, es que ese universo de derechos se empezó a pensar de una manera cada vez más corporativa, más particularista. Esto es: los derechos de los seres humanos empezaron a ser segmentados en los derechos de las mujeres, los derechos de los indígenas, los derechos de los afrodescendientes, los derechos de los homosexuales o de quienes tienen una identidad sexual alternativa. Distintos sistemas de derechos que ya no eran universales sino particularizados. Eso generó cierta fractura de esas luchas. Además es un elemento para explicar por qué surgen un montón de grupos que se consideran desfavorecidos en esa distribución, que podían haber sido favorecidos en otros momentos históricos pero que quizás esas reivindicaciones corporativas de la actualidad no siempre se combinan con su sufrimiento concreto. Por plantear un ejemplo internacional, vas a tener el white trash, que son los sectores de trabajadores blancos muy empobrecidos de los Estados Unidos. Ellos van a decir: “Claro, nosotros somos blancos, somos hombres, pero no quiere decir que no estemos sufriendo las consecuencias de la realidad social tanto o más que algunos que son mujeres o que son afrodescendientes o que tienen alguna de esas identidades hoy reivindicadas”. Entonces este proceso que fue viviendo el movimiento de derechos humanos a nivel internacional, fue generando un conjunto de reacciones que son comprensibles, que son legítimas, porque cuando es particularista, por definición, deja un montón de gente afuera. Esa individualización provocó una confrontación de derechos en lugar de apostar a la universalización de derechos. —¿Y en Argentina, en particular, cómo leés esta situación? —Por último está la crisis más propiamente de Argentina. Que Argentina tuvo un movimiento de derechos humanos muy potente durante y después de la última dictadura, va a ser un faro en el mundo en ese sentido. Pero uno de los ejes centrales de esa potencia, para mí, tenía que ver con la pluralidad política, que no era el apoliticismo, esos organismos eran muy politizados, pero eran muy plurales. Entonces, los organismos de derechos humanos no se identificaban con un movimiento político, sino que te diría que casi toda la estructura política participaba del movimiento de derechos humanos. Te quedaba un sector muy pequeño de la derecha más recalcitrante que no participaba, pero los grandes partidos políticos, el peronismo, el radicalismo, todas las agrupaciones de la izquierda, incluso muchas de las agrupaciones de la derecha más democrática o de centro derecha, todas tenían su vinculación y su participación en el movimiento de derechos humanos. Esto, en los últimos 20 años, diría, se fue transformado. El movimiento de derechos humanos quedó muy articulado con una posición política y eso le quitó muchísima potencia, generó mucha crisis al interior del movimiento y causó que estos acuerdos tan masivos, tan generalizados de la sociedad argentina en la defensa de esos derechos, se empezaran a quebrar. Porque si el movimiento de derechos humanos es parte de un movimiento político, el que está contra ese movimiento político pareciera que no puede ser parte o no tendría por qué avalar o participar de ese conjunto de luchas. Entonces me parece que las dos crisis internacionales se juntaron en Argentina con esta crisis más propia, más nacional, y eso generó la situación actual, que creo que es de una profunda crisis, tanto del movimiento de derechos humanos como de todo el discurso de los derechos humanos. Daniel Feierstein: "Una de las mayores herramientas frente al fascismo es ser capaces de crear utopías creíbles, esto es: imaginar que nuestra sociedad puede ser mejor" (Paula Conti) —Estaba escuchando una entrevista tuya con Julia Mengolini, en Futurock, en la que charlaban sobre las ideas fascistas que aparecen, de manera alarmante, en Argentina. Hablaban sobre las condiciones para que emerjan cada vez con más fuerza, si están dadas o se están generando. ¿Cómo haces esa lectura? ¿Estamos en riesgo de repetir una situación semejante a la del pasado reciente? —En la línea que venimos hay un tema que es previo a lo del fascismo que tiene que ver con el funcionamiento institucional o el autoritarismo. Y, efectivamente, hemos entrado en una deriva, ya hace tiempo; una deriva creciente pero cada vez peor, donde se ha deteriorado el funcionamiento institucional: hay muy poca confianza en las instituciones centrales de la sociedad argentina. Es paradójico que una de las instituciones que genera mayor confianza sea la universidad, por ejemplo, pero el Parlamento, la Justicia, incluso el Poder Ejecutivo, las Fuerzas Armadas, generan niveles de confianza muy bajos. Esto da cuenta de un deterioro muy fuerte de la estructura institucional, acompañado de una serie de acciones gubernamentales, en los últimos años, que han implicado un aumento en el ejercicio autoritario del poder. Eso va por un lado. El problema es que siempre el pasado nos la está jugando, entonces nos convoca a plantear: “Esto se parece a otros momentos que vivimos”, y es cierto que se parece, pero también es cierto que la historia nunca se repite de la misma manera. Entonces hay que ser capaz de ver que si bien es cierto que hay semejanzas va a cobrar otras formas. Eso es un debate. El segundo debate que me parece que es muy previo a este Gobierno, yo lo identifiqué en el giro del Gobierno de Macri, hacia el año 2017, con la desaparición de Santiago Maldonado, es la aparición, por primera vez yo creo, de manera muy embrionaria pero ganando mucha fuerza rápidamente, de toda una corriente fascista en la sociedad argentina. Y lo distingo porque fascista no es lo mismo que autoritario, es muy específico. Y la especificidad del fascismo no es solamente el autoritarismo ni fundamentalmente el autoritarismo, sino, por un lado, la movilización reaccionaria, esto es la capacidad de movilizar mucha población activamente en las calles pero no para defender derechos sino para recortar derechos a otros. Esto es algo muy específico que logra el facismo y que la sociedad argentina no había tenido en su historia. No vivimos otro momento así. Vivimos momentos autoritarios, vivimos momentos genocidas, pero no hemos vivido momentos fascistas. Y el fascismo tiene, por otro lado, una segunda característica que es la horizontalización del odio y el resentimiento. Esto es la construcción de un enemigo que es el que tenés al lado. Por ejemplo: el privilegiado o la casta sería el trabajador estatal, el médico, el policía, el maestro. O, en todo caso, cualquiera que tenga un trabajo formal al lado de quien tiene un trabajo informal. Ahí se genera como un odio y una confrontación horizontal: no es que el odio se expresa hacia el banquero o el multimillonario, sino que se expresa hacia alguien que está muy cerca de aquel que odia. —El vecino. —Claro, y esta es la característica fundamental del fascismo. Entonces, esto sí es una novedad en la estructura política argentina que, insisto, no es que nace con este Gobierno, pero es bastante nuevo —uno podría decir que no tiene ni siquiera una década—, que ha ido creciendo muy fuerte en la sociedad, que se encuentra en las distintas fuerzas políticas y que le da mucha gravedad a la perspectiva de futuro. Porque si vamos a permitir que se difundan estas formas reaccionarias de movilización o estas irradiaciones horizontales del odio, se va a generar una sociedad con un nivel de conflictividad muy superior y puede llevar a experiencias tan horribles como las que se vivieron en los distintos fascismos del siglo XX. Por eso me parece un error —y esto lo decía Pablo Avelluto, lo escuché en una entrevista en la que era muy sintético, muy preciso— este debate con los historiadores cuando plantean que “cómo vamos a hablar de fascismo si no tenemos Auschwitz o campos de concentración”. Él [Avelluto] dice: “Bueno, el fascismo no empieza con Auschwitz, el fascismo termina en Auschwitz”. Entonces el problema es identificar los primeros momentos porque cuando ya tenés un fascismo a un nivel de conflictividad social llevado a un punto que termina en una experiencia de exterminio, ya es muy tarde para hacer cualquier cosa. Hay que poder identificar el nacimiento de estas prácticas porque es el momento donde es más fácil enfrentarlas. —Y una vez que las identificamos, ¿qué se hace? —Bueno, yo creo que hay que pensar conjuntamente montones de acciones de respuesta. Básicamente cosas que no han ocurrido en la sociedad argentina. Por un lado, lo que se llama el cordón sanitario, que es tratar de cerrarle el camino a los distintos sectores de las fuerzas políticas que podríamos decir que sustentan estos modos de ejercicio de la política y esta horizontalización del odio, estas formas reaccionarias de movilización, estos usos del resentimiento. Pero, por otro lado, brindar las respuestas que las otras fuerzas políticas no han brindado, porque siempre, a lo largo de la historia, el fascismo creció cuando hubo un porcentaje muy importante de la sociedad que estaba sufriendo mucho y no encontraba respuestas esperanzadoras. Entonces, lo tremendo del fascismo, es que se constituye como una aceptación del nihilismo. El fascismo crece de la mano de la desesperanza. Por eso, uno de los desafíos es ser capaces de crear utopías creíbles, esto es: imaginar que nuestra sociedad puede ser mejor. Esa es una de las mayores herramientas frente al fascismo. Si estamos convencidos de que nuestra sociedad no puede ser mejor, cada uno deja emerger lo peor de sí mismo. Y esto es un poco lo que nos conduce al fascismo. Creo que uno de los desafíos es ese: movilizar lo mejor de cada uno de nosotros.

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