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  • La muerte y los niños

    » Diario Cordoba

    Fecha: 24/03/2025 04:44

    A partir de cierta edad el pensamiento de la muerte se asienta dentro de nosotros y no hay forma de quitárselo ya de encima. Ha madurado en nuestro interior hasta convertirse en un pliegue más de nuestra conciencia. Somos muchas cosas, pero de manera destacada somos seres que saben que van a morirse. Este pensamiento –el de la muerte propia, la única que de verdad nos importa– se ha transformado en una vivencia tan cotidiana como la de atarnos los zapatos. Cada uno la vive a su manera. La más corriente, sin embargo, consiste en no querer verla. A cada minuto la deslizamos fuera de los márgenes de nuestra atención, lo cual significa que a pesar de nuestros esfuerzos nunca dejamos de tenerla presente. No querer ver algo implica verlo, aunque sólo sea de refilón. No siempre fue así. En las escuelas donde crecimos aún se enseñaban los silogismos. Cada uno de ellos venía asociado a una regla nemotécnica (una palabra en latín) que facilitaba su memorización. El silogismo Darii se ilustraba con el siguiente ejemplo: «Todo hombre es mortal. Sócrates es hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal». Yo estudiaba religiosamente a Darii y a sus compañeros Bárbara o Celarent, si bien mantenía hacia ellos una fría distancia. En el caso de Darii: es probable que Sócrates fuera mortal, me decía, pero desde luego no era ese mi caso. O bien había un hombre que no era mortal, o bien yo no era un hombre. Las dos opciones me hacían reír. Para quienes han dejado de ser niños sin haber llegado aún a la edad adulta la muerte es una cuchufleta. Frente al adolescente, el niño pequeño es incapaz de concebir, ni siquiera de esa forma abstracta e impersonal (enroscada en un silogismo), la idea de la propia muerte. Aun así, como dice Rilke, no tardamos en darle «la vuelta» para que comience a verla. Mientras llega ese momento, el niño se parece al animal que, «libre de la muerte», «cuando anda, anda en la eternidad, como andan las fuentes». Es esta experiencia temprana de no saber aún lo que significa morirse la que nos proporciona todo lo que sabemos de ese «espacio puro» en el que para Rilke se resuelve la eternidad. De algún modo, no saber que vas a morirte te hace eterno. Es una eternidad falsa, como pronto descubrimos; pero, mientras dura, el niño vive más allá del tiempo y de sus emboscadas. O sea, de la muerte. Con cruel persistencia la televisión nos ha ofrecido imágenes terribles de niños gazatíes bajo los bombardeos. Hemos presenciado cómo se tambaleaban entre los escombros, rotos y manchados de sangre, seguidos muy de cerca por los perros del frío, el hambre y la metralla. Algunos, envueltos en trapos a guisa de sudarios, estaban ya muertos, y tan encogidos en brazos de sus padres que parecían pequeños sacos llenos de grano. Pero yo pienso hoy en aquellos que viven todavía. Son niños que se han hecho viejos de repente. Las bombas les han dado «la vuelta» antes de tiempo, arrojándolos de un empujón en medio de la muerte. Están vivos (al menos por ahora), pero han cerrado sus ojos a ese atisbo de eternidad que, según Rilke, sólo se vislumbra en la primera infancia. Ahora ellos son como nosotros. La idea de la muerte se ha asentado en su conciencia como lo ha hecho en la nuestra, con la diferencia de que nosotros ya hemos vivido, hemos gozado de la eternidad y la hemos perdido, mientras que a ellos les aguarda desde un principio y para siempre una vida sin esperanza. *Escritor

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