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  • Cafetines de Buenos Aires: el encanto oculto del Harvard, el estímulo musical externo que recibe y el sueño inocente de su dueño

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 23/03/2025 02:55

    El Café Harvard queda en la esquina de Hipólito Yrigoyen 2500, esquina Alberti. Se construyó en 1972 Un par de semanas atrás escribí sobre el Café de los Angelitos, el célebre rincón de Balvanera. En el relato me referí a la importancia de la formación de los chicos en edad escolar en temas referidos a la memoria colectiva y la importancia de los cafés en la identidad porteña. Para fortalecer el concepto me apoyé en uno de los versos que Enrique Santos Discépolo compuso para “Cafetín de Buenos Aires”. Hoy vuelvo al barrio por más. Para afirmar que así como Discepolín escribió que “el café es una escuela de todas las cosas”, Balvanera tiene a Harvard. El Café Harvard queda en la esquina de Hipólito Yrigoyen 2500, esquina Alberti. Cuenta Carlos Alberto Martínez, su actual dueño, que el lugar data de 1972. A juzgar por la antigüedad del edificio, habrá abierto en simultáneo con la ocupación de las viviendas de las plantas superiores. El nombre del café es sugestivo. Le pregunté a Carlos y me respondió, sin demasiado rigor académico, que la denominación debió haber sido puesta por la proximidad con la Universidad del Salvador (USAL) cuya sede estaba en la misma cuadra de Hipólito Yrigoyen, pero sobre la vereda de enfrente. El instituto académico ocupaba el predio del antiguo Instituto de las Hermanas del Niño Jesús, una congregación femenina con más de 100 años de presencia en el país. En 1970 las monjas se marcharon y la construcción, del año 1919, fue adquirida por la USAL. Hoy ya tiene otro destino. El edificio fue vendido y se está reformulando para dar lugar a viviendas de alta gama. Carlos Alberto Martínez, “rector” del Harvard desde 2006, tiene probados antecedentes para conducir esta casa de bajos estudios de Balvanera. Nacido en Nueva Pompeya, hijo de padre lechero, cursó estudios en la Escuela de Comercio N° 1 Joaquín V. González, de Barracas. Antes de ser gastronómico, Carlos fue canillita en la parada de Famatina y Monteagudo, a las puertas de la Quema. Después, siempre antes de tomar posesión del Harvard, trabajó en un bar de Independencia y Pasco. Pero su extenso curriculum vitae no termina aquí. Ya lo completaré. Lo administra Carlos Alberto Martínez, quien se crio entre las mesas del legendario Bar El Chino del barrio de Pompeya Me cuenta Carlos que mantiene el café tal cual lo recibió. Es decir, no hay huellas de su impronta en el mobiliario. El aporte de este buen hombre pasa por otro lado. Está en su saber como en la capacidad para transmitir ese conocimiento. La esquina tiene paños fijos de vidrio de piso a techo. El piso es de granito amarillo. La barra está revestida de un cerámico de color bordó. Entre los pocos objetos que cuelgan de sus paredes hay un espejo del Mundial Korea-Japón 2002. También una foto de Carlos Gardel, vecino ilustre de Balvanera y otras imágenes de instrumentos típicos de jazz. Todo pertenece al anterior dueño. El café abre de lunes a viernes de 6.30 a 18.30 y los sábados hasta las 15. El café lo atienden Carlos y Carlitos, un empleado sordomudo al que trata como un hijo y toda la feligresía como a su hermano menor. Continúo con los pergaminos de don Carlos Alberto Martínez. Nació y vivió en Beazley 3572, Nueva Pompeya. Casa vecina lindera del legendario Bar El Chino, Beazley 3566. El Bar El Chino perteneció, en la prehistoria de los bares tangueros de Buenos Aires, a un grupo de españoles. Se lo conocía como “Las 3 moscas” porque iba poca gente y en su interior se timbeaba y levantaba juego. Uno de los españoles dueños se casó con la tía de Carlos, quien con el paso del tiempo se convirtió en la dueña de la propiedad. Hoy la heredaron sus hijos. O sea, Carlos se crio y jugó entre las mesas del bar. Jorge García, el Chino, Chino Garcés, fue el alma de quizás el último antro tanguero auténtico de la ciudad, sin puestas en escena. El Chino lo trabajaba. Pero también lo cantaba porque se largaba a entonar tangos en el medio de su faena. La fama del Bar El Chino trascendió fronteras. Figuras estelares de todo el mundo pasaron a conocerlo. Quizás, uno de los primeros, convertido de inmediato en un fanático del lugar, fue José Sacristán. Todo reducto cafetero con más de 50 años de existencia tiene voz propia y un cúmulo de anécdotas para compartir Se han filmado películas y documentales sobre el Bar. Carlos me contó que una vez pasó a conocer el boliche, sin aviso previo, Leonardo Favio. El Chino llevó a Favio a una recorrida por todas las dependencias: la trastienda, el patio interno, más otros cuartuchos. Todas en el estado caótico y singular que le imprimía su mentor. Al terminar la vuelta, cuando hasta el Chino se sintió ruborizado por el desorden existente, Favio afirmó: “Esto es naturaleza pura”. En esa aula magna se formó Carlos Alberto Martínez. Además de esta historia personal puesta al servicio del café, ¿qué otro estímulo musical externo recibe el Harvard? Pues en la diagonal opuesta al café, en Hipólito Yrigoyen 2519, funcionan los Estudios ION, conocidos como el Abbey Road vernáculo, la sala fundada en 1956 por el músico húngaro Tiberio Kertesz y su esposa Inés. Osvaldo Acedo, actual dueño de ION, y Jorge “Portugués” Da Silva, su célebre ingeniero de sonido, son parroquianos del Harvard. Acedo entró a ION en 1960 como cadete. Su ascendente carrera lo llevó a ser aprendiz, asistente, técnico, gerente y dueño. Toda una vida de trabajo en un rincón de Balvanera con un café en la esquina para sus pocos ratos de distracción: el Harvard. El Portugués también llegó a entablar una relación de amistad con Carlos. Hasta lo invitó al festejo de su cumpleaños número 90, en agosto pasado. Sería interminable enumerar la cantidad de discos nacionales que se grabaron en los Estudios ION. Carlos Martínez se adueñó del Harvard en 2006. Es decir: no estuvo presente, por ejemplo, cuando se realizaron los primeros larga duración del rock argentino. Pero vamos, entre sus anécdotas tiene haber cruzado la calle para llevarle un servicio a Gustavo Cerati. Sin más. El café lo atienden Carlos y Carlitos, un empleado sordomudo al que trata como un hijo y toda la feligresía como a su hermano menor En la charla que mantengo con Carlos intento, en vano, tomar nota de los artistas que vio pasar por el Harvard durante las sesiones en ION. Como escribo a mano, no doy abasto. Sin embargo, alcanzo a garabatear: Guillermo Fernández, Rubén Juárez, Leopoldo Federico, Walter Ríos, Atilio Stamponi, Raphael, Abel Pintos, Luciano Pereyra, Nito Mestre, Elena Roger, Gustavo Santaolalla, Soledad Pastorutti, María Graña, Pablo Agri, Rodrigo de la Serna, Manuel Wirtz. Los mencionados son aquellos que pude descular de los jeroglíficos que registré a las apuradas en mi cuaderno. Perdón por ponerme pesado en ciertos relatos cuando alisto un filón de personalidades que ocuparon las mesas de cafetines. Es que en algunos casos, como el de hoy con el café Harvard, desconocer a las instituciones vecinas, sumado a una estética que no luce tradicional, quiero decir, no tener una entrada a doble puerta de madera, carecer de ventanas guillotinas o ser una edificación de características modernas, vuelve a ciertos cafés en anónimos, poco atractivos, como si no tuvieran historias para contar. Siempre desconfíen de sus propios prejuicios. No olviden que están en Buenos Aires. Y todo reducto cafetero con más de 50 años de existencia tiene voz propia y un cúmulo de anécdotas para compartir. Carlos sigue atendiendo a los parroquianos. Está claro que existe un conocimiento y familiaridad con muchos de ellos. La zona, muy próxima al Once, también acerca al café gente de paso. Entre tanto, Carlitos mantiene un diálogo mudo de señas con otro cliente. En un alto en las tareas, Carlos vuelve a mi mesa y se confiesa: “Yo también canté en el Bar El Chino, era un amateur, pero me salía bastante bien, Acedo y el Portugués me oyeron y quieren que grabe un disco, me acompañaría (el guitarrista) Hugo Rivas, a quien conocí en las noches de Pompeya del Bar El Chino”. El comentario me sorprende. Muchos otros hubiesen acampado en la puerta de los estudios frente a semejante propuesta. Y agrega Carlos con una sonrisa gardeliana que se confunde con la foto de la pared que se cola por su espalda: “Antes de morirme lo voy a hacer”. Buenos Aires también son sus inmortales. De otra mesa lo chistan. Quieren pagar. Vuelvo la vista al diálogo de Carlitos con un habitué. Y se me vino a la cabeza Jorge Luis Borges -quien también grabó en los Estudios ION y dictó conferencias en la Universidad de Harvard- y su “Poema de los dones”. En los primeros versos dice: “Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche”. Su humorada venía a cuento de cuando lo nombraron director de la Biblioteca Nacional en simultáneo con el avance de su ceguera. A Carlitos, el eficaz asistente del café Harvard, la vida le dio la oportunidad de conocer a los mejores cantantes y músicos argentinos y, a la vez, el más absoluto mutismo. No hay caso. Siempre Borges. Instagram:@cafecontado

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