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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/03/2025 02:43
El experimento de la cárcel de Stanford, tuvo que ser interrumpido por los niveles de violencia que empezaron a manejarse en el grupo (Crédito: Captura de Video) Lo malo fue eso, que todo salió muy mal. Lo bueno fue que pudo salir peor, pudo terminar en tragedia. La evitó la decisión de frenar a tiempo. Y el experimento, que iba a durar dos semanas, duró apenas una, cuando todos sus participantes, conejillos de indias unos y científicos organizadores de la experiencia otros, estaban metidos en sus papeles hasta las cejas y ya no distinguían la realidad de la ficción. Se trató de una prueba diabólica que hace cincuenta y cuatro años parecía normal y no presentaba reparo alguno. Era una idea simple y sencilla. Se trataba de reunir a 24 jóvenes varones, todos sanos, blancos y bien alimentados, que hubiesen pasado un test psicológico previo, para dividirlos en dos grupos: unos serían guardiacárceles y los otros presidiarios. Todos convivirían, a sabiendas de que se trataba de una experiencia sobre la conducta humana, en una cárcel de mentiras, pero muy real, instalada en los sótanos del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, California, a cincuenta y seis kilómetros al sureste de San Francisco. Guardias y presos, con estrictas reglas a cumplir, revelarían, según los psicólogos a cargo del experimento, cómo se forjaban las relaciones entre unos y otros, cómo se conformaban las jerarquías sociales en un ambiente de privación de la libertad, y si unos y otros se seleccionaban a sí mismos en una escala de valores descendentes, y en forma de espiral, que empeoraban las condiciones de vida y las institucionales. Ejemplo: el ensayo psicológico intentaba demostrar que la mala conducta de los presos era consecuencia del maltrato de los guardias, que se volvían peores con los rebeldes quienes, a su vez tornaban a ser más violentos. El estudio fue pagado por la Armada de Estados Unidos que buscaba una explicación a los conflictos que estallaban en sus prisiones, y a las dificultades de adaptación que vivían los miembros del cuerpo de “Marines”. A cargo de la experiencia estaba el profesor Philip Zimbardo, un psicólogo social que había nacido el 23 de marzo de 1933 y murió en octubre del año pasado, a los 91 años, fue presidente de la American Psychological Association en 2002, miembro de la Asociación Estadounidense de Psicología, premio Carl Sagan a la comprensión pública de la ciencia en 2010 y profesor, además de en Stanford, en las universidades de New York, Yale y Columbia. Un tipo prestigioso aunque su experimento social de 1971 lo hiciese aparecer como un zumbado irremediable. Philip Zimbardo, profesor de psicología de la Universidad de Stanford, resposable del experimento, en su última clase en el campus de la escuela en Palo Alto, California, en 2007. (AP Foto/Paul Sakuma, archivo) La experiencia de Stanford, de “La cárcel de Stanford”, como pasó a la historia, también buscaba definir algunos interrogantes que en la época, tal vez también hoy en día, preocupaban a los estudiosos de la conducta humana. Desde la bíblica mañana en la que Caín tomó la quijada de un burro y con ella mató a su hermano Abel, el conflicto entre el bien y el mal ha guiado buena parte de los pasos de la humanidad. Hoy, todos nos llamamos Abel y casi nadie se llama Caín. Pero todos somos hijos de Caín y no de Abel. Stanford buscaba saber, además de lo que intentaba averiguar la Armada estadounidense, si la bondad y la maldad son innatas, si por el contrario se forjan por presiones sociales, por conflictos internos o por un entorno determinado. ¿Por cuáles razones la gente es cruel, irracional y brutal, o amable, afectuosa y comprensiva? No hubo ninguna respuesta confiable. Los participantes del experimento Stanford fueron convocados por un aviso en los diarios y la oferta de una paga de quince dólares por día, cerca de ciento diez dólares de hoy, para que participaran de la “simulación de una prisión”. Se presentaron setenta candidatos y Zimbardo y su equipo de psicólogos seleccionaron a 24 a los que juzgaron más saludables y estables. Todos eran blancos, jóvenes, de clase media y estudiantes universitarios. Fueron divididos en dos grupos, “guardias” y “prisioneros”, con el simple método de tirar una moneda al aire. Pero, a modo de ejemplo sobre cómo se distorsionó todo en poco tiempo, cuando se produjo el abrupto final del experimento los “presos” dijeron estar seguros de que los investigadores habían seleccionado a los “guardias” entre los más fuertes y de complexión física más robusta, lo que no era verdad. Los “guardias” eligieron en un almacén de la Armada el uniforme que iban a vestir: de color caquis, al que agregaron cachiporras de madera. Los psicólogos les dieron anteojos espejados para que los usaran siempre e impedir así el contacto visual, emocional, con los presos. Iban a trabajar por turnos y podían volver a sus casas en las horas libres, mientras que los “presos” iban a quedar encerrados en sus celdas. Durante el experimento, muchos “guardias” eligieron ser voluntarios y trabajar más horas sin que les pagaran más por eso. Los “presos” iban a vestir solamente batas de una tela ligera, suave, transpirable, de trama abierta, de un algodón basto y arrugado; no llevarían calzoncillos, una medida que iba a contribuir a su incomodidad y a cierta supresión de la personalidad; calzarían unas sandalias de goma, perderían sus nombres y serían designados por un número que estaría cosido además a sus batas; además, los obligaron a colocarse en la cabeza una especie de casco hecho con medias de mujer, para simular la cabeza rapada de un recluta en su etapa de entrenamiento. También les colocaron una cadena en un tobillo, asegurada por un candado, a manera de “recordatorio constante” de su prisión. El día anterior al inicio del experimento, los “presos” fueron enviados a sus casas. Los “guardias” recibieron instrucciones del profesor Zimbardo, que les dijo: “Pueden hacer que los prisioneros sientan aburrimiento, miedo y, hasta cierto punto, pueden crear una noción de arbitrariedad; que sientan que sus vidas están controladas por nosotros, por el sistema, por ustedes y por mí; que sepan que ya no tienen privacidad. En general, todo eso conduce a un sentimiento de impotencia: vamos a tener todo el poder y ellos, ninguno”. La “cárcel de Stanford” tenía sus reglas propias. Algunas de ellas eran: “Los prisioneros guardarán silencio durante las horas de descanso, luego de apagadas las luces y en los horarios de comida y en toda otra circunstancia, excepto en el patio de la prisión. (…) Los prisioneros deben participar de todas las actividades de la prisión, deben mantener sus celdas limpias; las camas estarán siempre hechas y los efectos personales ordenados y organizados. El piso permanecerá siempre limpio (…) Los prisioneros no pueden mover, estropear, escribir ni dañar paredes, pisos, ventanas, puertas ni otra propiedad de la prisión (…) Los prisioneros no pueden referirse a su condición como “experimento” o “simulación”. Están sentenciados a prisión hasta que se decrete su libertad bajo palabra (…) Fumar es un privilegio. Sólo su autorizará después de las comidas y a discreción de los guardias. (…) Se autorizará a los prisioneros a usar el sanitario durante cinco minutos. Los prisioneros no podrán volver a él hasta pasada una hora de su último uso (…) los prisioneros tienen que obedecer las órdenes impartidas por los guardias en todo momento (…) La violación de cualquiera de estas normas será castigada”. La cárcel de Stanford tenía reglas propias (Crédito: Captura de Video) Era una locura. Por ejemplo, lo que las instrucciones llamaban “patio de la prisión”, era un estrecho pasillo que enfrentaba a las celdas instaladas en el sótano de la Universidad. Pero todos aceptaron participar, “guardias” y “prisioneros”. La mañana del domingo 14 de agosto de 1971, la policía de Palo Alto, California, pasó por las casas de los doce “prisioneros” y detuvo a cada uno por “robo a mano armada y hurto”. Les leyeron sus derechos, los esposaron, los palparon de armas, los metieron en el asiento trasero de un patrullero y los llevaron, sirena encendida, a la comisaría. Allí esperarían su ingreso a “prisión”. Todo era parte de aquel extraño “reality show”, o juego de rol, que entonces ni existían, pero la policía local participó de muy buen grado de aquella tragicomedia. De la comisaría local, los detenidos fueron llevados, algunos con los ojos vendados, a la falsa “Prisión del Condado de Stanford”, que así pasó a llamarse el departamento de Psicología de la Universidad. El sótano había sido acondicionado como el pabellón de una cárcel. Las celdas habían sido construidas en los pequeños laboratorios de la Universidad, con sus puertas reemplazadas por barras de acero; cada una tenía una placa con el número del “prisionero”. En el extremo habían instalado “El Agujero”, las celdas destinada al confinamiento en solitario del “preso” castigado”: medían 61 centímetros de ancho y de profundidad, y apenas podían contener a una persona parada: eran viejos armarios de madera. Los “prisioneros” fueron recibidos por un guardia que les informó de la gravedad del “delito” que habían cometido. Fueron desnudados, revisados y rociados con un líquido en spray que supuestamente era un insecticida. Según Zimbardo, todos estaban “en un estado moderado de shock después de su sorpresivo arresto”. ¿Qué esperaría el ilustre profesor de aquellos muchachos? Aquella cárcel experimental tenía en Zimbardo a una autoridad suprema: el profesor se había reservado el rol de superintendente de la cárcel, con lo que dejó de lado la neutralidad que, como profesional cabeza de la experiencia, debió mantener: le fue muy criticado luego por sus colegas, con la misma dureza con la que fue criticado el experimento completo. La primera noche los “presos” fueron despertados a las dos y media de la mañana por los “guardias” que hicieron sonar sus silbatos, para un “recuento de prisioneros”. Era una tontería porque eran sólo doce. Pero, según Zimbardo, “lo más importante era ofrecer a los guardias una forma de ejercer su poder sobre los prisioneros”. Los especialistas habían notado que los “reclusos” no se tomaban con seriedad su papel en el juego y mantenían cierto comportamiento independiente. Los “guardias” por su parte, no sabían muy bien cómo aplicar su autoridad frente a los “presos”. Todo el mundo estaba fuera de su papel. Empezó entonces un enfrentamiento entre unos y otros, todo en la primera madrugada, por definir esos roles. Los “guardias” obligaron a los “presos” a hacer lagartijas en el suelo, flexiones de brazos con el cuerpo extendido, durante un tiempo prolongado. Fueron los primeros actos rudos de la “autoridad”. El segundo día estalló un motín. Eso debió alertar a los psicólogos para dar por tierra con la experiencia, pero siguieron adelante. Nueve de los “detenidos” se quitaron las medias de la cabeza, arrancaron los números de sus batas y armaron barricadas con sus camas en las puertas de sus celdas. En la mañana, a la entrada del nuevo turno de “guardias”, los recién llegados descubrieron el motín y se enfurecieron con sus colegas de la noche: los acusaron de haber sido tolerantes. Lo que sucedió luego, según Zimbardo, fue “fascinante de observar”. Los seis “guardias” del nuevo turno exigieron al alcaide de la prisión, uno de los estudiantes voluntarios llamado David Jaffe, que les enviaran “refuerzos”. Tres “guardias” suplentes fueron convocados de urgencia y se presentaron de inmediato. Los nueve “guardias” entonces usaron el polvo químico de los extinguidores de incendios para hacer retroceder a los rebeldes hasta el fondo de sus celdas; entraron con violencia, desnudaron a los “presos”, les quitaron las camas y enviaron a los cabecillas del motín a los armarios de confinamiento solitario. Los 24 estudiantes fueron convocados por un aviso en el diario para participar del experimento y se les pagó 15 dólares por día (Crédito: Captura de Video) Con la rebelión sofocada, y la ayuda de los psicólogos, los “presos” fueron divididos entre “buenos y malos”. A los “buenos”, los no identificados con el motín, les devolvieron la ropa, las camas y los cepillos de dientes; también recibieron comida especial. Así, durante doce horas. Después, los devolvieron al ámbito de los “presos malos”, donde sus camaradas de confinamiento los tomaron como “alcahuetes” de los guardias. La confianza entre los “presos” desapareció para siempre. La estrategia de los psicólogos fue tomada de la vida real porque el equipo tenía un consejero de lujo: Carlo Prescott, un ex convicto, que reveló ese método usado en las cárceles comunes. Las humillaciones de los “guardias” hacia los “presos” se hicieron peores y más continuas. El experimento no tenía dos días cuando los “guardias” obligaron a los “reclusos” a limpiar los inodoros con las manos; la crueldad se hizo mayor con el líder del motín, un prisionero con el número 5401, gran fumador, a quien le prohibieron hacerlo. Los psicólogos descubrieron, porque intervenían sus escritos, que el 5401 era un activista que había ingresado al experimento para denunciarlo después, porque estaba convencido de que se trataba de una investigación de la Universidad destinada a coartar los derechos de los estudiantes. Luego de las humillaciones y castigos, 5401 escribió una carta a su novia en la que le hablaba de su orgullo por haber sido elegido jefe de la “Comisión Interna de la Cárcel del Condado de Stanford”. Nadie lo había elegido, no existía tal comisión interna, ni tampoco la “Cárcel del Condado de Stanford”: 5401 había olvidado que se trataba de un experimento y estaba convencido de su condición de prisionero de una cárcel real. No iba a ser el único. Luego de treinta y seis horas de experiencia, otro “prisionero”, el 8612 sufrió un agudo disturbio emocional marcado por un llanto incontrolable que alternaba con ataques de furia y “un pensamiento desorganizado”. Zimbardo y sus expertos reaccionaron como autoridades carcelarias y no como psicólogos: “A pesar de lo que le pasaba, nosotros a pensábamos como los agentes correccionales reales: creíamos que estaba tratando de engañarnos, que se hacía el loco para lograr su libertad”. Le ofrecieron inmunidad ante los abusos de los guardias, a cambio de que se convirtiera en informante de la dirección. La total distorsión de los hechos reales se había extendido ya a las autoridades del experimento que, cuando llegó el día de visitas, recurrieron al engaño. Zimbardo lo confesó luego: “Manipulamos incluso a los visitantes; les hicimos creer que todo era plácido y tranquilo. Bañamos, afeitamos y peinamos a los prisioneros, los obligamos a limpiar sus celdas, les dimos comida excelente pusimos música y contratamos a la bastonera de la Universidad para que hiciese de recepcionista. Cuando llegaron las visitas, convencidos padres y hermanos de que se trataba de una experiencia nueva y divertida, los quebramos a ellos también mediante una técnica de control: los obligamos a registrarse, hicimos que esperaran media hora, sólo les dejamos ver a un prisionero cada uno y limitamos la visita a diez minutos. Por supuesto, los padres se quejaron, pero aceptaron cumplir las reglas. Ellos también se convirtieron en actores de nuestro drama carcelario; ellos, buenos ciudadanos adultos de clase media”. El rumor sobre una fuga masiva de “presos”, organizada por el 8612 en uno de sus ataques de furia, hizo que el equipo de psicólogos de Zimbardo y el propio Zimbardo volvieran a reaccionar como carceleros: “¿Creen que registramos esos rumores y nos preparamos para observar la intentona de fuga? Eso es lo que deberíamos haber hecho. En cambio, reaccionamos con miedo y con preocupación por la seguridad de nuestro presidio.” El equipo profesional pensó en desmantelar la prisión para que, a la hora prevista para la fuga por el conspirador 8612 y por sus cómplices, no hubiera nadie en las celdas. Con toda ambición científica relegada y con el comportamiento de un profesional trastocado, Zimbardo le rogó al jefe de la policía local que le permitiera trasladar a sus prisioneros a la cárcel real para impedir así la fuga. El policía se negó a tal disparate y Zimbardo recordó luego: “Me fui de allí furioso por la falta de colaboración entre nuestras dos cárceles. Yo había caído también en las garras de mi papel”. El trato hacia los presos fue despiadado (Crédito: Captura de Video) Una voz de alarma intentó despejar la mente de Zimbardo, si eso era posible. En medio de los rumores de fuga, llegó a la “prisión” Gordon Bower, un ex compañero de estudios de Zimbardo, ya graduado, que había oído sobre el experimento y quería comprobar en vivo de qué se trataba. Zimbardo se lo explicó y Bower quiso saber: “Muy bien, ¿cuál es la variable independiente del experimento?” Zimbardo enfureció: “¡Tengo una fuga en progreso, la seguridad de mis hombres y la estabilidad de mi prisión están en peligro, y vos querés saber cuál es la variable independiente de mi protocolo…!” Recordaría luego el psicólogo: “No fue hasta mucho tiempo después que me di cuenta de que yo no era ya más un investigador, sino que me había convertido en el verdadero director de un penal”. Por el lado de los voluntarios “guardas” y “presos”, las cosas no iban mucho mejor. No hubo tal fuga, ni siquiera un intento. Sí había aumentado en cambio el nivel de violencia de los “guardias”. Zimbardo llamó entonces a un sacerdote católico, ex capellán de una prisión, para que hablara con los “reclusos” que se presentaron ante él por su número y no por su apellido. El sacerdote les dijo que la mejor opción para lograr la libertad era contratar a un abogado y se ofreció a poner en contacto a uno de ellos con sus padres. El único que no quiso hablar con el sacerdote fue un “preso” que llevaba el número 819. Cuando Zimbardo intentó convencerlo, el muchacho lloró en forma histérica porque sus compañeros decían que él era un mal prisionero. Recordaría más tarde el psicólogo: “Le ofrecí retirarlo del experimento, pero se negó; dijo que no podía irse ahora porque sus compañeros decían lo que decían y él quería regresar a su celda para demostrarles que no era un mal prisionero. Entonces, debí recuperar algo de mi cordura porque le saqué la media de la cabeza y le dije: ‘Vos no sos el 819, sos Fulano de Tal; y yo soy el doctor Zimbardo, soy psicólogo y no superintendente penitenciario; y esta no es una prisión real. Esto es sólo un experimento, y esos otros son todos estudiantes, no prisioneros. Vos también sos un estudiante. Vámonos’. El 819 dejó de pronto de llorar, me miró como un chico que despierta de una pesadilla y me dijo simplemente: ‘Bueno, vamos’”. En los días siguientes todo se agravó más si eso era posible. Y era posible. Se formó un “Comité de Libertad Condicional” que, en teoría, iba a decidir sobre la libertad de los “presos” de mejor conducta. Lo aterrador del caso es que los “presos” esperaron el dictamen del falso comité para poder salir de la prisión, cuando podrían haber renunciado a seguir como partícipes del experimento. Según Zimbardo, estaban tan identificados con su papel que ya no percibían su encierro como un experimento científico. En sus mentes, eran prisioneros reales. El quinto día del experimento, los “guardias” estaban divididos en tres grupos: los “duros”, los “buenos, que hacían pequeños favores a los “presos” y los hostiles, arbitrarios, violentos que humillaban a los “prisioneros”; disfrutaban de ese trabajo, eran creativos y gozaban del poder del que disponían. Ninguno de esos rasgos había surgido, ni siquiera como indicio, en los exámenes previos a incorporarse a la experiencia. Entre ellos sobresalía uno que se había ganado el apodo de “John Wayne”. Los guardis disfrutaban de su trabajo y gozaban del poder (Crédito: Captura de Video) En la noche de ese quinto día, todo se vino abajo. Los científicos habían convencido a los guardias de que no serían filmados esa noche, que no sólo las cámaras estaban de vigilancia apagadas sino que no habría ningún psicólogo que observara sus conductas. Entonces, el trato hacia los “presos” fue despiadado; los “guardias buenos” no hicieron el menor gesto de intervención y Zimbardo pensó entonces que la experiencia debía ser cancelada. “No sólo los prisioneros exhibían conductas patológicas; muchos de los guardias mostraban conductas sádicas clínicas. Jamás ningún guardia quiso renunciar, ninguno llegó tarde alguna vez, ninguno dijo estar enfermo para eludir su responsabilidad”. El sexto día del experimento, programado para que durara catorce y que ya estaba lejos de las manos de los científicos que lo habían ideado y organizado, una médica de Stanford, la doctora Christina Maslach, ingresó a la “prisión” para entrevistar a “guardias” y a “prisioneros”. Lo que vio, la horrorizó. Vio una fila de internos semidesnudos y encapuchados, con los tobillos encadenados unos a otros, que caminaban lentamente con una mano apoyada en el hombro de quien iba adelante. Cuando le preguntó a un “guardia” que era eso, el joven voluntario le dijo: “Así llevamos a los prisioneros al baño”. La doctora Maslach, recibida hacía poco tiempo, enfrentó espantada a Zimbardo: “Es terrible lo que les está haciendo a estos muchachos”, le gritó. Zimbardo entonces, canceló el experimento de inmediato. No es que los gritos de Maslach hubiesen sido decisivos; es probable que Zimbardo hubiera sabido ya que aquello se desbarrancaba y que la vida de los “internos” estaba en riesgo; la vida física, porque la espiritual había sido arrasada. Todo terminó el 20 de agosto de 1971 con el desmantelamiento de la “prisión” y con la “liberación” de los “convictos”. Ese último día, Zimbardo armó tres reuniones: una con los “guardias”, la segunda con los “presos” y la tercera, entre “guardias”, “prisioneros” y equipo científico, para, declaró luego, “sacar nuestros sentimientos de adentro y para darnos un tiempo de reeducación moral”. El responsable del ensayo creyó necesario hacer notar que en esos seis días, cincuenta personas habían pasado por la “prisión” incluidos ex convictos, ex guardias penitenciarios, oficiales navales, parientes de los “prisioneros”, médicos, sacerdotes y abogados. La única que objetó los procedimientos de la prueba fue la doctora Maslach. Las críticas al Experimento Stanford fueron muchas y muy duras; llegaron de todos los sectores y de todas las tendencias, de científicos y de intelectuales. Lo menos que se dijo fue que había sido una experiencia antiética, objetable desde lo moral, violatoria de los derechos humanos y que había rozado el límite de lo anticientífico. El prestigioso psicoanalista y psicólogo social alemán Erich Fromm, dijo que las conclusiones de Zimbardo sobre la autoselección y sobre la identificación de los participantes con sus roles en el experimento, incluido el mismo Zimbardo, eran imposibles de generalizar. Basado en los ejemplos extraídos de los campos de concentración nazis, Fromm acusó a Zimbardo de estar equivocado al decir que la presión institucional modifica la personalidad de los individuos; por el contrario, sostuvo, es la personalidad del individuo la que determina su conducta cuando está prisionero, lo que cuestionaba las conclusiones del experimento de Stanford. Fromm también afirmó que las tendencias sádicas de algunos “guardias” habían sido imposibles de prever con los exámenes previos a los que habían sometido a los jóvenes voluntarios. La validez de la experiencia está aún hoy, a más de medio siglo, en tela de juicio porque las condiciones de vida a las que fueron sometidos los voluntarios ni siquiera se corresponden con la realidad de la época ni con la actual; en las prisiones estadounidenses, al menos en las de aquellos años 70, no se vendaban los ojos a los reclusos, no se los encadenaba juntos, se les permitía usar ropa interior, y no estaba imposibilitados de mirar por las ventanas, ni de usar sus nombres. El psicólogo Zimbardo siguió con su carrera profesional, exitosa por otro lado, y en 2004 participó de la defensa de Iván Frederick, un sargento del ejército estadounidense, acusado, junto a otros militares, de torturar a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Zimbardo recurrió a su conocida tesis para argumentar que había sido el sistema y el contexto de la guerra el que había impulsado a Frederick a actuar de esa manera. El acusado fue degradado a soldado y condenado a ocho años de cárcel en una prisión militar. Las preguntas bíblicas, nacemos malos o buenos, por qué la conducta humana puede girar entre la crueldad y el afecto, la irracionalidad y el sentido común, entre la brutalidad y la simpatía: el saber si hay fuerzas que nos controlan y a las que no podemos controlar, siguen sin respuesta. Jorge Luis Borges condenó ese drama a la eternidad. En su magnífica “Milonga de dos hermanos”, los Iberra, “hombres de amor y de guerra”, arriesga: “Así de manera fiel / conté la historia hasta el fin; / es la historia de Caín / que sigue matando a Abel”. En el sótano de la Universidad de Stanford, donde funcionó la falsa prisión, una placa recuerda la odisea de hace cincuenta y cuatro años. Dice en un inglés que no precisa traducción: “Site of the Stanford Prison Experiment – 1971 – Conducted by Dr. Philip G. Zimbardo”. Y ni una palabra más.
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