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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/03/2025 04:46
Un niño de 11 años, una enfermedad latente y el dolor de un padre que no se animaba a pensar lo peor: “Para mí los chicos no se morían”. Hace 16 años Mario Grinberg lloró sin consuelo en el hombro de un médico que le comunicó la noticia que ningún padre debería escuchar nunca: la muerte de su hijo. Sebi tenía 11 años y su salud había empeorado en los últimos seis meses, por complicaciones derivadas de una neurofibromatosis, un trastorno genético que provoca tumores en los nervios y cambios en la piel. En una íntima charla con Infobae, Mario habla sin tabúes del peor de los duelos, el que como todos le decían, “no tiene nombre”. Sebi fue el primogénito de Marta, instrumentista quirúrgica, y Mario, diseñador gráfico y dueño de una productora digital. Juntos conforman un matrimonio que lleva más de tres décadas caminando de la mano, y también son papás de Sofía, estudiante de bioquímica. “Se llamaba Sebi desde antes de saber que venía en camino, por una conversación con mi esposa, donde yo quería describirle el quilombo que era tener hijos, y le dije: ‘¿Te imaginás que vos estés estudiando y de repente haya dos chicos peleándose y yo les grite: ‘Sebi, dejá de molestar a tu hermana’?; imaginándome un escenario hipotético, que en ese momento era imposible saber que pocos años después se iba a transformar en realidad”, le cuenta Mario a Infobae. Ese era el inicio de proyectar una familia juntos, cuando todavía no estaba en los planes inmediatos la búsqueda de un bebé, y mucho menos, lo que vendría después. Sebi tenía un año cuando llegó el diagnóstico, y a partir de ese momento toda la familia buscó respuestas. Se embarcaron en una odisea que Mario refleja con mucho amor y compromiso en su libro, La última y más hermosa sonrisa. Mi hijo. Su muerte. Mi duelo. “Lo escribí para sanarme a mí, para no tener que confiar en mi memoria sobre los momentos lindos que viví con Sebi, y resguardar en relatos cosas que me parecieron trascendentales de su vida, en la previa, el durante y el post de su enfermedad”, explica en diálogo con este medio. Más adelante comprendió que su testimonio cobraba sentido y significado para otros, que le agradecían su obra, ese conjunto de palabras que abraza a quienes sufrieron el mismo desgarro en el alma. Entonces encontró un nuevo propósito: extender la historia de su hijo, y transformar sus 11 años de vida en un legado indeleble, genuino e infinito. "Sebi era un chico muy feliz, muy alegre, muy gracioso, que impregnaba toda la casa de eso". —¿Qué sentiste cuando te convertiste en papá de Sebi? —Me desestructuró por completo. Yo era un típico hombre argento que espera de su hijo varón que juegue a la pelota, que cuando sea grande haga asados, pero Sebi no respondía a ese patrón. Era único, era un chico que tenía una manera de vincularse muy particular con los demás, alguien que modificó la vida de muchas personas, especialmente la de muchos adultos. —¿Vos estuviste en el nacimiento? —No, no pude estar en ninguno de los dos, porque fueron por cesárea, y en esa época no se estilaba que el padre esté presente, como ahora. A mí en ese momento me parecía inconcebible ser padre, un rol que hoy amo, por mi hija y por haber sido padre de Sebi 11 años. —¿Y cuándo fue que lo amaste perdidamente? —Casi que de manera inmediata. Cuando son bebés es difícil, pero enseguida uno empieza a recibir cosas, gestos, más adelante palabras, conversaciones, y el amor te atraviesa y se multiplica. Tengo recuerdos de diálogos con él, cuando era muy chiquito, que me apasionaban. —¿Qué hacía Sebi con vos? —Había mucho disfrute, el humor de él era muy dominante en el seno familiar. Él era un chico muy feliz, muy alegre, muy gracioso, que impregnaba toda la casa de eso. Siempre venía corriendo a recibirme cuando yo llegaba del trabajo. Iba hasta a la puerta, me abrazaba, me decía: ‘Papaaa’, y pegaba la cabeza a mi pecho. —¿Cómo llegaron al diagnóstico? —El primer pediatra que tuvo nos había dicho: “Tiene unas manchas en la piel que son compatibles con una enfermedad, pero me parece que no es necesario adelantarnos”. Yo era fan de ese médico, y Sebi había nacido con esas manchas color café con leche, pero Marta me dijo: “Nosotros tenemos que saber y vamos a conseguir alguien que nos saque la duda y nos explique mejor de qué se trata”. Le hice caso y fuimos a ver a otra pediatra, que fue una maestra absoluta. Cuando Sebi tenía un año supimos que tenía neurofibromatosis. —¿Y qué había que hacer? ¿Estar atentos o había tratamiento? —Esperar y hacer controles si se presentaba algún síntoma nuevo. Es una de esas enfermedades poco frecuentes, de las que llaman “enfermedades raras”. Es un componente genético que puede no desarrollarse, puede estar latente, y yo siempre fui muy optimista. Pero desde que nos advirtieron sobre esas manchas yo ya no pude dejar de mirarlas, deseaba que desaparezcan. Hasta los 6 años Sebi no presentó sintomas de su enfermedad adicionales a las manchas. —Hay un capítulo del libro que habla de eso, de las estadísticas que tenían en ese momento, que te refugiabas en esas cifras. —Exactamente. Uno de cada 400 chicos tiene neurofibromatosis, pero la posibilidad de que se manifiesten síntomas es baja, y que esos síntomas sean graves, como en el caso de Sebi, es más baja todavía. Entonces uno piensa: “No me tiene por qué pasar”, y hasta sus seis años no hubo otros síntomas más que las manchitas. —En 2008 aparecieron los síntomas, ¿qué pasó ese verano en la playa? —Ese verano nos fuimos con Marta y con Sofía, y con la familia de mi hermana, que tiene hijos de edades similares, a Aguas Verdes. Y Sebi empezó con algunos síntomas de dificultades motrices. Pedía si le servían gaseosa porque no podía sostener la botella, me agarraba de la mano para cruzar la calle, ahí que pasa un auto cada hora. Tenía inseguridades que nos decían que algo no estaba funcionando bien. Cuando volvimos fuimos al neurólogo, le hicieron estudios y nos dijeron que tenía un glioma en el tallo del cerebro, un tumor en el cerebro en una zona importante, y era una consecuencia de la enfermedad de base. —¿Ahí había que empezar radioterapia? —Sí, y no se podía hacer una biopsia porque estaba ubicado en un lugar que no era intervenible quirúrgicamente, por lo menos no lo era en ese momento. Me asusté mucho, y empezamos con tratamientos médicos. —¿Buscaron ayuda en algún lugar para entender de qué se trataba la enfermedad? —Sí, nos acercamos a la Asociación Argentina de Neurofibromatosis. Nos informamos, conocimos otras experiencias y fue muy productivo. Sebi además había tenido otros problemas, tenía déficit de hormona de crecimiento, y yo lo vacunaba. Le daba la hormona todos los días, y aunque parezca mentira, lo disfrutábamos, porque era un momento de comunión, de estar juntos, de transformarnos los dos en una misma persona. Yo le decía: “¿Ves ese chico que está ahí jugando a la pelota? Él se da la misma vacuna que vos”. —Y ese chico era Lionel Messi. —Sí, yo soy fan de Messi desde que era muy joven. Y a Sebi la verdad es que le importaba cero el fútbol, pero le servía ese ejemplo, le daba aliento. Hoy suena un poco ridículo pensar si iba a medir 15 centímetros más o menos cuando tenga 20 años, pero en ese momento yo sentí que para él iba a ser importante cuando tuviera 20 años, aunque nunca llegó a cumplirlos. Mario Grinberg: "No era consciente de que lo podía conducir a la muerte. El poder de negación era bastante fuerte en mí". —Vos estabas pensando en los 20 de tu hijo, porque no te cabía en la cabeza la posibilidad de que él muriera. —Ni remotamente. Siempre fui muy ingenuo, creía que el azar iba a jugar a mi favor. Y Marta, quizá por venir del mundo médico, por trabajar en un hospital público, por vivir un montón de realidades, era más realista. Ella era muy consciente de que teníamos que hacer todo lo que estuviera al alcance de la ciencia y la medicina, porque Sebi estaba en riesgo de vida. —Para vos no había ninguna chance de que tu hijo se muriera. —Para mí no había ninguna chance. Para mí los chicos no se mueren. Lo dije en presente, pero sí, para mí en ese momento los chicos no se morían. —¿Y Sebi sabía que estaba enfermo? —Sí, él sabía que estaba enfermo. Se lo contamos apenas tuvimos el diagnóstico de la tomografía computada, cuando fuimos a ver al neurólogo. Sebi tuvo profesionales que hablaron con él con una franqueza muy grande, no lo subestimaban por ser un chico de 11 años. —¿Él sabía de su enfermedad de base? —Sí, sabía, pero no conocía los riegos. Él estaba como yo en ese sentido, y también lo subestimaba. Era un chico de 11 años que jugaba con los otros chicos. —¿Tuvo miedo? ¿Preguntó cosas? —No, no preguntó mucho y no tuvo miedo. Fue a radioterapia con la misma actitud positiva que tuvo en todas las áreas vida. Se hizo amigo de todos los técnicos de radioterapia. Sabía los equipos de fútbol de todos y les llevó escudos de sus equipos a todos. Sacaba fotocopias, los calcaba y se los llevaba para que los chicos de radioterapia los colgaran donde trabajaban. —Aunque a él no le gustaba el fútbol, le hizo los escudos a todos. —Así es. Él tenía esa manera de vincularse con el mundo. Hace poquito fui a tomar un café con el que era su mejor amigo en sus últimos años, que yo sentí que tenía el deber de un resarcimiento, porque nuestras familias se distanciaron en esos tiempos. Los padres quisieron preservar a su hijo de tener que convivir con un amigo enfermo. Yo me reuní con él y le dije: “Vos sos el mejor amigo que Sebi eligió en su vida”, aunque hayan pasado casi 17 años, para que resguarde ese recuerdo. Sebi tenía 11 años cuando murió por complicaciones derivadas de una neurofibromatosis. —Tu hijo se estaba haciendo rayos todos los días, pero vos seguías con inocencia sobre lo que se podía venir. —Sí, recién cuando él entró en su última internación, y que tuvo un período de inconsciencia, que le veía la cara a algunos médicos, recién ahí tomé algo de conciencia. Pero aun así, yo no era consciente de que eso lo podía conducir a la muerte. El poder de negación era bastante fuerte en mí. Son herramientas de defensa que uno tiene. —¿Sentís que podías en algún momento soltar la enfermedad y solamente amar a tu hijo? —La enfermedad en mi cabeza era solo 2% de mi vínculo con Sebi, se extendía por todos lados. Y ahora que me lo decís, siento que el libro refleja eso, el vínculo de un padre con su hijo, y que la enfermedad está tangencialmente, porque no se puede evitar hablar del duelo de un padre si hoy Sebi no está. Pero habla sobre todas las cosas compartidas entre un padre y un hijo, de todo el disfrute, y el orgullo que siento de ser su padre. —Vos te sentabas a jugar con tu hijo y lo veías sano en tu cabeza. —Sí, de hecho, de aquellas vacaciones en Aguas Verdes me acuerdo que un día al mediodía volvíamos de la playa, y nosotros éramos los responsables de ir a comprar. La chica que atendía la fiambrería era muy linda, y yo me daba cuenta que a Sebi le gustaba mucho ir. En un momento la chica nos pregunta si queríamos aceitunas con o sin carozo, y yo le dije: “Con carozo porque son más baratas”, pero enseguida Sebi dijo: “No, sin carozos son más baratas”, y me explica delante de la chica que las aceitunas sin carozo son más baratas porque pesan menos, y que si compraba un cuarto de aceitunas, entran muchas más. A partir de ahí la chica lo miraba a Sebi con un cariño inmenso. Te cuento esto porque esas vacaciones no fueron solo las de la aparición de los primeros síntomas. Para mí, esas vacaciones fueron “las vacaciones de la chica de las aceitunas”. —¿Y Sofi podía ser hija en ese momento? ¿Había espacio para ella? —Sí, pese a las circunstancias, había espacio para Sofi, que era muy chiquita en ese momento, tenía siete años. Solo que por cuestiones casi logísticas, estaba mucho con sus abuelos, que tuvieron un rol central en nuestras vidas. También algunos padres del colegio nos dieron una mano muy grande, porque entendían la situación que estábamos pasando y se ofrecían todo el tiempo a buscarla, llevarla a actividades, etc. Había una red de contención familiar y extrafamiliar. —¿Sofi sabía que su hermanito estaba enfermo? —Sí, y desde muy chica fue muy madura. Pero tampoco sabía que corría riesgo de vida. Siempre pensaba que estaba haciendo tratamientos para salir adelante. Sofi tenía 7 años cuando su hermano murió. —¿Los médicos les dijeron a vos y a Marta en algún momento que Sebi se podía morir? —No, en esos términos no nos lo dijeron nunca. Y estoy descubriendo en esta etapa de mi vida que de por sí yo soy alguien que evita hacer preguntas. Si no estoy preparado para la totalidad de las respuestas posibles, evito preguntar. Nunca le pregunté a los médicos: “ché, ¿se puede morir de esto?”. Un poco por ignorancia de cuestiones médicas, y otro poco era no querer saber. —¿Cuántos tiempo de rayos se tuvo que hacer? —Más o menos un mes. Pero el tumor no se achicó. Era un glioma, que es como si surgiera un granito en una parte del sistema nervioso, porque de eso se trata la neurofibromatosis: hace aparecer gliomas en algún lugar del sistema nervioso, que puede ser en cualquier parte del cuerpo. No tenía por qué ser en la cabeza, pero fue así, y le causaba una presión que le afectaba funciones. —Después de ese verano en Aguas Verdes, ¿cómo fueron los siguientes meses? —Los siguientes seis meses fueron los últimos de Sebi. Fueron el periodo de enfermedad. Hubo tres internaciones, dos más breves y la última fue la internación final. Y esos fueron los meses donde hubo rayos, un médico de las piedras, un cura sanador y todos los esfuerzos, resonancias, neurólogos, todos los profesionales posibles en un intento por salvarlo. —Vos y Marta, como pareja, ¿cómo estaban? —Muy unidos. Durante la enfermedad de Sebi la cohesión fue absoluta. No tuvimos una sola diferencia. Ella tuvo razón en todas las decisiones que tomamos, y estuvimos muy cohesionados como pareja. —¿Cuando entendiste realmente que Sebi estaba en riesgo de vida? —En julio de 2008, el día que vino el jefe de médicos de guardia vino a decirme que Sebi había fallecido. Yo estaba en la puerta de la habitación, le apoyé mi cabeza en su hombro y se la llené de lágrimas y de mocos. Y no pude parar de llorar en el hombro de ese médico, que era la persona que tenía al alcance. No lo podía creer. Ese fue el momento del dolor intenso. —Vos estabas hasta ese último momento, incluso hasta que se quedó dormido, que contás en el libro que costó que se durmiera, pensando que iba a salir de ese hospital. —Sí, yo le ponía pedacitos de chocolate en la boca porque él, aún estando dormido, si le ponías un cuadradito de chocolate en la boca, él se arreglaba para disolverlo y disfrutarlo. —¿Pudiste despedirte? —No, no pude despedirme. No me nació hacerlo porque debería haberlo hecho cuando él ya no estaba consciente. —¿Le decías que lo amabas profundamente? —No se lo decía, no era mi estilo, pero él lo sabía. Por suerte la vida me dio revancha con Sofía. Con ella aprendí a expresar lo que sentimos. Nos queremos mucho, nos lo demostramos y nos lo decimos. —¿Y cómo se lo demostrabas a Sebi? —Disfrutábamos mucho de los momentos compartidos. Los primeros años de Sebi estaba muy enojado porque no respondía al estereotipo del hijo que yo quería tener, el que yo soñaba. Pero en los últimos años me reconcilié, lo disfruté un montón, y él me disfrutó a mí. Sebi me regaló cosas maravillosas. Mario Grinberg: "Sebi vivió solo 11 años, pero sus 11 años fueron plenos y felices. Y eso a mí me ayuda con la culpa que siento" —Hubo un encuentro con un psicólogo, que mencionás en el libro, sobre la felicidad de Sebi. —Fue con un terapeuta que la primera vez que lo fui a ver me dijo: “Yo no creo en una terapéutica del duelo, el duelo es algo que se atraviesa solo, es un desierto que tenés que atravesar vos solo”. No era muy alentador, pero en el medio de esa charla me preguntó cuántos años pensaba que Sebi había sido feliz de los 11 años que vivió. Y yo le dije que para mí Sebi siempre fue feliz. Lo recuerdo como un bebé feliz, como un chico feliz, aún transitando una enfermedad. Y él me preguntó cuántas personas de mi edad pueden decir que vivir 11 años de felicidad en toda su vida. Eso me quedó marcado. Sebi vivió solo 11 años, pero sus 11 años fueron plenos y felices. Y eso a mí me ayuda con la culpa que siento. —¿Hay culpa? —Sí, la culpa no tiene explicación, pero siento culpa de yo estar y él no. —¿Hay culpa por sobrevivir a un hijo? —Sí. De hecho mi libro se iba a llamar al principio “Lo que no tiene nombre”, porque todos los que intentaron consolarme me dijeron en algún momento: “Lo que te pasó a vos no tiene nombre, porque no sos huérfano, no sos viudo, no tiene nombre perder a un hijo”. Después me pareció una frase hecha a la que no le encontraba vínculo ni con Sebi ni conmigo. Y elegí algo que sí lo representa. Cuando le di un pedacito de chocolate y era su último día, él lo saboreó y nos regaló su última y más hermosa sonrisa. —¿La tenés para siempre con vos esa sonrisa? —Sí, para siempre, porque sonreía mucho. Mario Grinberg escribió un libro que recorre la vida con Sebi y el duelo tras su perdida. —¿Cómo se hace después? ¿Cómo se sobrevive a un hijo? —No tenemos elección. Hay algo que se llama pulsión de vida. Uno quiere vivir, aunque le pasen las cosas más terribles. Muchos definen como la pérdida de un hijo como lo más trágico que te puede pasar, pero no hay un duelómetro, y cada uno sabe lo que le duelen sus pérdidas. Hay gente que sufre más por la muerte de un padre que por cualquier otra circunstancia, otros que sufren por un amor que los deja, por un trabajo que perdió. Y yo para dejar de considerarme el tipo más sufrido del mundo, necesité entender que cada uno sabe cuánto le aprieta el zapato de su duelo. —¿Te enojaste? —Me enojé y no se me pasa el enojo. —¿Con quién te enojaste? —Yo no soy creyente, y eso es un problema, porque no tengo a quién pedirle, ni con quién enojarme. Yo creo en el azar, en la ciencia, en la naturaleza, y el enojo es como la culpa, son sentimientos que a veces no tienen explicación. Estoy enojado porque quiero verlo a Sebi a los 27 años, que es la edad que tendría hoy. El otro día cuando me encontré con el amigo de él, yo lo tenía congelado en sus 11 años, y lo vi tan grandote, tan adulto, y pienso cómo sería Sebi. Mario Grinberg en Infobae con Tatiana Schapiro (Candela Teicheira) —Tu hija Sofía seguramente también fue muy importante para seguir en pie. —Sí, por supuesto. Pero sería muy injusto decir que solamente el hecho de tener otros hijos te hace seguir adelante. Creo que uno quiere seguir adelante por sí mismo, porque uno valora su vida, porque tiene sus propios proyectos, sus deseos y quiere salir adelante. El hecho de tener otras responsabilidades, otro hijo que no merece vivir bajo un cono de tristeza, y tener una vida como la de cualquier chico, claro que es un motor importante. —Vos también estás con un tema de salud actualmente, ¿cómo te sentís? —Sí, hoy estoy bien de salud. Pero paradójicamente tuve un tumor en el cerebro. No es el mismo tumor que tuvo Sebi, porque el mío se pudo operar. Lo tuve dos veces y las dos veces se pudo operar. Y me da mucha culpa que el mío se haya podido operar y el de Sebi no. La culpa es muy tóxica, muy mala. No sirve para nada, pero a veces es inevitable. Tener una enfermedad, que venga un cirujano y te diga: “Mañana te opero”, hizo que lo primero que me naciera fuese pensar por qué no pudieron operar a Sebi. Sé la respuesta, pero no me alcanza. —Este libro de alguna manera es tu catársis y tu forma de hacer eternos los recuerdos de Sebi. ¿Cómo lo podemos conseguir? —El libro todavía no está en librerías, va a estar en breve, pero hoy se puede conseguir online en el sitio web de la editorial Niña Pez. También tengo una cuenta de Instagram, @laultimaymashermosasonrisa, literalmente el título del libro. Me pueden escribir y yo les paso los datos para conseguirlo. —¿Te encontrás a Sebi en tus sueños? —Me lo encuentro, sí, pero siempre tiene 11 años. No lo puedo proyectar de más edad. La sensación corporal del abrazo de cuando llegaba del trabajo, es algo que no se me quita y la revivo en esos sueños. Cuando sebi ya no podía hablar llamaba a sus padres con una campanita que hoy está en el living. “La campanita”, un fragmento del libro La última y más hermosa sonrisa. Mi hijo. Su muerte. Mi duelo. “En sus últimas semanas Sebi perdía progresivamente el habla, así que en casa usaba una campanita para llamarnos cuando quería algo. Al principio era una gran solución, una forma simple de saber que necesitaba ir al baño, tenía hambre o estaba dolorido. Pero al poco tiempo ya nos tenía hartos con su campanita, que sonaba para que le traiga agua, otra para que lo llevara al baño y así hasta transformar el sonido de la campanita en la reencarnación misma de la esclavitud. Estuviera bañándome o trabajando, comiendo, durmiendo, si sonaba la campanita, había que estar allí. Cuando Sebi ya no estuvo la campanita pasó a ser un objeto decorativo en un estante. Por las noches me duermo deseando que suene, aunque sea una vez más”. Si querés contar tu historia escribinos a: voces@infobae.com
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