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    Parana » AnalisisDigital

    Fecha: 20/03/2025 18:31

    Por Lucas Paulinovich (*) Una mirada sobre el clima social y las consecuencias políticas de la marcha y la represión estatal del miércoles 12 de marzo en la capital argentina. 1 Son días de irritación social. No tanto por un enojo sino, más que nada, por la sensibilidad exacerbada. El paso por Diputados del DNU sin detalles del acuerdo con el FMI recalentó un clima político que, en la última semana, se picó. Esa irritación pesa sobre la conciencia de una minoría intensa -como le dicen- que los últimos 20 años vivió con una idea de sistema donde estaba más o menos cerca o le resultaba más o menos simpático el poder político. Y hoy observa, entre absorta e impotente, la facilidad con que le gobiernan en la cara. Finalmente, con un operativo de seguridad más ordenado, el DNU se aprobó sin grandes molestias. Y si lo del miércoles 12 se fijó como una marcha de barras que fue reprimida, la de ayer se asimiló a las convocatorias de izquierda que despiertan, más que nada, indiferencia. Fue, en ese punto, una jornada deprimida. Con el escándalo $LIBRA el gobierno mostró lo que nunca debía mostrar: debilidad. Porque en Argentina, es sabido, es preferible quedar como un garca que como un boludo. Por eso, la escenificación represiva del miércoles 12 tuvo un propósito de restitución de autoridad. Y las advertencias previas a la de ayer, junto al anuncio de la ley Anti-Barras, confirman esa modalidad de salir para adelante. Pero también la represión de jubilados del miércoles 12 inyectó una sensación de efectividad en las organizaciones de izquierda, las fracciones sindicales y los movimientos sociales, con limitada representatividad, que se movilizaron para acompañar a los pensionados. Ese pedazo de sociedad que se reconoce anti-Milei encontró en los disturbios callejeros en Plaza de Mayo un aire de esperanza mayor a la no-respuesta institucional. A falta de buena política, la táctica callejera es más efectista, pero supone otros y mayores riesgos. Las marchas se infiltran, eso es sabido. Y la necesidad del gobierno de imponer autoridad represiva es conocida. Por lo tanto, el enfrentamiento es una elección para quienes toman decisiones que van más allá de sí mismos. La búsqueda por hacer de la marcha del miércoles pasado un 18 de diciembre de 2017 de Milei —el día de las “14 toneladas de piedras” que precedió al endeudamiento con el FMI del macrismo— tiene más de ansiedad que de cálculo. La cultura del aguante en cuerpo de sus padres fundadores —las hinchadas de fútbol— fue un subidón para el antimileismo. Tiene lógica: en el marco de la política del bardo, las hinchadas están curtidas en el enfrentamiento policial y tienen una larga inserción y pertenencia conurbana. Son lo auténticamente popular que le falta al resto de los opositores verbalmente populares. Para las oposiciones varias, el objetivo de aquella marcha estuvo sobradamente cumplido. Se expuso el malestar por la situación de los jubilados. Se ocupó la calle. Y, con la represión, se obtuvieron una serie de imágenes y escenas viralizables para acompañar la nota compungida por la democracia en riesgo. El tema es que pasarse de rosca y denunciar la suspensión del régimen democrático no es gratuito en términos políticos. Porque a todo posicionamiento le sigue una consecuencia. Ese es el problema de cambiar la planificación política por el exhibicionismo ideológico o dejarla en manos de becarios del Conicet. 2 La nostálgica composición de lugar opositora del miércoles 12, con hinchas aguantando en la calle, funciona mejor como desafío para la gobernabilidad que los desatinos legislativos o las angustias universitarias. Pero implica el riesgo de enamorarse del mano a mano contra la policía en una trotskización del método de oposición. Los fotogramas del conflicto social que se supieron conseguir (o las escenas represivas, para ser más modesto) no buscan tanto desestabilizar, como se cacareó desde el oficialismo con justa exageración, sino abonar con acontecimientos el descontento para imposibilitar las iniciativas gubernamentales y favorecer una erosión paulatina. Es que nadie queda indiferente ante el shock emocional de la jubilada que cae por el golpe de un policía, el patrullero incendiado por los encapuchados, las piedras de los muertos por Covid arrojadas contra la Casa Rosada o el fotógrafo Pablo Grillo en estado crítico al ser impactado por un cartucho de gas lacrimógeno. De ambos lados, gana la polarización. El problema es cuando el curso de decisiones institucionales no solo enfrenta obstáculos para superar políticamente, sino que se estanca y se le van pudriendo sus partes, como durante, al menos, los últimos diez años. Algunos dicen que los cambios de régimen se hierven durante bastante tiempo. Lo que se puede hacer es poner el fuego más fuerte o más bajo. Esa posibilidad indudablemente da vueltas por la imaginación de los dirigentes que pelearán por ocupar un lugar en las listas para ingresar al Congreso en diciembre. No vaya a ser cosa que la profecía de la Asamblea Legislativa finalmente se cumpla y los encuentre afuera. Ahora bien, ¿quién está en condiciones de capitanear el caos? Ese es el gran dilema de ser político en democracia: se necesita que la gente te elija o, en el peor de los casos, que el rechazo a lo que hay sea fulminante y uno lo suficientemente oportuno para ubicarse en la línea de sucesión sin que el fuego lo consuma. Acá pillos sobran. Queridos, no tanto. 3 Es indudable que el ajuste que se hizo (qué bueno) cayó sobremanera en el gasto previsional (qué malo). Aunque también es cierto que toda tragedia —el sistema previsional/laboral argentino es un ejemplo—tiene una historia. Y que algunos protagonistas de la catástrofe ahora hacen la del perro que se mandó una cagada. Incluso más, no terminan de asumir que el despilfarro público condenó a una generación de jubilados a sufrir la injusticia hasta el final de sus días. Por eso, el asunto del orden público —y la ponderación de éste en las valoraciones de la gente—es tan central como lo era, sin que todavía una parte de la dirigencia se dé cuenta, la inflación y el déficit fiscal. Las instituciones no dependen solo de su estructura y reglamentación, sino de las costumbres y tradiciones de la sociedad. Y ese marco moral que más de la mitad de la Argentina sintió pateado en el piso por la cuarentena y las psicopateadas de la pandemia, una minoría intensa insiste en desconocerlo como tal. El sentido de la justicia es suyo y la sensibilidad social es exclusiva. La democracia es un juego que se gana con votos, no con ideas. Entonces, el punto es representar en serio. Los argentinos evidentemente aprendieron de las circunstancias como cualquier animal que se adapta a su entorno. Y esas lecciones históricas no las sintetiza un historiador en streaming con pauta de un gobierno provincial amigo, sino que decantan en procesos políticos que, en este sistema, se manifiestan electoralmente. También es cierto que, el ciudadano de a pie, quiere tener alguna descarga emocional que lo acerque a los próximos —y lo aleje de los otros—. Es sano y son las reglas de la subcasta que vive la política como un plateísta que festeja un caño o pide una falta, o creyendo que su contemplación es, en sí misma, una forma de intervención. Por lo general, son buena gente, con sus problemas, como todos. Pero, a la mayoría del país que lo vio por televisión o ni lo vio, estas cosas le importan más bien poco. Y ese descreimiento no plantea el solemne antagonismo entre democracia y dictadura que se profesa desde las diversas socialdemocracias de universidad pública. Lo que hay es, más bien, una contradicción entre gobierno y desgobierno. Y el narcisismo político (lo sabemos de otros momentos históricos donde entusiasmo, error y tragedia, vinieron juntas) es un detonador de las violencias incubadas en todos estos años de crisis e incertidumbre. 4 Los politizados perdieron la intención de hacer política y miran cómo ahora juegan al poder los anti-política. Para esa oposición, los hinchas caracterizados, que podrán generar rechazo social pero se la aguantan, son fundamentales. Porque son la savia de los territorios que les tienen contadas todas las costillas, los tendones y las uñas encarnadas a los políticos. A ese nervio apunta la ley Anti-Barras. La violencia muestra en crudo al poder real. Pero ese límite a la hipocresía de la política no expresa necesariamente algo bueno. La profesión del poder requiere de cierta actuación e ilusionismo en su versión democrática para no ser un mero ejercicio de fuerza. Y ese es un problema mayúsculo para las oposiciones que aspiran a la conquista institucional, no para las izquierdas radicales que tienen al caos como medio de vida. Porque esa otra parte de la política opositora que desea gobernar viene con su ficción democrática alicaída. Si de verdad el estado anímico de la sociedad terminó de dar un vuelco allá por junio/julio de 2020, eso implicó no solo consecuencias electorales sino también una forma nueva de administrar los márgenes de acción y de tolerancia al ejercicio del poder político. Lo que estoy diciendo es que una cosa es el abuelo que cobra 300 mil pesos y le sacaron los medicamentos, que fue a marchar y se encontró con la represión, y otra muy distinta la funcionalidad del conflicto para los organizados que intervienen políticamente y el modo en que éstos desarrollan esa participación. Por ahora, la violencia legítima —y legitimada—está en manos del gobierno. Y cuenta, hasta que se demuestre lo contrario, con el respaldo popular para llevar adelante su plan de gobierno —que se juzga positivo, hasta que se demuestre lo contrario—. Antes, cuando los referentes juveniles eran dirigentes revolucionarios entrenados por los cubanos y armados por los árabes, y no cantantes pop con repertorio del McDonalds cultural de las universidades de la Ivy League y el packaging de las grandes productoras discográficas, a estos temas se les llamaba “responsabilidades de conducción”. Pero aparentemente es cosa vieja, atrasa. 5 ¿Entonces la culpa de la represión es de los que marcharon? La culpa no es de nadie, porque la culpa no es una categoría de la política. En todo caso, hay responsabilidades: violación del derecho a la protesta, la libertad de expresión o un abuso de autoridad por parte del gobierno; la irresponsabilidad de una táctica temeraria de los sectores políticos que acompañaron a los jubilados. Si el diagnóstico generalizado es que lo que trajo a Milei es un proceso largo que se fue gestando, ¿por qué lo que traiga otra cosa —aunque nadie sabe qué—debería ser repentino y forzado? ¿Y por qué lo forzarían los mismos que antes generaron el rechazo que trajo a Milei? Es el problema de la lucha que no cuenta con la simpatía de la mayoría, porque ésta todavía tiene el voto como reserva de fe. La diferencia es que ahora, con consultores que venden paquetes de política joven, la distancia con las bases se da por la enajenación del afán de celebridad y no por el apresuramiento suicida de conducciones militaristas. En definitiva, el tema será evitar que el desborde de la intensidad minoritaria haga colapsar las barreras hasta ahora fuertes del orden social. Porque cabe la pregunta: si la violencia escala, ¿de qué lado queda la legitimidad? Y, como las canciones propias para el que arranca a hacer música, la voluntad de lucha es preferible no imponérsela al resto, porque la reacción más común suele ser el rechazo. (*) Periodista – Publicado en www.iceberg.com.ar

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